Diálogos

Enrique: ¿Te puedo hacer una pregunta, tío?

Nicolás: Si te digo que no, la vas a hacer lo mismo. Así que preguntá nomás.

E: ¿Y me vas a responder en serio?

N: Responder te voy a responder, pero no estoy tan seguro de que sea en serio.

E: Entonces no tiene mucho sentido que pregunte.

N: Eso lo decidirás vos, sobrino. Me pedís que te responda en serio y la primera lección que te puedo dar es que las respuestas nunca están obligadas a ser serias. Agrego algo más: las respuestas serias pueden ser correctas, pero adolecen de la virtud más distinguida: no son interesantes

E: Pero en mi caso yo necesito una respuesta seria, porque quiero conocer la verdad, por lo menos tú verdad.

N: La verdad muchas veces tiene poco y nada que ver con la seriedad. Una verdad que ríe a veces vale más que una verdad seria. Y ya que estamos en tema, te voy a decir una cosa y no te la voy a repetir: en la vida muchas veces no interesa la verdad sino lo que la gente percibe como verdad. Me vas a decir que estamos obligados a buscar la verdad y yo te respondo que más o menos, que muchas veces a los hombres no nos fue bien por insistir en ese afán de buscar la verdad; pero dejemos de irnos por las ramas y venga la pregunta.

E: Muy sencilla: ¿Qué es y para qué sirve la política?

N: ¿Y se puede saber por qué se te ocurre hacerme semejante pregunta?

E: No lo sé: se me ocurrió el otro día. Mamá me contó que durante años te dedicaste a la política, y que cuando te juntás con tus amigos a comer un asado o a tomar un café no hablan de otra cosa.

-¿Y eso la autoriza a tu madre a decir que yo sé de política.

-Parece que sí. ¿Vos creés que está equivocada?

-Peor que equivocada, está confundida. Ella supone que mi interés por la política me habilita a saber de ese tema. Y a decir verdad, no se equivoca, es probable que después de tantos años de estar metido en lo mismo yo sepa mucho de política o por lo menos más que muchos, pero hay un problema que te lo debo decir: lo más importante en política, lo más importante para un político que merezca ese nombre, no se aprende.

-Disculpame, pero no te entiendo.

-Yo a veces tampoco me entiendo, pero es así. Si algo te puedo decir de la política es que hay un componente de misterio que no puede ser enseñado.

-Lo que decís me suena a irracional.

-¡Qué le vamos a hacer sobrino! A mí lo irracional no me gusta del todo, pero que no me guste no quiere decir que no exista. Además, ese toque de irracionalidad es lo que hace de la política algo digno de ser vivido. Si la política fuera racional, Shakespeare se hubiera quedado sin trabajo, Maquiavelo no hubiese sabido de qué escribir y Weber se hubiera hecho marxista. Un político, un jefe de estado, un estadista sabe muy bien, lo sabe de una manera íntima y eficaz, que hay algo en la política que no tiene que ver con  la ciencia y con la racionalidad, algo que se llama azar o para ser más precisos lo llamaría fortuna y ocasión. Sin un toque de suerte y un olfato especial para percibir la ocasión no hay político que valga. Esto es lo que hace de la política algo apasionante, un arte tan exigente y misterioso como la pintura, la poesía o la música.

-Es tu opinión, tío. En mi caso, y en el de mis amigos, la política no nos interesa mucho, es más, a la mayoría no le interesa nada.

-A lo mejor tus amigos tengan razón; o a lo mejor se están perdiendo algo importante…no lo sé…lo que sí te puedo asegurar es que en mi generación nada despertó tantas pasiones como la política. No sé si fue una virtud o un vicio, pero lo cierto es que más de uno de nosotros llevaba el veneno de la política en la sangre…yo todavía no me pude curar.

-No es mi caso.

-Pero es el mío. Y no desesperés, que todavía estás a tiempo de enfermarte.

-Con más razón quiero saber qué es la política, para qué sirve.

-No te voy a  dar una definición, sería muy cómodo, pero muy insatisfactorio. Lo que te puedo decir es que para nosotros con la política nos pasaba lo mismo que con las mujeres: no podíamos vivir con ellas ni sin ellas. Y como las mujeres, nada me produjo tanto placer y tanto dolor. Puedo decirte muchas cosas más, citarte muchos autores, pero me resulta muy difícil poder transmitirte esa pasión que nos dominaba.

-¿La política es una pasión?

-Para muchos de nosotros sí; para otros tal vez sea una especulación  o un negocio. No me acuerdo quién dijo que la política es la acción pública de pasiones privadas. Esas pasiones incluyen el amor, el odio, el deseo, la angustia, el placer.

-Como en el sexo.

-Muy bien sobrino, como en el sexo. No hay política sin un componente erótico.

-Por eso se dice que a los políticos le gustan las mujeres.

-Equivocado. A un político de raza la única pasión a la que se rinde es la del poder.

-Decías que la política se la puede vivir como una pasión, un interés, una especulación…

-Y muchas cosas más y muchas cosas menos.

-O sea que hay muchas maneras de definir la política.

-De definirla no; lo que hay son muchas maneras de relacionarse con la política. En mi generación…

-Me estás hablando de cuando eras joven…

-Claro sobrino, toda generación está integrada por jóvenes; no hay generación con viejos.

-¿Y eso qué tiene que ver con la política?

-Poco y mucho. Toda generación se define por sus posiciones políticas, no es lo único pero sin posiciones políticas no hay generación. Una generación es una manera de relacionar la edad con el saber, de impugnar el pasado y preparar el futuro; por supuesto, sus integrantes son intelectuales, universitarios, artistas. Los obreros, los pobres, no tienen generación, sus preocupaciones y, sobre todo, sus necesidades son otras. Una generación pretende cambiar el mundo, que no te parezca poco.

– ¿Por qué tenían tanto entusiasmo por cambiar el mundo?

-Porque el que conocíamos no nos gustaba o creíamos que no nos gustaba. La política entonces era algo así como un acto de redención, una causa que comprometía la vida.

-¿Y ahora seguís pensando lo mismo?

-Por supuesto que no.

-Te hiciste más viejo y más conservador.

-Lo seguro es que me hice más viejo, pero en lugar de conservador yo te diría en voz baja para que no lo tomés como una pedantería, que me hice más sabio. Antes creía que el mundo era algo así como una película que se iniciaba cuando uno entraba a la sala. Ahora sé que el mundo era demasiado viejo cuando yo era joven.

-Tus palabras me suenen pedantes, tío. Pedantes y antiguas, propias de un viejo que cree que está de vuelta de todo.  Los jóvenes somos rebeldes y tenemos derecho a impugnar el mundo que heredamos.

-Por lo pronto, sobrino, vos muy rebelde que digamos no sos. De todos modos, no me opongo a que los jóvenes sean rebeldes, como no me opongo a que una persona tenga el derecho a equivocarse. Como le gustaba decir a Gardel, hace rato que renuncié a avivar giles, el que quiera morir otario que muera. Lo que yo no voy a hacer es adular a la juventud o creer que porque son biológicamente jóvenes tienen la verdad o que haya que soportarle con una sonrisa obsequiosa todos los disparates que digan y hagan. La otra vez un amigo en el café me dijo que me acuerde cuando yo era joven. Y le contesté que claro que me acuerdo, como me acuerdo muy bien de los mayores que en lugar de adularnos nos criticaban. Pues bien, sobrino, yo a esta altura del partido con los jóvenes no tengo complejos de inferioridad; no les voy a dar la razón porque son pibes, porque pensándolo bien comportándome de ese modo los respeto mucho más que aquellos que le chupan las medias o, lo que es peor, suponen que plegándose a la ola juvenil se aseguran la juventud eterna. Te agrego otra cosa. No todos los jóvenes de mi tiempo pensábamos lo mismo. Algunos éramos más ruidosos o más entretenidos que otros, pero las diferencias siempre estuvieron. Estaban los que  querían cambiar el mundo, los querían conservarlo y los que se quedaban a mitad del camino. En esa suma de contradicciones estaba la gracia. Yo como muchos, alguna vez quisimos cambiar al mundo, y después advertimos que era más aconsejable conservarlo, aunque, finalmente, tarde, nos dimos cuenta de que tan importante como cambiarlo o conservarlo era entenderlo, pero eso vino mucho después, con los desencantos, los fracasos, las derrotas, es decir, cuando ya era tarde para todo. Precisamente lo que hace interesante a la política es esa suma de paradojas entre la decisión de cambiar el mundo o de conservarlo, de tratar de entenderlo y, al mismo tiempo, saber que nunca hay seguridades, que por más certezas que defendamos siempre está presente la posibilidad de equivocarse, que a la hora de tomar una decisión debemos admitir que lo hacemos sobre la base de un conocimiento incompleto. Mirá que raro, la política exige tomar decisiones y convencer a la sociedad de que esas decisiones son las mejores, pero al mismo tiempo un político responsable -y aunque  no lo creas, los hay- sabe o presiente que la única seguridad que posee es su fe. Son esas paradojas las que hacen de la política una actividad noble, digna de ser vivida.

-Lo que menos veo en la política es nobleza. Se miente, se engaña, se roba y hasta se mata en nombre de ella. De los políticos ni te cuento, le creo más al viejo de la bolsa que a ellos.

-No hay que exagerar, pero algo de razón tenés, no mucha, algo. Los políticos no son mejores ni peores que el vecino de la otra cuadra; lo que pasa es que están más expuestos que otros y la mercadería que trafican es explosiva, se llama poder y al que lo toca lo marca para siempre. Pero regresemos a la política. Que la política sea una actividad noble no quiere decir que sea justa, bondadosa, tierna o practicada por angelitos. La política pone en juego el poder y todo lo que ello conlleva; la política permite distinguir quién manda y quién obedece y, sobre todo, plantear el misterio decisivo de la política a lo largo de los siglos: ¿Por qué se obedece? ¿Por qué una minoría siempre se las arregla para lograr la obediencia de una mayoría?

-Tal vez por miedo.

-Seguro, el miedo hasta el día de hoy es decisivo a la hora de pensar el poder. Antes  los hombres le tenían miedo a la lluvia, al trueno; después le tuvieron miedo al hambre, a las guerras; hoy le tienen miedo a la inflación, a la pobreza; mañana le tendremos miedo a los robot o a los marcianos, pero ese miedo social existirá siempre y mientras exista la política siempre estará presente, como está presente la ausencia o la presencia de Dios.

-¿Y el miedo qué tiene que ver con la política?

-Todo. El poder inspira miedo, y ese miedo ayuda a gobernar.

-¿Solamente el miedo?

-No es lo único, pero sin el miedo no hay política posible. Pero tampoco hay política sin esperanza, sin la moderada certeza de que es posible, a veces contra toda evidencia, una sociedad más justa o más humana  Te voy a  confesar una cosa: si los hombres fueran buenos todas las horas de todos los días de todos los años, la política no sería necesaria, pero como los hombres no son buenos, la política se hace necesaria.

-Esto quiere decir, entonces, que la política puede redimir a los hombres.

No entendiste nada sobrino. La política no redime a nadie, la redención es tarea de las iglesias y tengo mis serias dudas de que logren sus objetivos. Desconfíale a los que ven en la política un acto de redención; decile que se hagan pastores, curas, rabinos o que se dediquen a otra cosa.

– Sin  embargo, vos decías hace un rato que hubo gente decidida a morir por sus ideales políticos.

-Es verdad, pero lo siento mucho por ellos. Un poeta de izquierda, Roque Dalton, sostenía que la única manera de concebir a la política como un acto liberador era jugándose la vida. No terminó bien. Sus compañeros lo acusaron de traidor y lo fusilaron. No, no creo que el objetivo de la política sea morir; en todo caso debería ser vivir, que la acción política nos permita vivir a todos de la mejor manera posible.

-¿Y el Che Guevara?

-Bien y gracias. No nos vamos a enredar en una discusión acerca del guerrillero heroico que fue a morir a Bolivia. Lo que digo, sencillamente, es que al Che Guevara nunca le interesó la política; su pulsión era otra.

-¿Se puede reducir la actividad del Che a una cuestión psicológica al estilo del aventurero, del marginal, de la pulsión de muerte?

-A ninguna persona se la puede reducir a una exclusiva variante, pero el Che sin el componente psicológico es incomprensible. Podés decirle aventurero, héroe, profeta armado, pero yo no lo calificaría de político, por más que la política estuvo presente en su vida, incluso a pesar de él. El Che creía en la lucha armada, en el odio creador, en los antagonismos irreductibles, en matar o morir. La política es lo opuesto a todo eso. Creo que sin saberlo, el Che se fue primero a África y después a Bolivia porque de alguna manera sintió que en esos parajes desolados, salvajes y bárbaros, en esas soledades asfixiantes todo era más claro, el amigo era amigo y el enemigo, enemigo.

-¿Ante una dictadura o un régimen de ocupación, no es justo arriesgar la vida?

-Puede que sí, pero  esa situación indeseable y excepcional no autoriza a construir una  suerte de ideología de la muerte en la que ya no se trata de morir por una causa noble sino sencillamente de morir. La práctica del Che no solo no era política sino que me atrevo a decir que no tenía nada que ver con  el marxismo. El Che se pensaba algo así como un caballero medieval, más preocupado por una muerte honorable  en el campo de batalla que de liberar a los pueblos. Lenín por ejemplo, no pensaba así; cuando llega a Rusia y están a punto de detenerlo, algunos amigos le aconsejan que dé la cara, que enfrente a la policía. No les llevó el apunte. Era un marxista racional no un caballero en el campo de honor. Su coraje, su valentía era de otro tipo-

-¿Y qué es lo específico de la política?

– Qué gusto, sobrino, por hacer preguntas abstractas. Ojalá que con los años la abstracción ceda lugar a la claridad. Pero vayamos despacio, siempre es más seguro y consistente. ¿Lo específico de la política? Que la política pone en evidencia algunas realidades desagradables de los hombres, realidades que no pertenecen a Dios ni a la naturaleza porque, para bien o para mal, nosotros las hemos creado.  El mundo no es la leyenda edulcorada de los cuentos infantiles o los relatos piadosos de algún catecismo. En el mundo hay intereses, odios, traiciones y lo que la política se propone en principio es saber qué hacemos con todo eso.

-Me resisto a creer que los hombres somos monstruos.

-No exageremos. Los hombres somos capaces de amar, de ser generosos, de jugarnos la vida por una causa noble, pero también somos capaces de practicar los actos más viles. Y lo que la política se propone  es meter las manos en ese basura. Es el punto de partida. Después podés elegir ser de derecha o de izquierda, liberal o conservador, monárquico o republicano, pero antes de todo eso, tenés que saber que la política tiene sus reglas, sus códigos, que se los deben conocer para después, llegado el caso, traicionarlos o burlarlos. Es más, las pulseadas políticas las suele ganar el que respeta las reglas hasta el penúltimo minuto, pero en algún momento las traiciona.

-¿Siempre es necesario traicionar?

-No siempre, pero tampoco es necesario ser siempre leal.

-¿Y la moral, las convicciones?

-A la moral se la vamos a dejar a los curas y en lugar de convicciones te sugeriría que tengas ideas, ideas de lo que querés hacer, ideas sobre lo que deseas para tu patria.

-Eso es un principio moral.

No lo sé. Quiero que me entiendas para que después no la asustes a tu madre con  las cosas que te dijo tu tío. La moral existe, pero nadie hasta la fecha ha podido probar cuál es su relación con  la política. Precisamente, la política adquiere identidad propia en el momento en que se independiza de la moral y de las enseñanzas religiosas. Eso fue lo hizo un señor llamado Maquiavelo. Y porque lo dijo de manera descarnada las almas bellas de entonces no se lo perdonaron.

-De Maquiavelo lo único que sé es que era un tipo jodido.

– Eso seguro que te lo dijo el curita de la escuela donde te mandaba tu madre. Equivocado. Como se dice ahora, Maquiavelo tenía mala prensa, pero los biógrafos aseguran que era un buen padre de familia, un buen marido que, eso sí,  de vez en cuando guampeaba a su esposa, nada del otro mundo en aquellos años. Además, era un buen amigo, un tipo que le gustaba juntarse con los paisanos en algún bodegón de la aldea a jugar a las cartas y tomarse unos buenos vinos. Por si esto fuera poco, el hombre era un funcionario confiable de la diplomacia florentina, por lo menos lo fue durante un tiempo, porque también él cayó en desagracia y padeció cárcel y tormentos. No, sobrino, Maquiavelo era un tipo interesante, un tipo que a vos y a mí nos hubiera gustado tenerlo de amigo porque era inteligente, pícaro y respetuoso, tres virtudes difíciles de conjugar en una sola persona. El problema de Maquiavelo es que se le ocurrió decir en voz alta o escribir con muy buen estilo lo que todos los hombres del poder hacían pero nadie admitía. Cuando Enriqe de Borbón decide hacerse católico para ser coronado rey de Francia y dice “París bien vale una misa”, está aplicando al pie de la letra las enseñanzas de Maquiavelo. Al escribir “El príncipe” Maquiavelo de alguna manera hizo lo mismo que el chico que en medio de la corte, de la ceremonia y el boato, dijo en voz alta que el rey estaba desnudo.  Maquiavelo desnudó los enjuagues del poder, las maniobras que se perpetraban, pero no conforme con eso sostuvo que aunque nos resulte desagradable, a la hora de practicar la política no queda otra alternativa que recurrir a esos métodos. Maquiavelo habla de la razón de estado, el argumento y el justificativo del poder para mantenerse.

-Por lo que me decís, “El príncipe” es un manual de truhanerías y canalladas.

-Es algo más que eso. Maquiavelo tiene objetivos políticos, la unidad de Italia. “Amo a mi nación más de lo que amo a mi salvación eterna”, le gustaba decir. Creía, como lo creyeron los grandes estadistas, que la política es lo primero, porque se confunde con el destino de la nación. Te recomiendo que leas “El príncipe”, un libro que fascinó y sigue fascinando a los grandes políticos de todos los tiempos: y te recomiendo que leas su obra de teatro “La mandrágora” porque allí el hombre despliega las estrategias del poder pero en el campo amoroso.

-Me decís que la política es el acto de conquista y mantenimiento del poder, cuando yo creía que la preocupación de la política es la libertad de los hombres, la libertad y la justicia entre los hombres?

-También es eso y en ese punto reside la dificultad para entenderla.  Aspiración de libertad, la política es al mismo tiempo, dominio, control y miedo. La política existe porque los hombres en algún momento descubrieron que la convivencia entre ellos dependía de ellos mismos, y no de Dios, del señor o de la naturaleza. A ver si se entiende. Los hombres en algún momento decidimos que podemos decidir. No es moco de pavo. Llegar a esa conclusión no fue fácil, esto que ahora nos parece obvio costó sangre, muerte y dolor. El mundo que vivimos no es un Paraíso, pero tampoco es el infierno, aunque hay buenos motivos para pensar que a veces estamos más cerca del infierno que del Paraíso. En este mundo pasan cosas, cosas buenas y malas, tragedias y comedias, sufrimientos y alegrías…pues bien, la política se desenvuelve orientada por todas estas pasiones. Si esto es así, está claro que si la política remite al poder, la dominación, la violencia, su moralidad es relativa y los hombres que la practican están muy lejos de ser santos s control

-¿Y cómo se combate la mala política?

-Me gustaría decirte que con la buena política, pero ocurre que no es fácil ponerse de acuerdo sobre lo que es  la buena y la mala política.

-A mí lo que es bueno y malo me parece evidente.

-Cuando yo tenía tu edad pensaba lo mismo; ahora no estoy tan seguro, pero por lo pronto la palabra evidencia se la dejo a los religiosos.

– Ahora entiendo por qué la política para muchos es mala palabra: si todo está permitido no hay límites que valgan.

-Otra vez equivocado. Dostoievsky, si no me falla la memoria, fue quine dijo que si Dios no existía todo estaba permitido. Yo, citando a otro conocido, podría decirte al revés: si Dios existe está todo permitido, como lo prueban las salvajadas que se cometen en nombre de Dios, pero para no complicarnos la vida con esas payadas religiosas, lo que te digo es que la política precisamente lo que se propone es ponerle límites a las pasiones de los hombres. Dicen que el Diablo inventó el poder y Dios creó la política para ponerle límite al poder.

-¿Pero no es que la política se propone conquistar y siostener el poder?

-Es así.

-Pero entonces es contradictorio.

-Claro que lo es, sobrino. En esto temas hay acostumbrarse a caminar y masticar chíclets al mismo tiempo. Se puede hacer, pero hay que saber hacerlo.

-O sea que al poder se lo combate con poder.

-Ahora empezamos a entedernos: al poder selo combate con poder. Ése es el gran desafío de la humanidad: cómo ponerle límites a estos bichitos ávidos de amor, poder y odio que somos nosotros. Fijate una cosa: los hombres tenemos un límite para comer, para hacer el amor, para los esfuerzos físicos en general. El cuerpo mismo nos pone esos límites que no podemos transgredir, pero los límites físicos que tiene nuestro cuerpo no los tiene nuestra imaginación, fantasía, inteligencia o como lo quieras llamar. Somos insaciables y, por lo tanto, si no establecemos reglas lo que se impone es la ley de la selva. Te recomiendo otro libro muchacho: “El señor de las moscas” de Samuel Golding, una novela que en su momento se llevó al cine. Se trata de estudiantes de un distinguido colegio británico que viajan a EEUU creo que de vacaciones. El avión cae sobre una isla, los pilotos se mueren y los chicos deben proponerse sobrevivir en ese lugar. Pronto aparecen las diputas entre los más fuertes y luego entre los más fuertes y los más débiles. Cuando llega un barco a rescatarlos están al borde la guerra civil: se persiguen, se castigan, se matan, se humillan y los líderes con  los rostros pintarrajeados y rodeados de rituales, son implacables, feroces.  ¡Qué pasó para que elegantes adolescentes y modositos británicos se transformen en fieras despiadadas? No hay una sola respuesta a esta pregunta, pero lo que a nosotros nos importa es observar cómo la pulsión del poder, el dominio y la muerte está en todos lados, incluso en una isla perdida y con encantadores jóvenes británicos criados en las mejores familias

-O sea que no solo no se puede vivir sin hacer política, sino que además es necesaria

-Por lo menos en el mundo que vivimos. Aristóteles alguna vez dijo que el hombre era un animal político, afirmación interesante dicha por un filósofo respetable, motivo por el cual hay que contextualizarla, ya que atendiendo a algunos políticos de los tiempos que corren, uno estaría tentado a suscribir la sentencia de Aristóteles y no por razones filosóficas precisamente.

– Todo muy lindo tío, pero te repito que conozco un montón de personas que no quieren saber nada con la política.

-Que se jodan. Muchos de esos apolíticos creen que con su actitud descubrieron la pólvora cuando en realidad no son más que preservativos de los malos políticos. Y ellos se creen unos vivos bárbaros. Conozco muchos de esos apolíticos que después se transforman en felpudos del político de turno, a veces por un puesto, un favorcito o, simplemente, por una sonrisa y una palmada en la espalda. No me acuerdo quién dijo que los malos políticos están porque la gente buena decidió dedicarse a otra cosa. Cada uno puede tener muy buenas razones para apartarse de la política, pero los que así actúan deberían saber que en nombre del rechazo a la política, terminan jugando de comodines de lo que dicen rechazar. Es que guste o no, no hay manera de eludir el desafío de la política, el difícil desafío de la política; mientras haya sociedad, mientras haya gente con expectativas parecidas y diferentes, va a haber política. La podés tomar o dejar, pero ella va a estar siempre allí como el calor o el frío, la alegría o la tristeza, el dolor y el placer. La política no es lo mismo que la democracia, pero en los tiempos modernos no hay política sin democracia. Es más, la política existió antes que la democracia y si algún a vez la democracia es superada, la política seguirá existiendo, porque siempre existirá la necesidad de poner orden a la discordia, la necesidad de imaginar y poner en práctica un orden social más justo o más libre. Y siempre habrá hombres decididos a acometer esas empresas en nombre de la generosidad, el egoísmo o en nombre de la sed de poder. Para que no haya política debería haber un déspota al que todos obedezcamos por terror o por indiferencia. Y así y todo la política por algún lado se colaría, sería la política de la resistencia, de la revolución, del cambio, pero de alguna manera siempre  se las arregla para regresar. Claro, existe otra posibilidad para negar a la política: que el mundo se transforme en un territorio de angelitos y entonces tampoco habría política, porque sin las pasiones y sin los vicios que nos distinguen como hombres no es necesaria la política, pero como convendrás conmigo, ese tipo de sociedad no existe, no creo que exista y hasta creo que es mejor que no exista; prefiero un mundo imperfecto a un mundo puro. A esta altura del partido no tengo dudas al respecto.  No tengo nada contra el Paraíso, pero en el cielo o en algún otro lugar lejano. En el siglo veinte algunos caballeros intentaron programar la perfección: los nazis y los comunistas. El balance fue de alrededor de ciento cincuenta millones de muertos. Desconfíale sobrino a los que intenten venderte el Paraíso en la tierra. Son farsantes, embaucadores, pero por sobre todas las cosas, son peligrosos, muy peligrosos. Desconfíale a los gobiernos que prometan la felicidad.

-¿Por qué les voy a desconfiar? Si yo estoy de acuerdo en que seamos todos felices.

-Porque la felicidad es cosa de cada uno de nosotros y no tiene nada que ver con la política cuyo objetivo máximo es establecer el orden en la confusión, un orden humano, imperfecto, pero orden al fin. Lo demás, depende de vos, es cosa tuya y ninguna política en nombre de las intenciones más puras puede venir a decirte lo que hay que hacer para ser feliz.

-Sin embargo, la Constitución de Estados Unidos habla de la felicidad.

-Dime lo que hablas y te diré lo que te falta. Pero bueno, los yanquis escribieron eso hace más de doscientos años; hoy hemos aprendido que cuando un  gobierno promete la felicidad nos está manipulando.

-Dejemos de lado la felicidad y hablemos de la libertad. Yo creo que hay que esa virtud no tiene nada que ver con la política; es más, creo que para ser libre es necesario abrirse de la política.

-Empecemos por el principio, como decía mi compadre. La libertad es una categoría política. No hay libertad al margen de la política. La otra posibilidad es irte a vivir solo a una isla como el muchacho de la novela. Y allí tampoco vas a ser libre, porque serás prisionero de la naturaleza, de las tempestades y las sequías, de las alimañas y las fieras. No hay libertad, sobrino, al margen de la sociedad. Somos libres con relación a los otros y la calidad de esa libertad depende siempre de la política, de la forma de convivencia que nos demos, de los valores colectivos que seamos capaces de construir y para eso es necesario meterse en el barro de la política. Lo siento por vos, pero no vas a ser más libre porque seas apolítico. La libertad es el gran objetivo de la política, la libertad del hombre y de los hombres. Ya sé que en su nombre se han hecho muchas canalladas y que nunca faltan los cínicos que consideran que la libertad es innecesaria, un engaño, algo que no es importante, porque mucho más valioso es la igualdad, por ejemplo.

-¿Y no es así?

No, no es así. La igualdad es una consecuencia de la libertad y no a la inversa. El que te diga lo contrario es un demagogo o un aspirante a dictador. La libertad, dijo algún a vez un señor muy español y muy inteligente que se llamó Manuel Azaña, no se sabe si hace más felices a los hombres, pero los hace más hombres.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Que nos abre otros horizontes, que pone en juego todas nuestras posibilidades, que no nos asegura la felicidad pero nos deja abierta la posibilidad de luchar por ella,  aunque en el camino lo que descubramos sea la condición dramática o trágica de los hombres. Ahora bien, dicho esto agrego que siempre es necesario dejar abierto el debate acerca de lo que es la libertad. Entendelo de una buena vez: somos libres pero no tanto. Nadie te consultó a  vos para decidir el día y el lugar donde nacer; somos libres dentro de una red de intereses, tradiciones y compromisos.  El margen que tenemos para ser libres es chico y a veces es muy chico. Por el contrario, el margen para equivocarnos es grande, así que por lo tanto estamos obligados a usar nuestra inteligencia y sensibilidad para tratar de ampliar la cuota de libertad que nos tocó o que estamos dispuestos a merecernos. Es una batalla que hay que dar, pero desde ya te aconsejo no ser demasiado optimista. Un señor llamado Antonio Gramsci decía: “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. Me temo que lo decía por otros motivos de los que estamos hablando ahora, pero vale lo mismo: optimista o pesimista, la inteligencia es el único don que disponemos para ser libres hasta donde es posible ser libres en este valle de lágrimas. Ahora bien, si por libertad se entiende hacer lo que se nos da la gana, te diría que los más libres en el mundo son los déspotas. Y hasta por ahí nomás, porque ellos también son prisioneros de sus miedos, sus ambiciones, sus impotencias.

-Hablabas del optimismo de la voluntad.

-No lo dije yo, lo dijo Gramsci, un señor que Mussolini mandó a la cárcel porque, según sus palabras, había que impedir que el cerebro más poderoso de Italia siga pensando.

-¿Y siguió pensando?

-Más que antes; desde el punto de vista de la creación, Gramsci nunca fue tan libre como cuando estuvo en la cárcel.

-Insisto en la pregunta: ¿Y el optimismo de la voluntad?

-Alude al deseo de luchar a pesar de todo, al afán de librar batallas aunque la inteligencia nos diga que son  batallas perdidas.

-¿Siempre son batallas perdidas?

No siempre, de vez en cuando los planetas se alinean a favor y alguna batalla se gana. Sobre este tema el que mejor se expresó fue un señor llamado Stalin, cuando dijo que al final de cuentas, la muerte es la que siempre termina ganando todas las batallas.

-O sea que, recapitulando, cuando la gente dice que la política es sucia no está equivocada.

-Por lo menos no está del todo equivocada, aunque sospecho que las conclusiones a la que arriba esa buena gente son muy diferentes a las mías. La política sobrino, tiene la suciedad de la vida, pero es la única actividad que se propone esforzarse -a veces sin demasiadas esperanzas- en hacerla más limpia. En la Argentina hubo un presidente entre 1886 y 1990 que se llamó Miguel Juárez Celman. Era liberal, inteligente, los que lo conocieron aseguran que brillaba con luz propia. Sin embargo sus enemigos instalaron un apodo que lo registra la historia: el burrito cordobés, aunque en realidad los verdaderos burros eran los que así lo calificaban. Fue Juárez Celman el que alguna vez dijo: “Todos los misterios de la política me fueron revelados el día en que vi cómo se repartían una torta dos niñitos”.

-No me parece muy académico.

-Tampoco es académico el que dijo que la política era un juego sucio entre  matones. Más moderado, otro replicó que era un juego sucio, pero entre caballeros.

-Más o menos lo mismo.

-Más o menos lo mismo. Y una persona con mentalidad política es la que sabe apreciar esos matices. La política es acción, decisión, iniciativa, práctica, pero es en primer lugar reflexión, interrogante abierto sobre el orden social, sobre el poder y sobre el destino de los hombres. No hay acción política sin pensamiento político. Pensar la política significa preguntarse, en primer lugar, quién gobierna y cómo gobierna: significa elaborar una concepción del hombre, de la sociedad y del orden político más viable; significa interrogarse por el poder, por los que lo ejercen y por los que lo padecen. La política, sobrino, no es la lucha entre el bien  y el mal, entre Lucifer y los ángeles, es la lucha más cotidiana pero persistente entre lo preferible y lo detestable, entre lo malo y lo menos malo. Alguna vez se dijo que quien hace política vende su alma al diablo o pacta con poderes diabólicos que son los que acechan en torno al poder.

-¿Y acaso no es así?

. No estoy zseguro que se vende el alma al diablo, lo que sé es que al diablo este oficio no le desagrada

-Hay algo que me quedó picando: Si la política tiene como objetivo la libertad, ¿con la igualdad qué hacemos.

-Quedate tranquilo que no sos el primero en hacerse esa pregunta. Igualdad, me parece obvio aclararlo, no significa que a todos nos gusten las mismas mujeres, las misma ropa, la misma música y la misma comida. Un mundo así más que igualitario sería una pesadilla. Una sociedad igualitaria, según mi criterio, es la que incluye un orden social y político que nos brinde  a todos las mismas posibilidades, posibilidades que nos permitan ser diferentes. A ver si se entiende: queremos la igualdad para desarrollar el derecho a ser diferentes y no la igualdad para parecernos a un rebaño manejado por sátrapa disfrazado de pastor. Si esto es así, por lo tanto, libertad e igualdad no son términos contradictorios sino complementarios, siempre y cuando nos hagamos cargo de que una sociedad igualitaria es un tipo de sociedad que les brinda a todos los hombres la posibilidad de forjar su propio destino. Por eso la igualdad es una  consecuencia de la libertad y no a la inversa. Un dirigente de la UCR, Crisólogo Larralde, lo expresó con bastante elocuencia: “El marxismo dice, la libertad es un prejuicio burgués; el fascismo sostuvo que la libertad es un cadáver putrefacto en el estado; los peronistas sostienen que la libertad no sirve para comer; nosotros, los radicales, decimos que la libertad es lo único que sirve”. Ejemplar don Crisólogo, digno hijo de un anarquista libertario, pero te admito de todos modos que no es un  tema sencillo ni es una discusión que se resuelva con una conversación ligera; por el contrario, la relación entre la libertad y la igualdad, es uno de los grandes temas de la política, el tema que divide a los conservadores de los liberales y los socialistas. Que no te parezca poco.

-¿Pero además de la libertad y la igualdad, qué lugar tiene en la revolución francesa la fraternidad?

-Buena pregunta, sobrino, la fraternidad es la gran ausente en estas discusiones. No sé por qué, pero está ausente. Sospecho que para algunos politólogos la fraternidad, es decir el amor entre los hombres, huele a cristianismo, a religión o, directamente, a sentimentalismo coqueto. Pero espero que algún a vez la fraternidad también gane el lugar que se merece en el sagrado altar de los grandes ideales políticos.

-¿Y cuándo podemos decir que vivimos en una sociedad libre?

-Winston Churchill decía que esto ocurre cuando, por ejemplo, golpean la puerta de tu casa a la madrugada y vos atendés con la tranquilidad de que los visitantes no son ni las SS ni la Gestapo. Un político yanqui, Walter Mondale, que compitió y perdió con John Kennedy en el partido Demócrata, decía con conocimiento de causa que a una sociedad libre se la distingue porque en ella no es peligroso ser antipopular. Yo tengo mi propia respuesta. A una sociedad libre le exijo el derecho a caminar por la calle con mi esposa del brazo sin miedo de ser detenido o secuestrado.

-Tío, vos no tenés esposa.

-Y cuando la tuve no andaba con ella del brazo por la calle, pero esa es otra historia.

-¿Hace falta mucha o poca política?

-La necesaria. Ni tan tan ni muy muy. La política sabia se distingue por su gusto por la moderación. Lo que enseña nuestra historia es que cada vez que llegó una dictadura o un aspirante a déspota, lo primero que hizo fue declarar ilegal a la política, clausurar el Congreso, intervenir las universidades, ilegalizar a los partidos y meter presos a los políticos, no a todos, pero sí a los más honorables. Ahora bien, hay pensadores que consideran que la política debe ser mínima, algo así como un mal necesario con el que estamos dispuestos o resignados a convivir en muy pequeñas dosis. Borges, sin  ir más lejos, promovía un orden manejado por hombres invisibles, y ponía como ejemplo a Suiza, donde, según él, no sabemos ni siquiera los nombres de los principales políticos.

-Me gusta esa opinión de Borges,

-A mí me gusta su sentido del humor, pero no sé si tiene tanta razón. Una sociedad libre podría ser una sociedad en la que los hombres no solo disponen de derechos sino que están, además, decididos a ejercerlo. Para que ello ocurra la intervención política debe ser intensa. Precisamente, el problema que algunos intelectuales observan de las sociedades contemporáneas es la creciente indiferencia por la vida pública, la acelerada despolitización y el repliegue al mundo privado.

-¿Y no está bien que así sea?

– Depende; siempre todo depende de muchos factores. Los suizos tal vez puedan darse el lujo que admira Borges, pero una sociedad con apremios económicos, con multitudes empobrecidas, no sé si puede darse el lujo de prescindir de la política. La política democrática en ese sentido no es un  lujo, un juego amable entre caballeros sino una necesidad, una exigencia, una conquista.

-¿Esto quiere decir que con la democracia se come, se educa y se cura?

-Exactamente, eso es lo que quiere decir.

-Tengo entendido que el que dijo eso fue Raúl Alfonsín y  él mismo después admitió que estaba equivocado.

-Problemas de él si corrige una de sus frases más sugestivas, más inteligentes. La tentación de los radicales de vivir a la defensiva los va a llevar a la perdición.  A Alfonsín no le perdonan esa frase y la referida a los dos demonios. Y yo, por el contrario, a la primera frase la entiendo y me parece justa, mientras que a la segunda la entiendo menos, pero la justifico.

-¿Podés explicar mejor aquello que con la democracia se come, se educa y se cura?

-Por supuesto. La política es la actividad de los partidos, pero también es la actividad pública de toda la sociedad. Arreglados estaríamos si los únicos autorizados para hacer política fueran los políticos, sería como admitir que las únicas autorizadas para disfrutar del sexo fueran  las cortesanas.  O sea que desde una perspectiva amplia, se hace política en todos lados, en un  sindicato, una vecinal, un club, una cámara empresaria y en todo el conjunto de actividades que la sociedad desarrolla para reproducir en las mejores condiciones la convivencia. Una sociedad libre es una sociedad donde la democracia no es patrimonio exclusivo de los políticos profesionales. Esto quiere decir que la democracia no se reduce a votar cada dos o cuatro años, sino que es una práctica social ejercida de manera cotidiana y, precisamente, el gran desafío de una democracia que merezca ese nombre es llegar a todos lados; a los barrios, a los centros de trabajo, a las villas miseria, a las vecinales, a la ciudad y al campo.

-Entiendo lo que me decís, pero no entiendo la relación que hay con el principio que afirma que con  la democracia se cura, se educa o se come.

-No es tan complicada la relación. Pero para ser más claro, te contesto diciendo que en los lugares que no se come, no se educa o no se cura es porque allí no llegó la democracia o, para ser más preciso, no llegaron  las relaciones democráticas, relación es donde los hombres deliberan y discuten acerca de sus necesidades y proponen soluciones posibles. Es en ese sentido que muy bien puede decirse que cuando la democracia se extiende a toda la sociedad esa democracia podría garantizar que con ella se coma, se eduque y se cure.

-Admití conmigo que la gente se resiste a participar en actividades públicas.

-Es verdad, pero te recuerdo que en la Grecia antigua a los que se negaban a participar en las deliberaciones públicas le decían idiotas.

-¿No es medio duro?

-Según se  mire. Se puede ser más duro todavía. El orden político democrático se piensa otorgándole al ciudadano el derecho a  votar, a opinar y a criticar. Es un orden que apuesta a favor de las posibilidades del hombre. Esto muy bien puede llamarse una conquista civilizatoria. Para arribar a estos derechos hubo generaciones de hombres que lucharon, fueron  castigados y perseguidos. Yo no voy a obligar a nadie a hacer lo que no tiene ganas de hacer, pero una democracia con bajo nivel de participación corre riesgo de ser una democracia fallida. El alma de la democracia, sobrino, es la política, y uno de los riesgos actuales es precisamente una democracia con  bajos niveles de participación política

-Participación, ¿quiere decir manifestaciones públicas, asambleas en las plazas, piquetes…?

-No estoy tan seguro que sea eso; en todo caso esas manifestaciones son un aspecto de la participación, pero no la más importante. Participación alude a la actividad cotidiana en las instituciones de la sociedad civil, participación alude también a ese voluntariado social que lucha por demandas precisas: los derechos de la mujer, las libertades sexuales, la protección del medio ambiente.

-Pero eso no es política. Cualquier miembro de una ONG te va a decir que él o ellos no hacen política

-No es la primera vez que alguien no sabe lo que está haciendo. A esos amigos tuyos debería explicarla que política alude a la actividad de la polis, de la ciudad y ella no se reduce exclusivamente a participar en un partido político.

-Pero la gente en la calle de alguna manera hacen política. ¿O acaso la calle no es del pueblo?

-Te contesto por parte. Toda movilización callejera es siempre política. Ahora bien, que la calle sea del pueblo, no estoy tan seguro. En las sociedades civilizadas la calle es un espacio regulado por la ley. Don Manuel Fraga Iribarne, un político gallego conservador, en estos temas era terminante; la calle es mía, es decir, del poder o del estado. Yo no me expresaría como don Manuel, pero comparto su criterio. De todos modos, sobre estos temas habría que distinguir entre masas manipulables, masas cautivas del puntero o del demagogo y la multitud que se convoca para reclamar por sus derechos. O sea que no todo amontonamiento de gente en la calle tiene el mismo valor. Hace un rato lo mencionaste a Borges. El Viejo no quería saber nada con esas masas en las calles, las detestaba por criminales y salvajes y tal vez lo que mejor expresa su punto de vista es ese relato que escribió con Bioy Casares; “La fiesta del monstruo”. Se me corre que para él esas turbas son herederas de los degolladores de los tiempos de Juan Manuel, el fraile Aldao, Facundo Quiroga y los caudillos mazorqueros. Sin embargo, no siempre Borges estuvo en contra de las multitudes en la calle. La Revolución Libertadora, por ejemplo fue para el un ejemplo tan  aleccionador que pocos días después declaró que tanto la revolución de 1955 como la movilización en las calles por la recuperación de París por parte de los aliados, le demostraron que no siempre la gente en la calle defendió posiciones injustas o salvajes.

-O sea tío que a vos la gente en la calle te molesta o por lo menos no te satisface.

– No me molesta ni me deja de molestar. En todo caso me fastidia que se crea que la democracia es el tumulto callejero. O que esos tumultos son sinónimo de participación. Una cosa es la multitud en la calle asistiendo voluntariamente para peticionar al gobierno sobre la violencia contra las mujeres o la inseguridad, y otra muy diferente es la manipulación de las masas por los demagogos y los supuestos tribunos de la plebe. No sobrino, una democracia viva, una democracia no se confunde con  los tumultos, con manifestaciones callejeras todos los días; en todo caso esos tumultos pueden llegar a ser una manifestación de una crisis profunda, de un clima de ingobernabilidad, pero una democracia que funciona resuelve los conflictos y las diferencias de otra manera.

-¿Cómo?

-Negociando, dialogando, gestionando. Eso es una democracia que funciona. No cuando todos nos agarramos a palos en la calle, sino cuando se acuerda. Lo que ocurre es que muchos de los teóricos de la democracia callejera en realidad están dominados por la idea, el dogma o la obsesión de suponer que estos conflictos son la antesala de la revolución social a la que creen que hay que alentar porque es lo mejor que nos puede pasar.

-¿Y acaso no es así?

-En el siglo veinte nunca fue así. Para llegar a un clima de revolución social es necesario que se derrumben las instituciones,  que se caiga la economía, que los sufrimientos de las masas sean cada vez más intensos, en ese contexto un partido de vanguardia o un grupo de aventureros inescrupulosos toman el poder e inevitablemente instalan la dictadura para iniciar la construcción de la supuesta nueva sociedad, construcción que se inicia desde un nivel mucho más atrasado que el régimen que se derrotó. No se puede jugar con  fuego con la sociedad, la civilización pende de un  equilibrio muy inestable como para ponernos a jugar a la ruleta rusa y precipitarnos al abismo porque alguien nos hizo creer que cuanto peor mejor. Las catástrofes sociales no son una buena medicina para nadie. La revolución, querido sobrino, es el equivalente a la llegada del Mesías para algunos religiosos, peor con una diferencia: los religiosos prometen un  Paraíso en el más allá…en definitiva, una promesa que no joroba a nadie; pero la revolución hizo desastres. Es extraño: en su nombre se movilizaron las mejores pasiones de los hombres y se perpetraron las canalladas más indignas.

-¿Pero qué hacemos si viene la revolución?

-La revolución no viene querido muchacho, la revolución se desata. Es más, los revolucionarios no hacen la revolución, es más bien a la inversa, la revolución forja a los revolucionarios; es la revolución la que transforma a un rutinario profesor de provincia como Robespierre en un formidable agitador; es la revolución la que hace de Belgrano un improvisado y sacrificado militar o a un abogado pacífico como Moreno en una furia desatada. Esto, además de una cuestión teórica, es una cuestión práctica. Si la revolución llega, llega y en ese caso veremos lo que hacemos con cada uno de nosotros y con  todos, pero a ningún pueblo, y menos al mío, le deseo vivir una revolución, porque todos los sufrimientos y pesares en principio se multiplican y ese dolor no lo mitiga el relato de la construcción de un perfecto orden social que en un futuro bastante lejano van a disfrutar las nuevas generaciones. Ahí tenés como ejemplo la revolución mexicana. Durante diez años se masacraron  sin piedad  cientos de miles de personas, para a la vuelta del camino darse cuenta de que estaban peor que antes No, sobrino, no quiero saber nada con  la revolución, no la deseo ni la sueño, prefiero los cambios pequeños, las evoluciones progresivas, programa que a veces me parece muy modesto y a veces me despierta más dudas que certezas, pero sabés una cosa: yo puedo admitir que con estas aspiraciones me equivoque, pero la diferencia con los revolucionarios es que mi error no perjudica a nadie, mientras que los errores de cálculo de los maximalistas de derecha o de izquierda dejan montañas de muertos en el camino. Como dice el tango de Celedonio Flores: “Yo he visto venirse abajo sin que nadie lo disponga, cien castillos de ilusiones por una causa mistonga…”

-De todos modos, no está mal que la sociedad sueñe con utopías, con sociedades más justas sociedades por las que valga la pena luchar y vivir.

-Yo descubrí el tango antes que a la política, pero cuando me politicé me puse insoportable y predicaba en todos lados la buena nueva, hasta en los lugares donde no se debe predicar ni siquiera las buenas noticias. Pues bien, en esas diligencias andaba cuando un tanguero de la noche, mayor que yo me preguntó de buena onda que me estaba pasando, porque me notaba distinto, cambiado. Fue entonces que le dije poniendo cara de Edmundo Rivero: “Porque me estoy dando cuenta que fue mi vida ficticia y porque tengo otro modo de ver y filosofar”. Hizo un gesto como diciendo que ahora si había entendido y que estaba todo bien.

-Entonces eras un utopista esforzándote por convertir a la nueva fe a los hombres de la noche.

-A mí me tienen harto con la palabra utopía. Y por lo que sé a un señor llamado Carlos Marx esa palabra también lo molestaba. El problema, la tragedia de las utopías en el siglo veinte,  es que se realizaron,  los utopistas creyeron que las realizaban hasta el momento en que descubrieron tarde, que el Paraíso prometido era el infierno de los gulags, los tormentos de los campos de trabajos forzados, el cinismo militante de las clínicas psiquiátricas, los muros con sus paredes manchadas con la sangre de quienes no terminaron  de entender los formidables benéficos que el comunismo brinda al género humano. Dejame con mis modestas esperanzas que, te repito una vez más, con ellas no jodo a nadie porque no estoy esperando construir un nuevo orden social sobre una montaña de muertos. Además, sobrino, la palabra utopía que te admito que alguna vez lució cierta dignidad, hoy la usa cualquier cacatúa. Políticos de tres por un peso, como decía Hipólito Yrigoyen, inauguran un farol en una esquina y dicen que están realizando sus utopías. Y cuando no recurren a ese término nos hablan de los sueños; políticos capaces de dejar a la abuela en la calle por una concejalía, se llenan la boca hablando de sus sueños con la esperanza no de realizarlos sino de mostrase sensibles ante sus votantes.

-¿Y qué tiene de malo hablar de los sueños?

-No sé si tiene algo de malo; no me gustan los charlatanes, los brujos los cuenteros, pero además, como le gustaba decir al gran Winston Churchill, yo para hacer política necesito estar con los ojos abiertos, porque la sospecha que me despiertan los soñadores es que están dormidos y en ese estado se hace por lo menos muy complicado hacer política.

-Si no hay utopías o si las utopías no son aconsejables, hay que admitir que la única política que vale es la que se conjuga en tiempo presente.

-No es blanco o negro sobrino. La relación de pasado, presente y futuro es complicada pero existe aunque no lo querramos. Yo creo que es justo y humano que nos preocupemos por dejarle a los hijos y si es posible a los nietos una sociedad mejor que la que recibimos. Pero a los hijos y a los nietos, no a los tataranietos, porque sino, como diría Don Juan “ a cuán largo plazo me lo fiais”. Por lo tanto, la mejor manera de trabajar por el futuro es hacer bien las cosas del presente. No creo en esos proyectos a muy largo plazo o en el principio de que para ser felices haya que sacrificar a varias generaciones, y no lo creo porque prefiero las soluciones prácticas de todos los días, siempre más estimulantes y más justas que esas promesas a un futro que nunca podremos verificar y de sus  supuestos  beneficiarios nunca conoceremos la opinión porque como decía ese señorito inglés que fue lord  Meynard Keynes: En el largo plazo estaremos todos muertos.

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