Jorge Luis Borges

A Jorge Luis Borges lo conocí cuando tenia 18 años. Un veterano militante de la izquierda troskista me regaló «La historia universal de la infamia» y lo primero que leí fue el texto dedicado a Bill The Kid. Todos somos algo prejuiciosos. Y en aquellos años mucho más. Yo necesitaba que alguien de la izquierda me lo presente a Borges, me autorice a leer a Borges sin culpas. Agradecido. Nunca más me separé del Viejo (En aquellos años el Viejo, para los peronistas, era Perón, pero para la pequeña secta de borgianos el Viejo, que entonces tenía la edad que yo tengo ahora, era Borges).
Haber sido de alguna manera contemporáneo de Borges (me llevaba cincuenta años, pero en algún momento fuimos contemporáneos y, además, lo pude conocer e intercambiar con él algunas palabras que seguramente él olvidó, pero yo no) fue una felicidad que me obsequió el calendario. Lo empecé a leer hace medio siglo y no he dejado de leerlo nunca. Como decía él mismo: los buenos lectores somos los que releemos. 
Presento ahora fragmentos de poemas de Borges, fragmentos que elijo atendiendo la arbitrariedad de mi gusto, pero en estos temas puedo permitirme ser algo arbitrario. Estimo con mínimo margen de error que en estos textos está todo Borges: los sueños, los laberintos, los espejos, la luna, los tigres, el asombro y el absurdo, el amor a Buenos Aires, la ponderación del coraje, la imposibilidad más que de amar, de ser amado, la implacable ceguera y la resignación ante la ceguera, la erudición sabiamente elegida. También su destreza con las palabras, el talento para enumerar y establecer los ritmos, la adjetivación iluminadora: «la unánime noche», «el íntimo cuchillo en la garganta»; su don para construir sonetos, para nombrar cosas y hacernos sentir que las nombramos nosotros, para bregar con las palabras cotidianas mechadas sabiamente con citas en inglés, en griego o en latín, la felicidad de sus imágenes: «Al horizonte un alambrado le duele».  «Los mismos callejones de tierras, los mismos huecos, las mismas casas bajas para que un hombre a caballo cobre más importancia». Los ritmos: «Alta en la tarde, altiva y alabada».  
Todos los textos son fragmentos, menos el último, «Límites», un poema que lo aprendí de memoria allá lejos y hace tiempo y que a mis años lo repito como el creyente repite una oración.   

 

 
 
 
 
 
 
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
la tarde entera se había remansado en la plaza,
serena y sazonada
bienhechora y sutil como una lámpara. Clara como una frente,
grave como ademán de hombre enlutado.      
 
Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero,
el sabor de la miel y de la manzana,
el agua en la garganta de la sed,
el peso de un metal en la palma,
la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba,
el olor de la lluvia en Galilea, 
el alto grito de los pájaros.
Conocí también la amargura.
 
 
Las naves de alto bordo, las azules
espadas que partieron de Noruega,
de tu Noruega y depredaron mares
y dejaron al tiempo y a sus días
los epitafios de las piedras rúnicas,
el cristal de un espejo que te aguarda, 
tus ojos que miraban otras cosas.
 
 
Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
y la siesta son otras. También es nuestra suerte
convalecer en un jardín o mirar la luna.
 
 
Famosamente infame
su nombre fue desolación en las casas
idolátrico amor en el gauchaje
y horror del tajo en la garganta.
 
 
Todo se lo robamos
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó su esperanza.
 
 
Todo el jardín es una luz apacible
que ilumina la tarde.
El jardincito es como un día de fiesta
en la pobreza de la tierra.
 
 
Y la ceguera que es penumbra y cárcel
y la vejez, aurora de la muerte, 
y la fama que no merece nadie…
y esa mala costumbre, Buenos Aires.
 
¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!
 
¿Qué habrá sido de aquellos dos muchachos
que hacia mil novecientos veintitantos
buscaban con ingenua fe platónica
por las largas aceras de la noche
del Sur o en la guitarra de Paredes
o en fábulas de esquina y de cuchillo
o en el alba que no ha tocado nadie
la secreta ciudad de Buenos Aires?
 
 
Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
Me engañan y yo debo ser la mentira.
Me incendian y yo debo ser el infierno.
 
 
…Yo sé que alguien, un día,
podrá decirte verdaderamente:
No volverás a ver la clara luna.
Has agotado ya la inalterable
suma de veces que te da el destino.
Inútil abrir todas las ventanas
del mundo. Es tarde. No darás con ella.
 
 
Conocí la memoria, 
esa moneda que no es nunca la misma.
Conocí la esperanza y el temor
esos dos rostros del incierto futuro.
Conocí la vigilia, el suelo, los sueños,
la ignorancia, la carne,
los torpes laberintos de la razón,
la amistad de los hombres,
la misteriosa devoción de los perros.
 
La nieve y la mañana y los muros rojos
pueden ser formas de la dicha,
pero yo vengo de otras ciudades
donde los colores son pálidos,
y en los que una mujer, al caer la tarde,
regará las plantas del patio.
 
 
Nadie podrá olvidar su cortesia;
era la no buscada, la primera
forma de su bondad, la verdadera
cifra de un alma clara como el día.
 
 
Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
un solo hombre valiente,
qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
alguien que se dijo feliz,
qué importa mi perdida generación, 
ese vago espejo, 
si tus libros la justifican.
 
 
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
 
 
Sé todo y puedo todo. Un ominoso
libro no escrito aún me ha revelado
que moriré como los otros mueren
y que, desde la pálida agonía,
ordenaré que mis arqueros lancen
flechas de hierro contra el cielo adverso
y embanderen de negro el firmamento
para que no haya un hombre que no sepa
que los dioses han muerto. Soy los dioses.
 
 
Alta en la tarde, altiva y alabada
cruza el casto jardín y está en la exacta
luz del instante irreversible y puro
que nos da este jardín y la alta imagen
silenciosa…
 
El mar es solitario como un ciego
El mar es un altivo lenguaje que yo no alcanzo a descifrar.
En su hondura el alba es una humilde tapia encalada.
 
¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la de triste horror, esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo
y que no fue?…
Pienso tal vez en esa compañera 
que me esperaba, y que tal vez me espera.
 
 
Vagamente
los he buscado en esta vieja casa
blanca y rectangular, en la frescura
de sus dos galerías, en la sombra
creciente que proyectan los pilares,
en el intemporal grito del pájaro,
en la lluvia que abruma la azotea,
en el crepúsculo de los espejos,
en un reflejo, un eco que fue suyo
y que ahora es mío sin que yo lo sepa.
 
 
Defiéndeme, Señor, del impaciente
apetito de sereno mármol y olvido;
defiéndeme de ser el que ya he sido,
el que ya he sido irreparablemente.
No de la espada o de la roja lanza
defiéndeme, sino de la esperanza.
 
 
En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido Paraíso,
que en los atardeceres no está abierta
a mi paso…
 
 
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
 
 
El rostro que el espejo le devuelve
guarda el aplomo que antes era el suyo.
Envejecemos más que nuestra cara,
piensa, pero ahí están las comisuras,
el bigote ya gris, la hundida boca.
 
 
La luna que es tranquila y clara
y ni siquiera sabe que es la luna;
la arena que es la arena. No habrá una
cosa que sepa que su forma es rara.
Las piezas de marfil son tan ajenas
al abstracto ajedrez como la mano
que las rige…
 
 
Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde de la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
de que hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora
desgarrado y feliz.
 
 
A mí solo me inquietan las sorpresas sencillas.
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
me asombra que del griego la eleática saeta
instantánea no alcance la inalcanzable meta,
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
y que la rosa tenga el olor de la rosa.
 
 
Grato sentir o presentir, rey doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la luna,
que la tarde que miras es la última.
 
 
Me desviaron otros amores 
y la erudición vagabunda
pero no dejé nunca de estar en Francia.
Y estaré en Francia cuando la gran muerte me llame
en un lugar de Buenos Aires.
No diré la tarde y la luna; diré Verlaine.
No diré el amor ni la cosmogonía; diré el nombre de Hugo.
No la amistad, sino Montaigne.
No diré el fuego; diré Juana.
 
 
Un hombre ciego en una casa hueca
fatiga ciertos limitados rumbos
y toca las paredes que se alargan
y el cristal de las puertas interiores
y los ásperos lomos de los libros
vedado a su amor y la apagada
platería que fue de los mayores
y los grifos del agua y las molduras
y unas vagas monedas y la llave.
 
 
La brisa trae corazonada de campo,
dulzuras de las quintas, memorias de los álamos
que harán temblar bajo rigideces de asfalto
la detenida tierra viva
que oprime el peso de las casas.
En vano la furtiva noche felina
inquieta los balcones cerrados
que en la tarde mostraron
la notoria esperanza de las niñas.
Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla se moriría. 
           
 
He querido a una niña altiva y blanca y de una hispánica quietud.
He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada inmortalidad de ponientes.
He paladeado numerosas palabras.
Creo profundamente que eso es todo y ni veré ni ejecutaré cosas nuevas.
 
 
La calle es una herida abierta al cielo…
Al horizonte un alambrado le duele.
El mundo está como inservible y tirado.
En el cielo es de día, pero la noche es traicionera en las zanjas.
Toda la luz está en esas tapias azules y en ese alboroto de chicas.
Ya no sé si es un árbol o es un Dios, ese que asoma por la verja herrumbrada.
 
 
 
Haber visto las cosas que ven los hombres,
la muerte, el torpe amanecer, la llanura
y las delicadas estrellas,
y no haber visto nada o casi nada
sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires
un rostro que no quiere que lo recuerde.
Oh destino de Borges,
tal vez más extraño que el tuyo.
 
 
 
Tienes la inocencia terrible
de la resignación, del amanecer, del conocimiento,
la del espíritu no purificado, borrado
por los días del destino
y que ya blanco de muchas luces, ya nadie,
solo codicia lo presente, lo actual, como los hombres viejos. 
 
 
 
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esa declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
 
 
Todas las cosas la dejaron, menos
una. La generosa cortesía
la acompañó hasta el fin de la jornada,
más allá del delirio y del eclipse,
de un modo casi angélico. De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años, 
fue la sonrisa y es también lo último.
 
 
Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
 
 
Hay entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.
 
 
Un hombre que ha sido desleal 
y con el que fueron desleales
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia
de su propia raíz o de un dios disperso 
 
 
Patria, yo te he sentido en los ruinosos
ocasos de los vastos arrabales
y en esa flor de cardo que el pampero
trae al zaguán y en la paciente lluvia
y en las lentas costumbres de los astros
y en la mano que templa una guitarra
y en al gravitación de la llanura
que desde lejos nuestra sangre siente
como el britano el mar y en los piadosos
símbolos y jarrones de una bóveda
y en el rendido amor de los jazmines.
 
 
Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?
¿Por qué es tan triste madrugar? 
 
 
Hay una línea de Verlaine que no volverás a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay algunos que ya nunca abriré.
este verano cumpliré cincuenta años;
la muerte me desgasta, incesante.

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