Ana Perychon

 

 

Me llamo Ana Perychón,

pero quienes me amaron y me odiaron

me decían Perychona.

Fui la mujer a quien las chismosas

le dedicaron más tiempo,

en esta ciudad

donde lo que sobra es el tiempo.

Me atribuyeron todos los pecados

que puede cometer una mujer.

Nunca se privaron de decir lo que pensaban

y siempre lo hicieron a mis espaldas.

Dijeron que era una loba, una perra y una hiena.

Yo me reía.

Inútil decirles que jamás

corrí detrás de un hombre.

Nunca lo hice.

Siempre fueron ellos los que corrieron detrás de mi.

Yo los dejaba hacer.

Me divertían sus esfuerzos por ser galantes.

Me divertían y me daban vergüenza.

Eran tan vulgares tan previsibles.

Santiago fue otra cosa.

Una mujer siempre sabe

cuando está frente al hombre que importa.

Yo lo supe.

Santiago tenía los ojos azules.

Y descubrí que era marinero

antes de que me lo dijera.

Sólo los marinos

tienen esos ojos como bañados en sal

y algo desteñidos por el sol.

Cuando lo conocí,

lo primero que me dije

fue que ese hombre sería mío.

No era perfecto.

Pero una mujer como yo

nunca se enamora de un hombre perfecto.

Santiago era fanfarrón y mujeriego,

pero también generoso y valiente.

Yo lo amé,

lo tuve en mis brazos

y lo protegí hasta donde pude.

O hasta donde me dejaron.

Fui su novia, su mujer y su amante.

Y en algún momento su madre.

Lo amé siempre.

En la victoria y en la derrota

en la felicidad y en la tristeza.

No se puede ni se debe amar de otra manera.

Lo digo sin vanidad, pero también sin vergüenza:

fui la amante de Liniers

el conde de Buenos Aires.

El fue mi conde y yo su reina.

Yo, Ana Perychón,

la Perychona,

fui la que arrojé mi pañuelo bordado

desde el balcón de mi casa.

Fue una mañana de sol,

una de esas mañanas en que la luz

parece estar suspendida en el aire.

Todo Buenos Aires estaba en la calle

agasajando a los soldados.

Cuando evoco aquellas horas

juraría que los únicos habitantes de la ciudad

éramos él y yo.

Yo en el balcón

y él montado en su caballo.

A mi pañuelo,

el lo recogió del suelo con su espada

y me saludó con su sombrero.

El caballero que me rendía honores

había derrotado a los ingleses

y era el hombre más querido de Buenos Aires.

Las chismosas dijeron que era una ramera.

Dijeron que me excitaba más el escándalo que el amor  

Dijeron que era ambiciosa y perversa.

Ellas, plantas resecas, almas negras,

incapaces de amar y ser amadas.

Santiago dormía en mi casa.

Vivía en el Fuerte pero dormía en mi cama.

 “¿Por qué no se casan?”

murmuraban las comadres.

“Nunca es tarde para casarse con la gloria”

le dijo Santiago a su asistente.

No se equivocaba.

Yo fui su gloria y su derrota,

porque el amor,

el verdadero amor,

es siempre una gloria y una derrota.

Su corazón,

su hermoso y gallardo corazón,

fue destrozado por las balas disparadas

por hombres

que aprendieron a ser hombres a su lado.

Yo ya no estaba con él,

pero hice lo que pude para salvarlo.

El destino y los dioses no lo quisieron.

Cuando lo mataron abandoné la ciudad

y me fui a vivir a una chacra.

Dijeron que me habían castigado.

Tonterías.

Ellos me perdonaron,

pero yo nunca los perdoné a ellos.

Me propuse no regresar jamás

y no dejar ninguna huella.

Antes de irme rompí mi último retrato.

No quise que quedara ningún recuerdo mío.

Ni de mis ojos,

que hechizaban a los hombres,

ni de mis cabellos oscuros,

ni de mi sonrisa insinuante y atrevida.

Yo sé,

las mujeres a estas cosas siempre las sabemos,

que antes de morir

el último pensamiento de Santiago fue para mi.

Decidí que esa imagen

que se le presentó un segundo antes de su muerte,

fuera la única, la última, la exclusiva.

Rompí todas las cartas

y todos los retratos

y me fui al campo a esperar la llegada de la noche. 

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