Anochece y hace frío. Llueve desde la mañana y es muy probable que siga lloviendo toda la noche. Desde hace un rato estoy con Silvia tomando un café en un bar de bulevar. El marido viajó a Rosario por cuestiones laborables y sus hijos están en Paraná con una tía, porque gracias a una de las habituales huelgas docentes hace tres días que no tienen clases.
Silvia está sola y seguramente quiere hablar conmigo de los temas que quedaron pendientes de la otra tarde. Nos conocemos desde hace muchos años. Estudiamos juntos en la universidad, alguna vez fuimos novios por poco tiempo y después de esas escaramuzas afectivas quedó entre nosotros una de esas amistades perdurables, sinceras y limpias que sólo con las mujeres -con algunas mujeres- es posible mantener.
Silvia no anda bien. Yo lo sé y ella sabe que yo lo sé. Entre nosotros no hacen falta palabras para saber lo que importa, aunque después las palabras llegan, siempre llegan. Por lo pronto, a mi me alcanza con verla caminar para saber que está pasando por una de sus habituales crisis. En tiempos normales es animosa, segura, alegre, pero cuando entra en crisis se pone triste, los ojos se le humedecen, fuma más que de costumbre y por cualquier cosa se pone a llorar.
Silvia no anda bien. ¿Qué le pasa? Es lo que trata de decirme y yo trato de entender. No anda bien, y lo peor del caso es que, como lo repite una y otra vez, no tiene motivos para quejarse. El marido es un flor de tipo que la quiere, la respeta y le da toda la libertad que ella exige; los hijos, los dos chicos, son encantadores y su situación económica es buena y hasta podría decirse, muy buena.
Silvia es licenciada en Letras y hace lo que le gusta: investiga, lee y escribe. Sin embargo, se siente mal y con la única persona que puede hablar de estas cosas es conmigo. Yo no le voy a dar ni recetas ni consejos, pero la voy a escuchar y ella desde hace años ha decidido que nadie sabe escuchar mejor que yo. Es su opinión, que no es casualmente, la opinión de mi mujer.
“Todo se inició de golpe, una mañana. Estaba es casa escuchando música y leyendo a Hermann Hesse, cuando de pronto empezó esa sensación de vacío, de dolor, de tristeza, que no sé de dónde sale. La música era suave, acogedora y recordaba crepúsculos perdidos; Hesse me hablaba de sus largas caminatas por una ciudad, de sus meditaciones y de un amor perdido en un pueblito de la montaña…”
-¿Y entonces?, pregunto
-No sé lo que me pasó, pero de pronto pensé que para mí esos atardeceres, esas caminatas, habían terminado para siempre…que todo aquello que en su momento me hizo feliz, había terminado para siempre, que en la vida todo en algún momento termina para siempre”.
Prende un cigarrillo, le da una pitada larga y lo apoya en el cenicero. Después se acomoda el pelo y se queda mirando la calle, la vereda barrida por el viento y la llovizna, los reflejos opacos de la luz en el asfalto, la sombra despojada de los árboles.
-A todos nos pasan cosas parecidas -le digo.
-Saberlo, no me sirve de nada.
– Sin embargo, alguna vez me contaste que refugiarte en el pasado era la única esperanza que tenías.
-Son cosas que se dicen, cosas que uno en cierto momento le parecen que son ciertas…
-Yo no subestimaría al pasado, es lo más seguro que tenemos.
-No me gusta atarme al pasado; me hace mal, me parece anacrónico, decadente…y sin embargo, el pasado se apodera de mi y no me suelta.
-A mí no me pone mal el pasado, mi pasado. Además en ciertos momentos me parece tan incierto como el futuro, lo cual no deja de otorgarle una perspectiva interesante.
-A mí tampoco me ponía mal, pero esa mañana no sé lo que me pasó. Empecé a pensar en mi marido, en los chicos maravillosos que tenemos, en nuestras vidas tranquilas, previsibles…y esa misma paz, esos recuerdos de momentos serenos al lado de personas queridas, me hizo sentir mal…fue como saber que estábamos envejeciendo, que este presente por el que tanto luché, eses presente hecho de cosas cómodas, satisfactorias que en otro tiempo me había dado felicidad, ahora me provocaba tristeza.
-¿Algún problema con tu marido?
No sé por que hago esas preguntas tontas, pero daría la impresión de que en circunstancias como estas suelen ser inevitables. La respuesta de Silvia debería haberla sabido de memoria.
-Ése es el problema –responde- que con mi marido no tenemos ningún problema. Todo anda bien, tan bien que no hay motivos ni siquiera para enojarse, para descargarse con alguna pelea menor. Trabajamos en lo que nos gusta, ganamos muy bien, nos vamos de vacaciones dos veces al año, tres o cuatro veces al mes recibimos visitas en casa o visitamos a matrimonios amigos bastante parecidos a nosotros; al cine, al teatro o a algún concierto vamos por lo menos una vez a la semana, los chicos andan muy bien en la escuela y no tienen más problemas que los que tiene cualquier chico de su edad y condición social.
-¿Hacen el amor?
-Hacemos el amor -me contesta con voz firme. Y le creo.
Callamos. Alguien la llama por teléfono y yo le hago señas al mozo para que sirva otra vuelta de café. Por lo que alcanzo a escuchar debe de estar hablando con una compañera de trabajo. Cuando el mozo sirve el café corta y me mira como si esperara que le dijera algo importante.
-No quiero hacerte un chantaje emocional -le advierto- pero me parece que te estás dando algunos lujos un tanto excesivos. Vivimos en una ciudad con más de cien mil personas alojadas en villas miserias que transforman a la caseta de tu perro en una vivienda confortable, una ciudad con casi la mitad de sus habitantes por debajo de la línea de la pobreza, matrimonios que nos saben si van a tener algo de comida para darle a los hijos esta noche, hombres duros y fuertes que lloran porque no le pueden pagar los estudios a sus hijos, hay mujeres de tu edad y mucho más chicas que están paradas en las esquinas ejerciendo la prostitución a cambio de unos pesos miserables.
Me escucha e intenta sonreír, pero la sonrisa no le sale. Está por decirme algo, pero noto que ha cambiado de idea y dice otra cosa.
-No me contestaste -le digo
-Vos sabés muy bien que no soy una tilinga. Que me importa y me duele la miseria del mundo, de mi ciudad, de mi gente, pero yo lo mismo estoy triste, estoy triste a pesar de que estoy enamorada de mi marido, a pesar de mis hijos maravillosos, a pesar de todo. Y si por una proeza de la naturaleza, de Dios o de la historia, mañana todo el mundo fuera feliz, yo lo mismo seguiría triste…no puedo impedirlo.
-Te entiendo, pero es mi obligación recordarte lo que está pasando a tu alrededor. Asiente con la cabeza y se vuelva quedar pensativa. Al rato veo que unas lágrimas asoman en sus ojos. La expresión no ha cambiado, no hay ni sollozos ni quejas, simplemente esas lágrimas silenciosas que le mojan las mejillas.
-Si por lo menos pudiera rezar -dice y deja que la vista se pierda más allá de la ventana, más allá de la vereda y los árboles, más allá de la calle.
–Si te hace bien.
Mueve apenas la cabeza en signo negativo y sigue mirando la calle. Saco el pañuelo y se lo ofrezco para que se seque las lágrimas. Lo toma y después sonríe. Es una sonrisa leve, intima, lejana.
-Si por lo menos pudiera rezar -repite.