Bufanda

A la historia la contó don Horacio en el bar. Por el modo de relatarla deduzco que no era la primera vez que lo hacía. Es bien sabido que en el bar está permitido hablar de todo y la verdad o la mentira en estos casos es lo menos importante, aunque a veces, muy de vez en cuando, alguien desgrana una historia que a uno lo deja pensando.

No recuerdo por qué motivos aquella noche empezamos a hablar de historias de amor, un tema que en la mesa del café siempre lo hemos tratado con mucho recato, hasta con pudor, como si en el fondo nos diera algo de vergüenza hablar de eso. De todas maneras, algunas historias interesantes se escucharon, nada del otro mundo por supuesto, pero en el bar los muchachos tampoco esperan escuchar cosas complicadas. Se trata de compartir un café, muy de vez en cuando una ginebra, y conversar de las cosas que nos gustan: un partido de fútbol, una carrera de autos, algún chisme del barrio.

En el bar está permitido hablar de todo, pero tácitamente lo que está excluido es la política, tal vez porque los muchachos sospechen que ese tema es siempre un motivo de peleas y nadie en este lugar está dispuesto a pelearse por cuestiones que en el fondo nunca nos han importado demasiado.

Esa noche se contaron dos o tres historias que si ahora me pidieran que las repitiera no podría hacerlo porque las he olvidado. Lo que sé, es que cuando don Horacio empezó con su relato todavía no era la medianoche y desde hacía por lo menos una hora nuestra mesa era la única habilitada en el salón. El patrón, mientras tanto, después de bajar las persianas y acomodar el resto de las mesas, esperaba con paciencia franciscana detrás de la caja  a que sus crónicos clientes se decidieran a levantar carpa de una buena vez.

En la actualidad, don Horacio debe de andar por cerca de los setenta años. Es, como dicen los muchachos, un tipo buenazo que, como corresponde a un solterón empedernido, ha encontrado en el café y en los amigos el hogar que nunca tuvo. Desde hace tres o cuatro años el hombre vive solo en un departamento ubicado a la vuelta del bar. Por lo que sabemos, se mantiene de su jubilación de viajante y de algunas traducciones de inglés que hace para una editorial.

Don Horacio sabe contar historias. Habla despacio, maneja muy bien los silencios y siempre se las ingenia para cautivar la atención de su auditorio. Esta vez inició el relato aclarando que la historia lo tenía como protagonista a un íntimo amigo de aquellos años, “un muchacho que trabajaba en la misma firma que yo y que para la época que les estoy hablando recorría la provincia de Entre Ríos”.

Cuando don Horacio empezó a hablar, el silencio que se hizo a su alrededor fue absoluto, con decirles que hasta el patrón, que habitualmente no nos lleva el apunte, había acercado una silla y escuchaba como si estuviera en misa oyendo el sermón del cura.

-Como les iba diciendo –prosiguió Horacio- mi amigo Germán para esa época viajaba por la costa uruguaya de Entre Ríos vendiendo artefactos eléctricos. Algunos datos biográficos merecen ser tenidos en cuenta: alrededor de cuarenta años muy bien llevados, quince de antigüedad en el trabajo, respetado por los jefes y queridos por sus compañeros de trabajo. En su vida privada el hombre no escapaba a previsibles regularidades: casado con una mujer cuya preocupación más visible era mantener la casa de punta en blanco, dos hijos adolescentes y una situación económica que si bien no le permitía tirar manteca al techo, lo habilitaba para vivir tranquilo, como correspondía a un  tipo de clase media de aquellos años. En lo personal, Germán era un muchacho con los estudios secundarios completos, una cultura general más o menos aceptable, reforzada periódicamente con lecturas de novelas de colección cuyos argumentos solía comentar a sus ocasionales colegas con los que compartía las soledades en los modestos hoteles de los pueblos que visitaba.

Como todo hombre de esa edad y de ese tiempo, Germán era un tipo que nunca despreciaba la posibilidad de vivir alguna que otra aventura amorosa. Justo es aclarar que no era lo que se dice un mujeriego compulsivo; le gustaban las mujeres como a cualquier hijo de buena vecina; después la soledad de los viajes se encargaba del resto. Para concluir con estas breves semblanzas, dos observaciones. La primera, que Germán no tomaba alcohol y de su sobriedad y recato daban testimonio sus amigos que no se privaban de cargarlo cuando en las habituales comilonas que organizaban en el club o en algún hotel o comedor de la ruta, él se mantenía invicto con su botella de soda. La segunda, que el hombre decía simpatizar con el socialismo de Palacios y Repetto, un compromiso político que él lo vivía, a decir verdad, sin agitarse demasiado. El socialismo de nuestro amigo era un homenaje a su padre que había sido un importante dirigente de ese partido. De aquella tradición, podía decirse que lo único que había sobrevivido era su anticlericalismo que se manifestaba en las recurrentes ironías contra los curas y ciertos hábitos de la iglesia católica. Ese anticlericalismo era inofensivo, pero en alguna ocasión provocaba alguna situaciones incómodas, no tanto con sus amigos, para quienes esos arrebatos no tenían ninguna importancia, como con sus esposas, en la mayoría de los casos, católicas practicantes.

-¿Y la historia para cuándo?, preguntó uno de los muchachos, temeroso de que el narrador se fuera por las ramas. Horacio miró al impaciente como si recién hubiera descubierto su presencia, hizo una pausa y enseguida retornó al relato, confiado en que esa fracción de silencio era algo así como una sanción al imprudente que lo había interrumpido de una manera tan descortés.

-El nombre del pueblo no viene al caso, ni creo que para el relato sea importante saberlo. Imaginen la calle de doble mano recién asfaltada, las bicicletas y los carros estacionados frente a los almacenes y despachos de bebida; imaginen la arboleda espesa de la plaza y a su alrededor las principales instituciones: la iglesia, la comuna, el club social, la jefatura de policía, el bar de amplios ventanales con su mesa de billar, la barra y la estantería repleta de botellas; imaginen la escuela, con su techo de tejas rojas y el bullicio de los chicos a la hora del recreo; imaginen las cinco o seis casas señoriales de las familias distinguidas, esa suerte de aristocracia lugareña que sobrevive en todo pueblo que merece ese nombre; imaginen las veredas angostas, el caserío que se va haciendo desparejo hacia las orillas; imaginen más allá, casi perdido en el horizonte, las ondulaciones de las cuchillas, las casas de campo escondidas entre los sauces y los eucaliptos y, hacia el oeste, el río de aguas marrones y apacibles.

Estoy hablando de un pueblo de hombres que se ganaron un lugar bajo el sol trabajando duro. Pueblo con personajes de leyenda, con algún loco que se pasea en bicicleta por la calle sin ton ni son, con los maridos engañando las horas en el bar, con sus mujeres aburridas y sus jóvenes añorando la gran ciudad; pueblos con sus chismes cotidianos que los vecinos comentan en voz baja en las tertulias del Club Social o en las sobremesas familiares.

A ese pueblo, que yo conozco muy bien porque allí nací, allí viví mis primeros años y allí regreso de vez en cuando, llegó Germán un día de semana. Es muy probable que haya estacionado frente a la plaza debajo de la sombra de los árboles, al lado de algún sulky o de una camioneta y después de las averiguaciones del caso se haya alojado en el hotel que está a la vuelta de la escuela y que no hay manera de esquivarlo porque es el único.

Esa tarde seguramente se dedicó a trabajar, a visitar los dos o tres almacenes de ramos generales para levantar pedidos y ofrecer los nuevos productos de la empresa. Al otro día debe de haber hecho lo mismo. Almorzaba y cenaba solo en el comedor del hotel, acompañado del diario que llegaba a la mañana temprano, pero era del día anterior. Probablemente estaba aburrido, pero la esperanza de que en uno o dos días más terminaría con los pedidos, lo tranquilizaba.

Por experiencia les aseguro que después de tantos años de viajar, de tantos años de trajinar por rutas, comer en bares de mala muerte y dormir en hoteles viejos, un viajante empieza a sentir el cansancio en los huesos y en alma. Viajar es lindo en vacaciones, pero cuando se viaja para ganarse los garbanzos y parar la olla, el trabajo en algún momento empieza a hacerse pesado, y aunque ninguno de nosotros suele ser un modelo de conducta hogareña, con el tiempo se empieza a extrañar la casa, los hijos, la mujer, el placer de una mesa bien puesta, el gustazo de quedarse en el living mirando televisión acompañado de un whisky.

Como les iba diciendo, en algún momento, por circunstancias relacionadas con su trabajo, a Germán lo obligaron a visitar la casa de una viuda dueña de uno de los principales negocios de la zona. La señora, según le informaron, vivía sola en un enorme caserón ubicado a unas dos leguas del pueblo, el casco de una vieja estancia que alguna vez los herederos vendieron junto con los campos.

Ese viernes a la mañana, Germán recorrió los últimos comercios para formalizar los pedidos que después la empresa enviaría desde la ciudad. Al mediodía almorzó liviano en el hotel, y después de dormirse una buena siesta decidió visitar a la viuda. El mozo del hotel le dio las indicaciones del caso para llegar a  la casa. “No puede perderse”, le dijo.

El sol todavía estaba alto cuando el auto de Germán se internó por uno de esos caminos comunales de tierra negra. Llegar hasta el casco no fue difícil. Tal como le habían indicado, a los tres kilómetros se abría una bocacalle: en un costado el monte de espinillos y en diagonal,  rodeada de malezas, la capilla, algo así como una tapera desmantelada, sin ventanas, sin puertas, sin santos y sin crucifijos, en donde lo que más se destacaba era una cruz levantada casi al frente de la capilla y al lado de un ombú plantado a orilla del camino, una cruz de madera rústica rodeada de tarritos de colores y flores marchitas, como si alguna vez, hace mucho tiempo, alguien se hubiera acordado del muerto, ahora tan abandonado como la capilla.

En esa bocacalle debía doblar a la derecha en dirección al río, por un camino angosto que las recientes lluvias habían surcado de huellones. Germán recordaba, después, haber visto las ruinas de una vieja casona  y que desde un rancho los perros lo acompañaron durante un trecho con sus ladridos. Finalmente, ya casi sobre el río, apareció un camino flanqueado de eucaliptos, pinos y palmeras que desembocaba en el casco de la estancia.

Lo primero que le llamó la atención, cuando estacionó el auto en el patio, fue el silencio.

-Lo único que falta -se dijo- es que después de este viaje no haya nadie.

Mientras caminaba hacia la casa prestó atención a los corrales abandonados, lo que alguna vez fue el parque con los yuyos crecidos a la altura de los ligustros, la hilera de modestas casitas, con sus techos de lata y sus paredes de barro, casitas que en tiempos mejores fueron seguramente los dormitorios de los peones. Más allá, al costado de la casa principal, el molino, el estanque de agua, un cobertizo abandonado y sobre una pequeña lomada, el esqueleto de dos árboles enormes con sus ramas peladas y unos pajarracos negros apoyados sobre ellas. Después el silencio. Ni perros ladrando, ni gallinas picoteando en el patio, ni peones trajinando en los galpones, ni pajaritos revoloteando entre las copas de los árboles.

Para protegerse del frío de julio, Germán se puso el saco y la bufanda blanca que siempre llevaba en el auto, la bufanda que alguna vez le regaló su esposa para un cumpleaños. Cruzó la soledad del patio, subió por unas escalinatas que, a juzgar por el polvo y las hojas amontonadas, hacía rato que ignoraban las caricias de una escoba. Es posible que antes de golpear la puerta haya dudado un instante. Pensó que el silencio de la tarde, el frío del crepúsculo y el estado de abandono de la casa no estimulaban a una tertulia comercial con una mujer mayor, seguramente algo chiflada, pero años de profesionalidad se impusieron a sus prevenciones.

Los golpes en la puerta retumbaron solemnes en el interior de la casa. Nadie contestó. Esperó un rato y volvió a llamar. Ya estaba decidido a regresar al auto, cuando escuchó el sonido débil de unos pasos y enseguida el ruido de la cerradura. Se abrió la puerta y para su sorpresa se presentó ante sus ojos una hermosa mujer, una mujer cuya sonrisa justificaba las penurias del viaje, el humillante polvo del camino, el silencio taciturno de la tarde.

Germán se presentó con su mejor sonrisa, con esa sonrisa que muchas mujeres consideraban irresistible y, efectivamente, lo era. El eterno mujeriego entró en plan de conquista apenas vio la presa. No podía impedirlo; era superior a su voluntad. La mujer lo miraba con algo de asombro, algo de curiosidad, tal vez con cierto recelo, por lo menos eso fue lo que pensó en un primer momento. Años de oficio le dijeron que la chica estaba sola y que no le desagradaba la visita de un forastero. Germán tenía, lo que se dice, buen ojo y sus golpes de vista raras veces fallaban.

Por lo tanto, cuando preguntó por la madre, no le sorprendió saber que no estaba, que había viajado, pero que regresaba al otro día. Ella hablaba en voz baja, como si temiera a algo o a alguien y Germán atribuyó el tono a la previsible timidez de toda chica de campo ante un forastero. Sin perder la línea ni abandonar la sonrisa canchera, Germán habló de regresar al otro día. Ella lo escuchaba como si estuviera lejos o, como si estuviera recibiendo una noticia interesante, pero ajena. Él intentó sacar algún tema de conversación, pero ella lo escuchaba en silencio, un silencio amable pero atento, como si hiciera un esfuerzo para disfrutar de su compañía, pero algo difícil de precisar con palabras se lo impidiera.

Sin embargo, cuando en algún momento Germán se despidió porque consideraba que no había más nada que decir, ella se ofreció acompañarlo hasta el auto. No dijo una palabra, simplemente se limitó a salir de la casa y caminar por la galería como si fuera una maestra de ceremonia.

Germán siempre fue algo exagerado a la hora de describir a las mujeres que le gustaban, por lo que todas las ponderaciones que hizo acerca de la belleza de aquella jovencita, sus amigos las tomamos con soda porque lo conocíamos. Por lo tanto, sería una evidente exageración decir que el hombre se enamoró a primera vista, pero lo cierto es que la mujer le gustó, le gustó mucho.

Experto en las lides de la seducción, se las ingenió para decirle, con palabras breves e insinuantes, que se consideraba muy feliz por haberla conocido. Ella se limitó a sonreír. Fue una sonrisa breve, desteñida. Por lo menos, eso fue lo que le pareció a Germán, quien respondió a esa sonrisa con un comentario  que pretendió ser gracioso y que –efectivamente- en otras ocasiones lo había sido.

El silencio del campo parecía hacer más melancólica la caída de la tarde. En algún momento, Germán se sintió incómodo, como si todo lo que estaba haciendo, ese despliegue de seducción cuyos pormenores él conocía de memoria, fueran innecesarios o inútiles. Fue una ráfaga, un instante de culpa o remordimiento, después regresó a la realidad, es decir a su deseo y a la extraña y sugestiva belleza de esa mujer que ahora le decía que su cara le recordaba la de un amigo, un amigo muy querido de quien en esos días se cumplían tres años de su muerte. En otras circunstancias, esa coincidencia a Germán le hubiera provocado un comentario ligero, algunas palabras de ocasión para lo cual era un verdadero experto, pero en lugar de ello, prefirió hablar de su trabajo, de la soledad de las rutas, del aburrimiento en los hoteles, como si de pronto esa mujer que recién acababa de conocer lo inspirara a las confidencias, a contar cosas que no las comentaba ni con sus amigos ni con su mujer.

Las digresiones no le impedían perder de vísta el objetivo. La experiencia le había enseñado que con las mujeres el asedio amoroso en algún momento debe resolverse rápido y bien, sobre todo cuando se está de paso y no es mucho el tiempo que se dispone. Confianza no le faltaba; tampoco descaro.

Como al descuido, le preguntó sobre los lugares donde se divierten los jóvenes. Ella se encogió de hombros, fue un movimiento delicado, tierno, que a Germán le resultó encantador.

-Hace mucho que no salgo –dijo, como si esa libertad le estuviera vedada o como reprochándose una falta.

-Hoy es viernes –recordó él.

-Si, es viernes, pero en el campo es un día como cualquier otro…aquí todos los días son iguales.

No se quejó, lo dijo como dejando constancia de algo obvio, de algo que ni siquiera merecía ser tenido en cuenta.

-¿Por qué no se decide y nos vamos al pueblo a tomar una copa?

Germán sabía que su estocada era a fondo, pero atendiendo las circunstancias supuso que no le quedaba otra alternativa que apostar fuerte. La mujer pareció dudar un instante, como si lo que acababa de escuchar mereciera ser evaluado cuidadosamente. Es más, Germán tuvo la sensación de que iba a aceptar la invitación, pero a último momento fue como si ella decidiera cambiar de opinión, como si de pronto hubiera a llegado a la conclusión de que no era necesario apresurarse.

-Esta noche me resulta imposible, pero mañana a la noche con mucho gusto aceptaría su invitación -dijo.

Después mencionó un baile en la colonia  y de sus deseos de asistir acompañada “por un caballero”. Esas fueron las palabras que usó, palabras que a Germán le parecieron anacrónicas, pero que en la boca de ellas sonaban encantadoras.

Fracciones de segundos le alcanzaron a él para hacerse una composición de lugar. Le mujer le gustaba, le gustaba mucho y, además, acababa de aceptar una invitación para salir de noche.  “La mitad del camino está recorrido”, pensó. La única dificultad práctica que se le presentaba, era que debía quedarse el fin de semana. “No será esta la primera ni la última vez que llamo por teléfono a casa para avisar que por razones de trabajo me tengo que quedar unos días más”. Seguramente su mujer protestaría, pero a esos reproches él ya estaba acostumbrado y sabía como manejarlos.

Oscurecía. Le mujer se estremeció y cruzó  los brazos sobre el pecho como para protegerse del frío. Sin pensarlo dos veces, él se sacó su bufanda blanca y se la entregó. No supo muy bien por qué lo hizo o para qué lo hizo, fue como si estuviera cumpliendo con una obligación. Esa bufanda se la había regalado su mujer y algo así como un sentimiento de culpa lo dominó durante un instante. Sólo un instante, porque como ustedes ya habrían advertido, Germán no era un tipo a quine la culpa le hiciera perder el sueño.

Ella recibió la bufanda y sin decir palabra se la puso en el cuello como si fuera una chalina. Él estuvo a punto de hacer algún comentario, pero prefirió no hacerlo, porque descubrió de pronto que el silencio los hacía sentir más próximos, como si no necesitaran de las palabras para saber que estaban  juntos.

El lejano ladrido de un perro rompió el silencio de la noche. Germán pensó que en homenaje a la literatura hubiera sido más poético el aullido de un lobo o el canto de un pájaro. Pero lo que escuchó fue el ladrido de un perro, al que enseguida se sumaron otros ladridos que se perdieron en la noche más allá de los árboles, más allá del río. Ella volvió a estremecerse, como si algo la hubiera asustado. Después, se apoyó en el guardabarros del auto y suspiró hondo, como si le faltara el aire o como si estuviera cansada, muy cansada. Él quiso decir algo, pero antes de que hablara ella lo tomó de la mano y le hizo señas para que lo acompañara. Caminaron callados en dirección al camino principal. Ella se detuvo al lado de un jazminero marchito.

-Es el lugar que más me gusta de la casa –le dijo.

El árbol estaba deteriorado, como si algún ventarrón hubiera sacudido sus flores y sus hojas y retorcido sus ramas. Germán pensó que en ese lugar todo parecía estar deteriorado, todo parecía haberse degradado o corrompido de una manera invisible, lenta pero eficaz. No supo por qué se le ocurrió esa idea, pero recordaba haberla tenido presente cuando la chica se acercó al jazminero y se sentó en un banco que estaba al lado del tronco, casi debajo de las ramas

-Las noches son frías en el campo –dijo

-Son frías y oscuras -pensó Germán.

Ella asintió, como si hubiera leído su pensamiento.

-Una se acostumbra a todo, pero no vaya creer que es fácil.

Germán quiso saber por qué una chica linda y joven vivía en un caserón abandonado en medio del campo, pero ella respondió antes de que él hiciera la pregunta.

-Es por mi madre, pero las ganas de irme son cada vez más grandes, irme para siempre, olvidarme de esta casa, de este lugar, como si nunca hubiera estado acá, como si siempre hubiera estado lejos.

A él nunca le había ocurrido algo parecido. Estar con una mujer que contestara antes de que él hiciera la pregunta, como si adivinara lo que iba a decir. Por su parte, ella hablaba como si estuviera sola, como cuando uno en absoluta soledad expresa en voz alta algo que viene pensando desde hace mucho tiempo.

Germán pensó que cuando una mujer habla así es porque está muy sola o muy triste. Mientras tanto, ella sonreía, era una sonrisa desvaída, como si tuviera miedo de expresarse o como si ese gesto, el gesto de sonreír, le provocara un intenso dolor.

Tipos como Germán necesitan tener la última palabra, sobre todo cuando están con una mujer. Intentó decirle algo, divagar acerca de la soledad del campo y la soledad de la vida, pero le pareció que todo lo que dijera era innecesario, como si ningunas palabra, él que se consideraba el patrón de todas las palabras, pudiera afectar la soledad y el silencio de la chica.

-Es extraño –se dijo- por un lado pareciera que le gusta estar conmigo, que se siente bien a mi lado, pero por el otro percibo que ella está cada vez más lejos, como en esos sueños donde una imagen querida se pierde en la bruma y todos los esfuerzos que se hagan para retenerla son vanos.

Para su sorpresa, descubrió que estaba incómodo, indeciso, como si no supiera qué hacer o qué decir. Pensó que no quedaba otra alternativa que retirarse, volver a la ciudad, tomar distancia de algo que le gustaba, pero no terminaba de entender. Así lo hizo, pero antes de irse ella le recordó que mañana a la noche esperaba su visita.

Germán volvió sobre sus pasos, se sentó a su lado e intentó darle un beso en la boca. Ella lo apartó con delicadeza. “Ahora no”, le dijo. Lo dijo con suavidad, como si estuviera disculpándose. Él no insistió. Fue raro, porque en otras circunstancias lo hubiera hecho, pero ya estaba visto que esa noche era diferente.

Durante un rato los dos se quedaron callados, como si no supieran qué decir o qué hacer. “Mañana te paso a buscar como a esta hora”,  dijo él sin saber si estaba afirmando algo o haciendo una pregunta.

-Te espero- contestó ella, y a él le pareció que ella le rozaba la mano con la suya.

Confundido, Germán caminó hasta el auto, subió, lo puso en marcha y mientras maniobraba para salir del patio en dirección al camino, la vio sentada al lado del jazminero, frágil, casi irreal, el vestido largo, algo anacrónico  la bufanda blanca, su bufanda, en el cuello, protegiéndola del frío, de la soledad, del silencio. Le hizo señas con las luces a modo de saludo, pero ella estaba mirando a otro lado, como si alguien la hubiera llamado desde algún lugar, o como si se hubiera olvidado que acababa de conversar con un hombre y concertar una citar para el otro día.

Germán aprovechó la mañana del sábado para dormir hasta tarde. La noche anterior le había hablado por teléfono a su mujer para informarle acerca de su imprevista demora. Las protestas de ella fueron las de siempre. Germán las escuchó con paciencia y después se despidió con un beso.

A mediodía almorzó en una parrilla de la ruta. Le pareció que lo que estaba haciendo no tenía ni pie ni cabeza. Abandonaba a su mujer y a sus hijos, por una cita con una mujer que a esa altura de los acontecimientos le provocaba más inquietud que placer. En algún momento pensó en suspender la visita y volver a la ciudad. Le pareció lo más sensato y lo más sano, pero acto seguido la pulsión del deseo volvió a dominarlo. La mujer era linda, algo rara, pero linda, y él no era hombre de perderse un bocado así por escrúpulos menores.

Regresó al hotel y durmió la siesta. Después se dio una ducha y se vistió de punta en blanco. Casi a la caída del sol bajó a la sala de recepción del hotel, le pidió al mozo que le sirviera un café y se quedó leyendo los diarios de la tarde, esperando que se hiciera la hora de la cita.

Mientras el auto transitaba por los lugares que ya le resultaban familiares, Germán pensaban en las diversas alternativas que se le ofrecían. El plan de conquista –le decía con frecuencia a los amigos del café- debe estar organizado hasta en los detalles. Seducir a una mujer no es cosa de improvisados. Hay que saber hacerlo, hay que pensar en las palabras justas, en la mirada oportuna, todo debe estar muy bien preparado, incluso, la frase espontánea, la risa imprevista, el gesto afectivo, espontáneo  y sincero.

La noche era fría y luminosa. Desde el auto se distinguía el reflejo de la luna en la copa de los árboles y parecía escucharse el rumor olor del agua de algún arroyo cercano. Seguramente –se dijo- estará la madre. La saludaría con la mejor de sus sonrisas, hablaría con ella para tratar de formalizar algún acuerdo comercial y luego le propondría a la hija ir al baile. La invitación la haría con soltura y respetando todo las convenciones del caso. Probablemente la hija ya le habría comentado a su madre la invitación del viajante de la ciudad, por lo que sólo necesitaba esperar que ella en algún momento se hiciera presente.

Cuando llegó al casco de la estancia, ya era noche cerrada. Estacionó el auto en el patio, en el mismo lugar que la noche anterior. Una mujer anciana, extremadamente delgada, salió a la galería a recibirlo. Germán la saludó como si la conociera de toda la vida. Cuando se lo proponía el granuja era encantador. Intercambiaron algunas palabras amables y enseguida pasaron a la casa. Caminaron por un pasillo iluminado por un triste farolito y entraron a lo que debía ser la sala de recepción. Él tomó asiento en un sillón y ella en una silla de respaldo alto. Conversaron durante un rato de negocios. Germán levantó algunos pedidos y ella firmó unos remitos. Todo estaba saliendo muy bien, pero faltaba lo más importante. Él esperó a que en algún momento la chica se hiciera presente, mas como ello no ocurría, decidió ir derecho al grano y preguntó por ella. No lo hizo de manera directa –jamás se iba permitir una licencia semejante- habló como al pasar de la tarde anterior y de la encantadora jovencita que de  había atendido y a la que ahora, antes de retirarse, quisiera saludar.

Mientras hablaba, notó que el rostro de la anciana empezaba a transformarse. Hasta ese momento había sido una viejita agradable, severa pero amable, mas ahora sus facciones se pusieron tensas y su mirada se endureció. Germán lo primero que pensó es que a la mujer le molestaba que su hija conversara con un forastero probablemente casado, por lo que, para disipar cualquier mal entendido, ponderó la simpatía de la chica, su buena educación y su belleza. Todo esto lo dijo modulando la voz, un recurso infalible aplicado infinitas veces con mujeres mayores.

En un momento la señora se paró. Fue un gesto brusco, como si hubiera tropezado o hubiera sido sacudida por algo. Allí fue cuando Germán advirtió algo que no estaba en su libreto, pero tampoco estaba en el libreto de ella

-¿Usted me acaba de decir que ayer a la tarde estuvo conversando con mi hija?, preguntó la anciana, como si la idea de que ello fuera cierto la horrorizara. Germán allí tuvo la certeza de que algo que escapaba a su comprensión, estaba por pasar. Cuando la mujer insistió con su pregunta, él dijo que sí, que efectivamente había estado conversando con ella, primero en la galería y luego en el patio de la casa.

-¿La puede describir?’

Lo hizo hasta en los detalles. Hablo de sus ojos oscuros, de su sonrisa y de los hoyuelos que se le formaban en las mejillas, del pelo castaño recogido con una trenza, de la sonrisa leve, pero cálida..,

-¿Cómo estaba vestida’

Él empezó a describir el vestido largo, pero no pudo continuar su relato, porque la expresión de la anciana era tan desolada que no le quedó otra alternativa que callarse.

El orden de los acontecimientos que se sucedieron a partir de ese momento, Germán no lo recuerda con exactitud. Hubo un instante en que a la anciana se le llenaron los ojos de lágrimas, después intentó hablar, pero los sonidos era ininteligibles, como si estuviera borracha o hubiera tomado alguna de esas pastillas que tranquilizan hasta a una gata encerrada en una bolsa

Ella luego, le hizo señas con la mano para que la siguiera. Todo sucedía como en un sueño, un sueño gótico poblado de sombras y silencios. El caserón abandonado, los pasillos iluminados por candiles, los salones con sus muebles graves y solemnes como próceres. Cruzaron un patio pequeño, caminaron por una galería, pasaron por un cuarto que alguna vez debió haber sido una biblioteca y entraron en un salón iluminado con candelabros. La enorme mesa de caoba, las sillas agobiadas por los años, los cortinados impasibles y el hogar en el que alguna vez el resplandor del fuego debe de haber iluminado el ambiente.

Precisamente, a la altura del hogar, había un inmenso retrato. La anciana lo tomó de la mano y le dijo que lo mirara. La luz no era buena, pero alcanzaba para distinguir a una mujer sentada en el banco rodeada de flores. Tenía puesto un vestido largo de color claro y el pelo castaño recogido con una trenza. Si, no había dudas, la chica del retrato era la misma mujer que la tarde anterior había estado conversando con él y que al momento de despedirse estaba sentada en ese mismo banco y bajo ese mismo jazmín.

-Esa es mi hija –le dijo la anciana. .

Germán asintió con la cabeza

-Es mi hija -volvió a repetir, como si estuviera hablando consigo mismo.- es mi hija que murió hace exactamente tres años en un accidente de auto. Fue antes de la media noche. Ella iba a un baile en la colonia acompañado de un amigo. No se sabe que pasó, pero el auto salió del camino y chocó contra el ombú que está levantado al lado de la capilla vieja. Los dos murieron en el acto- dijo la anciana. Y están enterrados allí.

Germán la escuchaba y suponía que la pobre mujer estaba delirando. Todos nos resistimos a admitir lo extraordinario. Suponemos que no existe, hasta el momento en que se presenta y entonces no queda otra alternativa que aceptarlo o negarlo, pero sabiendo que cualquiera que fuere la respuesta que demos, siempre nos estamos poniendo a prueba.

Estas consideraciones elaboraba Germán, mientras salía de la casa. Si la anciana pensó que él estaba loco por hablar de una hija muerta hacía tres años, él pensó que ella estaba desquiciada por el dolor. Mientra maniobraba para salir del patio y pasaba al lado del jazminero con sus ramas resecas y el banco desierto, pensaba que la mujer que conversó con él el viernes a la tarde pudo haber sido una vecina, la chica encargada de cuidar la casa, una sobrina….

-Un mal entendido- pensó, mientras regresaba al pueblo. Un mal entendido-.se repetía a cada rato, y lo siguió diciendo hasta que llegó a la bocacalle, al monte de espinillos, a  la capilla vieja y distinguió al ombú y el oscilante resplandor de sus hojas, pero lo que más le llamó la atención no fue ni el monte de espinillos, ni el árbol solitario, ni las ruinas de la capilla, sino la cruz o, para ser más preciso, uno de sus maderos, tal vez el izquierdo, el que apuntaba hacia la capilla y al que los faros del auto al dar la curva iluminaron con particular intensidad, justamente a ese madero en donde lo que  se distinguía como una señal o un recordatorio era algo así como una cinta blanca, una cinta blanca que al acercarse el auto se transformó, esa fue la palabra que usó Germán, en una bufanda blanca, la misma que su mujer le regaló para su cumpleaños y la misma que la noche anterior él le entregó a la muchacha para que se abrigara del frío y que ella, cruzando los brazos, se la puso en el cuello como si fuera una chalina.

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