Juana Azurduy

JUANA AZURDUY

 

Con estas manos ajadas y viejas

protegí a mis hijos

y acaricié a Manuel.

También con estas manos

 -con estas mismas manos-

maté al godo que ordenó exhibir

la cabeza de Manuel en la plaza.

Siempre supe

que ser mujer no era fácil.

Me dicen que ahora tampoco.

Escucho y callo,

pero les aseguro que entonces

ser mujer era duro y era ingrato,

sobre todo en el Alto Perú

donde nuestros mayores nos enseñaban

a ser devotas y sumisas,

mansas y tontas.

Mis padres,

mis queridos padres,

nunca pretendieron otra cosa

que tener una hija casta y honrada

Fracasaron.

Me crié en un  colegio de monjas,

pero las monjas no me soportaron.

Yo tampoco las soporté a ellas.

Cuando decidieron expulsarme

mis padres lloraron de tristeza,

pero yo era feliz, muy feliz.

Alguien dirá después,

muchos años después,

que la iglesia católica

perdió una monja

pero la revolución

ganó a una guerrillera.

No lo sé.

A Manuel lo conocí en esos años.

Nos amamos

desde el primer día hasta el último.

No miento.

Mi corazón no miente ni exagera.

Quisimos las mismas cosas

y peleamos por las mismas cosas.

Todo lo hicimos a las apuradas:

el amor, los hijos, la revolución.

No teníamos mucho tiempo.

Después vinieron los años de peligro.

Fue un tiempo de atropelladas y entreveros,

de sangre y de muerte.

Nos acostumbramos a matar

y nos fuimos acostumbrando

a la idea de morir.

La muerte flotaba en el aire.

Yo la olía y temblaba.

Cuando me acurrucaba

en el pecho de Manuel

y lo sentía respirar

me dormía en paz.

Peleábamos por el futuro,

pero nuestra vida

era un eterno presente.

Nunca lo hablamos,

pero sabíamos que cada día

podía ser el último.

Ese día llegó.

Siempre lo que se teme llega.

Ese día llegó no para mí,

pero sí para Manuel.

Maldije al destino por no haberme

reservado a mí esa suerte.

Lo mataron como a un perro

y pasearon su cabeza por todos los pueblos.

A partir de ese día

fui el odio y la furia,

el rencor y la rabia.

No di ni pedí cuartel,

no perdoné ni tuve piedad.

Me lo dije a mi misma

y se lo dije a mis soldados:

a una serpiente y a un godo

no se los debe dejar vivos.

Yo no lo hice.

Después recibí honores y ascensos.

Los acepté porque Manuel

los habría aceptado.

Cuando la guerra terminó regresé a mi casa.

O a lo que quedaba de mi casa.

Crié a mis hijos y me resigné

a que los años se me vinieran encima.

No pedí nada y no me dieron nada.

Tampoco lo hubiera aceptado.

Sé que alguna vez llegará la muerte.

La espero sin ilusiones ni esperanza.

Sé muy bien que ella

no me devolverá

lo que me quitó la vida.

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