Margarita Weild

Cuando lo fuimos a visitar con mi madre

nos recibió como un caballero.

Siempre lo fue.

Podía estar preso, derrotado

pero nunca perdía la calma,

esos modales de gran señor

que lo distinguían

y que sus enemigos envidiaban.

Cuando lo vi,

se me llenaron los ojos de lágrimas,

pero él me recordó mi obligación con una frase:

 “Nada de llorar, nada de llorar”,

me dijo en voz  baja.

Estaba tan íntegro, tan galante

tan seguro de si mismo,

que me enamoré de él en el acto.

No me importó ser su sobrina

o tener veinte años menos.

Todo fue tan rápido, tan inesperado.

Nos casamos en secreto.

Celebramos nuestra luna de miel en la cárcel.

Yo le cocinaba,

le cantaba canciones,

le lavaba la ropa,

lo peinaba y lo afeitaba.

El escribía,

fabricaba jaulas,

y a veces,

a la caída de la tarde,

se apoyaba contra la ventana

y dejaba que su mirada se perdiera

más allá de las casas chatas de la ciudad,

más allá del río,

más allá del horizonte.

Estábamos presos,

pero nuestra celda era alegre,

llena de música flores y risas.

Nos amábamos todas las noches

y cuando llegó nuestro primer hijo

yo tuve miedo

porque el niño iba a nacer en una cárcel.

“No tiene importancia donde nazca,

todo el país es una cárcel”,

me dijo y siguió escribiendo.

Claro que fuimos felices.

Lo fuimos en Santa Fe

y después en Luján.

Yo le di amor y le di hijos,

y le entregué mi salud y mis años.

Pero los hombres nunca están satisfechos.

Ellos quieren la gloria.

Aman el peligro, el riesgo, la aventura.

Prefieren morir por una gran causa

que vivir por una pequeña felicidad.

Queda para mi consuelo saber

que fui su primer y último amor.

La única, la incomparable,

recuerdo que me decía en voz baja

cuando yo me dormía

apoyando mi cabeza en su pecho.

De Luján nos fuimos a Buenos Aires.

Fue la última vez que estuvimos juntos.

Después fue más una visita que un marido.

Cada vez que regresaba

yo quedaba embarazada.

Sabía que cada hijo que le daba

me acercaba a la muerte.

Lo sabía, pero nunca  dije nada.

El, que entendía todo, que sabía tanto,

no fue capaz de descubrir lo más importante.

Cuando llegó el octavo hijo,

me fui de este mundo.

Lo vi desesperarse y llorar a mi lado.

Quise abrazarlo pero no pude.

“Cuánto que te he querido”,

le dije antes de cerrar los ojos.

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