Damasita Boedo

 

 

Quiero que lo sepan todos.

El general Lavalle murió en mis brazos.

Sus ojos azules me miraban

no sé si a mí o a otra cosa,

a algo que estaba más allá de nosotros,

más allá de esa madrugada ceniza,

más allá de ese cielo desteñido

y del frenético rumor de voces

que llegaban desde los patios de la casa.

Yo sentía que su vida

se escurría entre mis manos,

mientras en el callejón

aún vibraban los ecos

de los gritos de los soldados

y el relincho de los caballos

y el estruendo de los disparos.

Cuando volví a mirarlo

estaba muerto.

Los ojos se me llenaron de lágrimas

pero en mi corazón crecía un júbilo inmenso

una alegría salvaje,

porque ese hombre,

al que amé y entregué mi honra,

fue el que ordenó la muerte de mi tío

y de mi primo,

las únicas personas

que me amaron en el mundo.

El ordenó matarlos.

El lo hizo y no le importó

que de rodillas

le pidiera por sus vidas.

No le importó.

El los mató a los dos

y ahora él está muerto en mis brazos

y los soldados que juraron protegerlo

me miran y suponen que mis lágrimas

nacen del dolor.

Qué poco saben.

Qué poco conocen a las mujeres,

al corazón de las mujeres.

“Mi general, las mujeres

serán su perdición”,

le decía el santón de Frías,

mientras se persignaba

y levantaba los ojos al cielo.

Pobre hombre.

Cree que a las mujeres

se las elude mirando al cielo.

Nunca supo, ni sabrá, que para eludir

el peligro de las mujeres

hay que mirar más cerca,

mucho más cerca,

como he aprendido a mirar yo,

sin que me tiemble el pulso

o se me nuble la vista.

El murió en mis brazos,

pero no permití

que nadie profanara su cuerpo.

Nadie.

El agua de la montaña

arrastró su carne muerta,

pero su corazón

su furioso y atormentado corazón

lo llevamos con sus soldados

como una reliquia

más allá de la frontera,

más allá de sus brutales enemigos.

Descansé cuando supe

que sus restos estaban fuera de peligro.

Fue allí cuando admití

que mi venganza estaba cumplida,

aunque a partir de ese momento

empecé a ser una mujer sin destino,

porque todo lo que fui,

o quise ser,

se lo di a él aquella mañana,

cuando loca de amor y de odio

me entregué a sus brazos,

sabiendo que con ese acto firmaba

mi felicidad y mi condena

mi dicha y mi tormento.

No me arrepiento.

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