Camila O’Gorman

 

 

Mi destino estaba escrito.

Tuve un hermano sacerdote

y un hermano policía.

Mi padre fue siempre un pobre hombre

que para lo único que tuvo valor en su vida

fue para pedir que me condenaran a muerte.

La única persona de mi familia que amé

fue a mi abuela,

también una condenada.

En su cama hicimos el amor con Vladislao.

La misma cama que ella compartió con Santiago.

“Desvergonzada” le dijeron.

Y ella se reía.

A nosotros nos dijeron lo mismo.

Pero no nos permitieron reír.

Mi abuela, un virrey

su nieta, un cura.

Pobre papá.

Pobre familia.

Pobre Camila.

A Vladislao

me lo presentó mi hermano.

Fue una tarde de lluvia.

Llegaron a casa mojados y sin sotanas.

Bendita lluvia.

Bendita lluvia que moja los cuerpos

y lava los pecados.

Siempre lo dije.

Yo no me enamoré de un sacerdote

con sotana y crucifijo.

Me enamoré de un joven tímido y hermoso

que entró a casa agitado y risueño,

empapado y tiritando de frío.

Su presencia fue como un anuncio,

como una revelación.

Lo amé antes de saber que era sacerdote.

A mi me dijeron pecadora

y a él apóstata.

Nunca se nos ocurrió pensar

que estaba prohibido querernos.

Nunca.

Siempre supimos que por este amor

había que pagar un precio,

pero nunca imaginamos que sería la vida.

La vida de él y la mía.

Y la de nuestro hijo.

Con una palabra yo podría haberme salvado,

pero a esa palabra nunca la dije.

Después de vivir con él,

yo decidí morir con él.

Canallas.

Canallas mis padres.

Canallas mis hermanos.

Canalla el obispo y su ayudante.

Canalla Juan Manuel.

Canallas los exiliados.

Canallas todos.

Todos conjurados contra nosotros.

Juan Manuel dio la orden,

pero los asesinos fueron todos.

Mis padres y mis hermanos.

El obispo y su séquito de serviles.

Vélez Sarsfield,

el infame Vélez Sarsfield,

le brindó al dictador la coartada jurídica.

Y los unitarios.

Los muy civilizados unitarios.

Ellos también se sumaron a la jauría.

Hablaban de ideales,

pero sus dentelladas fueron tan rabiosas

como las de sus amigos rosistas.

Todos se conjuraron contra nosotros.

Todos.

Contra nosotros,

culpables de habernos amado.

Nos declararon herejes

enemigos de la fe y de las buenas costumbres.

Ellos.

Justamente ellos.

Hipócritas e infames.

Sucios de alma y sucios de cuerpos.

Las leyes que usaron para asesinarnos

eran crueles,

pero sus corazones fueron más duros

que las leyes más duras

y las piedras más duras.

Nos escapamos.

Claro que nos escapamos.

Nunca supimos adónde había que ir,

pero sabíamos

en qué lugar no teníamos que estar.

Nos escapamos de Buenos Aires,

lejos de sus sacerdotes tramposos,

de sus políticos cobardes.

“Me gusta este lugar”,

dijo Vladislao cuando llegamos a Goya.

Y lo que a él le gustaba

enseguida me gustaba a mí.

Nos hicimos maestros.

Mientras en Buenos Aires

nos acusaban de criminales,

nosotros en  Goya

le enseñábamos a leer a los niños.

El se llamaba Máximo y yo Valentina.

Máximo y Valentina.

Vladislao y Camila.

Nadie en el mundo se amó

como nos amamos nosotros.

En Goya fuimos la pareja

más feliz de la tierra.

Lo fuimos hasta la noche

En que el cura Miguel Cannon,

mil veces miserable y mil veces malvado,

nos denunció a la policía.

Nos encerraron en una jaula.

A los dos.

A Vladisalo y a mí.

Nos trataron como asesinos,

como criminales.

No nos permitieron despedirnos,

no nos dejaron darnos un beso.

Fuimos al paredón

con los ojos vendados.

“Vladislao, ¿estás allí?” pregunté.

“A tu lado Camila”, me contestó,

como cuando  caminábamos

por esas calles de tierra en Goya

a la caída de la tarde,

escuchando el canto de los pájaros

y presintiendo la cercanía del río.

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