A Ramón lo encontraron tirado en una zanja, la que corre al costado del terraplén y que desde que yo tengo memoria lo único que acumula es basura y restos de animales. Cuando lo encontraron todavía no estaba muerto pero no le faltaba mucho. Lo habían sacudido con un palo en la cabeza y parece que cuando cayó sus delicados amigos se cansaron de darle patadas en el suelo. Esto, según me dijeron, sucedió a la madrugada, pero a mí la noticia me la dio la cana cerca del mediodía. Cuando escuché por el teléfono la voz del comisario, al principio me preocupé porque a los botones uno siempre les anda debiendo algo, pero esta vez no me buscaban ni para apretarme ni para complicarme la vida, sino para decirme que Ramón estaba muerto y que tenía que presentarme en la morgue para reconocerlo.
En el momento pensé en preguntarles por qué justamente me llamaban a mí, pero antes de que hablara el comisario me dijo que en el bolsillo del pantalón del muerto –lo que quedaba del pantalón, ya que desde hacía rato Ramón estaba en la lona y no había manera de levantarlo porque él era el primero en considerar que ese era el mejor lugar del mundo para un tipo como él- había un papel con mi número de teléfono que hasta el día de hoy no sé ni cuando se lo di ni por qué lo tenía en el bolsillo.
Si el comisario no se hubiera tomado el trabajo de llamarme, capaz que no me entraba de su muerte; y si de casualidad me hubiera enterado no sé si habría ido a la morgue a reconocerlo o a llevarle, como se estila en estos casos, una flor, una estampita o algo parecido. ¿Para qué? Si ese era el fin que estaba buscando sin descanso, si ese hoyo mugriento en que finalmente lo encontraron era el lugar en el que quería estar desde hacía rato, una confesión que nunca hizo porque Ramón jamás se confesaba, aunque quienes lo conocíamos sabíamos que no necesitábamos de palabras para saber qué es lo que el hombre se proponía hacer con su vida.
En la morgue me dijeron que nadie lo fue a ver. Nadie llamó o preguntó; nadie dijo esta boca es mía. Era lo que imaginaba. Desde hacía tiempo, un par de años por lo menos, el único tipo en la ciudad que conversaba con Ramón era yo. Por lo menos era yo el único tipo que lo conocía desde cuando éramos pibes y entonces andábamos por la ciudad -por la noche de la ciudad se entiende- como si fuéramos los dueños. El resto de los amigos de aquellos años estaban muertos, presos o sencillamente no querían saber nada con esa piltrafa humana en que se había convertido justamente él, el Ramón que en sus años de oro copaba todas las paradas y las copaba con su pinta, su labia y sus pelotas.
Cuando me retiraba de la morgue después de reconocerlo, firmar algunos papeles y de arreglar que tiraran lo que quedaba de él en algún basural, el cana que acompañaba al comisario me contó que cuando lo encontraron tirado en la zanja intentaron preguntarle quiénes habían sido los autores de los golpes. La respuesta lo asombró a un cana acostumbrado a no asombrarse por nada, al punto que a las palabras las recordaba casi de memoria: “Bajaba de mi habitación en la planta alta de casa para agasajar a las visitas que me esperaban en el living y me enredé en la alfombra…”.
Yo hacía tiempo que estaba distanciado de Ramón, entre otras cosas porque el hombre desde hacía tiempo era un fantasma de lo que había sido, pero cuando el cana me contó esa historia volví a reconocerlo y de alguna manera sentí algo así como una sensación de orgullo por mi amigo. Así era el Ramón que conocí toda la vida; se estaba muriendo, los garrotazos y las patadas seguramente se los metieron otras excrecencias humanas como él, pero destruido, al borde de la tumba, cumplió con los códigos que tipos como nosotros siempre decimos que vamos a respetar pero no sé si respetamos: no batir y mucho menos a la cana. Ramón, que nunca fue un modelo para nada, que para muchos fue un canalla y en sus últimos años una basura, se dio el gusto de despedirse de la vida como un hombre tomándoles el pelo a los botones. Ramón, cuyos últimos años transcurriendo en el infierno, se despidió de este mundo cagándose de risa.
Ramón se murió y el mundo siguió andando como dice el Maestro. A personas mucho más importantes que él les pasa más o menos lo mismo. Murió tirado en una zanja, pero el Ramón que yo conocía hacía rato que estaba muerto. Está todo bien, diría si tuviera la oportunidad de opinar, para la vida de mierda que tuve, para lo que mierda he servido, está todo bien.
Ramón. En algún momento se me ocurrió llamarla a Mabel para avisarle que había muerto; después decidí no hacerlo porque consideré que era una gilada. ¿Qué le podía importar a Mabel la muerte de él? Qué le podía importar, cuando yo sabía, lo sabía muy bien, que ella lo había declarado muerto hacía tiempo y hasta es posible, muy posible, que ella fuera la responsable de su muerte.
Si mi hermana me oyera decir esto me ardería de una puteada y algo de razón tendría. Ella los conoció a los dos en sus buenos tiempos y sabe, y lo sabe porque yo se lo dije más de una vez, que si algún hijo de puta había en esa historia es probable que ese hijo de puta haya sido Ramón. Eso le decía a mi hermana, aunque en lo personal, y tomando la debida distancia del caso, no me animaría a ser tan categórico con mis juicios, porque ninguno de los dos eran santos y si a alguna cosa se dedicaron en la vida fue a cagarse la vida sin lástima.
Es cierto, Ramón está muerto y Mabel vive, pero a decir verdad, a ella no le envidio la suerte; ni la de antes ni la de ahora. Las que pasó al lado de Ramón no se lo deseo a nadie. Ella vive, claro, es una puta vieja que se acomodó en la vida, pero nunca va a dejar de ser una pobre puta vieja, como él me dijo en una de sus habituales borracheras.
Estuvieron toda la vida juntos, desde antes de los veinte años. Cuando me la presentó a Mabel, ella ya trabajaba de puta; fue su primera mujer y de alguna manera la última y la única, aunque como podrán imaginar, a Ramón en ese tiempo nunca le faltaban mujeres. Al hombre desde pibe le gustó tirar la cafiola. Según sus propias palabras, ese era un trabajo como cualquier otro y lo decía cagándose de risa, porque en esos tiempos Ramón se cagaba de risa de todo y de todos; a su manera era un tipo divertido, alegre; un tipo que le gustaba vivir y vivir bien. Vivía de las putas claro está, pero a la plata la gastaba en los burros, el escolazo y nunca le decía que no a una biaba de cocaína. Infame, canalla, siniestro, como me dijo una vez un amigo del barrio, era a su manera un buen amigo, por lo menos conmigo lo fue mientras pudo o, hasta que no pudo más.
Yo entonces andaba en la mala y él no solo que cada vez que podía me daba una mano, sino que además se preocupaba para que yo no supiera que esos mangos que me llegaban como caídos del cielo venían de su bolsillo. Hubo un tiempo en que Ramón se pasaba largas temporadas en Roma, Madrid, Londres y Bruselas. Barullos de cafiolo globalizado, como dijo una vez su abogado, el mismo que cuando lo crucé un día en la calle y le dije que había muerto me contestó que no sabía de quién le estaba hablando.
Un par de veces lo fui a esperar a Ezeiza. Entonces era un dandy y vivía como un dandy. Paraba en un hotel bacán de calle Arenales, muy cerca de cancillería. Le gustaba que lo acompañe y más de una vez me invitó al teatro o a algún espectáculo de esos que nunca se ven en nuestra ciudad. A Rubén Juárez lo conocí gracias a su gentileza. Y lo mismo pasó con Chiqui Pereyra. Entonces éramos lo que se dice inseparables.
Una vez lo acompañé en una gira que arrancó en Santa Fe, siguió por San Francisco, continuó por Córdoba y Tucumán y terminamos en Salta. No dejamos un prostíbulo importante sin visitar; como clientes y como recaudadores. Todavía me acuerdo de las madrugadas en aquellos prostíbulos que parecían instalados en las orillas del fin del mundo; la luz difusa, la cumbia o los rezongos de un tango, las putas pintarrajeadas como para ir a la guerra y la intimidad crapulosa con otros rufianes o con putas jubiladas devenidas en empresarias de la noche.
En Tucumán, en el casino para ser más preciso, se agregó a la partida un cantor de tango y ya para entonces a las putas y al whisky se había sumado la cocaína. No nos paraba nadie; hasta los canas nos hacían la venia. Entonces Ramón, don Contreras como le decían las putas y los cafisos, brillaba. Las putas lo adoraban y los hombres le temían o lo admiraban. Por lejos era el mejor de todos, el más descarado, el más guapo, el más pintón, el más generoso, tal vez el más duro.
¿Cuándo comenzó la rodada? No lo sé bien. Y creo que Ramón tampoco nunca lo supo del todo. Algunos dijeron que el hombre inició el cuesta abajo cuando lo metieron en cana por el asunto del Polaco, el cafiolo que mataron en un boliche de la cortada y que, según se dijo, él había mandado a matarlo o, por lo menos, sabía quién había ordenado hacerlo. Personalmente no creo que esa encanada a Ramón le haya movido la estantería. Cayó en cana es cierto, pero salió rápido y me consta que siguió siendo el mismo.
Otra cosa fue lo de Mabel. Creo que Ramón no se bancó que a su mujer se la lleve otro cafiolo, porque ya se sabe que en este palo, en el de los cafiolos, un hombre puede soportar muchas cosas menos que le soplen la dama. Y si esto pasa, un hombre que se respeta tiene que salir a cobrarla. Sí o sí. Es una cuestión de honor y, como dijera un empresario de la noche, una cuestión de marketing. En temas como estos no hay lugar para agachadas: un cafiolo que en estos casos no pone las cosas en su lugar no solo que debe dedicarse a otra cosa, sino que lo que mejor puede hacer es irse a vivir a otro lugar y cuanto más lejos mejor.
Ramón no se fue ni se quedó en el molde; salió a buscarla. No sé cómo se enteró que Mabel estaba viviendo cerca de Río Cuarto y allí marchó. Para qué lo hizo, Mató al tipo que en ese momento estaba en la cama con ella creyendo que era le cafiolo, pero resultó ser un cliente. No terminó allí la milonga. El muerto resultó ser el presidente de la comisión parroquial de la iglesia. El bolonqui que se armó todavía hoy lo siguen comentando. Mientras tanto a Ramón lo metieron en cana en Río Tercero, la ciudad adonde disparó después de la balacera. Una madama prometió esconderlo durante un tiempo, pero lo primero que hizo fue llamar a la policía. Conclusión: Ramón terminó en cana pero Mabel volvió con él, mejor dicho, empezó a visitarlo en la cárcel; durante siete u ocho años, no me acuerdo con exactitud, Mabel no faltó un domingo a lo que llaman la visita. Después, de lunes a sábado se dedicó a hacer por las calles de la ciudad lo que siempre había hecho: putanear. Es lo que mejor sabía hacer y así se lo reconocían sus clientes. A mujeres como Mabel las conozco y las respeto. Se acuestan con un tipo con la misma tranquilidad de conciencia con que una señora saluda a una vecina. Así son.
Cuando Ramón salió de la gayola se fueron a vivir juntos. Me atrevería a decir que esa debe de haber sido la época que fueron más felices. Él había aflojado con la timba y la cocaína y parecía estar muy enamorado de ella, enamorado a su manera, claro está, porque un cafiolo no se enamora como los muchachitos de las telenovelas. Todo parecía ir muy bien, como les iba diciendo, pero entonces no sé muy bien qué fue lo que les paso, pero lo cierto es que ahora los problemas no los empezó a presentar él sino ella, Mabel, y no eran problemitas menores, boludeces como quien dice.
Una noche Ramón me contó que Mabel andaba medio chiflada; me lo contó a su manera, con medias palabras y largos silencios. Por lo que le alcance a entender, efectivamente Mabel estaba del tomate, porque no de otra manera se puede calificar a una mujer que a sus años compraba muñecas y hablaba con ella como si fueran personas. Después vino ese intento de suicidio; no sé bien qué tomó pero no zarpó para el otro mundo porque Dios es grande. Ramón a decir verdad, no sabía qué hacer; él era muy guapo, muy taita pero esas situaciones lo desbordaban. Cuando esto ocurre nunca falta un comedido que se ofrece para dar buenos consejos. Fue con motivos de esas sugerencias que decidió internarla. Mabel estuvo cinco o seis meses en un sanatorio de Paraná, Ramón se hizo cargo de todos los gastos; no entendía bien lo que pasaba pero bancaba. Rufián y de los peores, pero me consta que Ramón a ella la quería, para bien o para mal, pero la quería, nunca quiso otra cosa.
Cuando Mabel salió del sanatorio me acuerdo que era casi fin de año, porque para navidad Ramón organizó una de esas fiestas que los amigos después comentábamos las peripecias durante todo el año. Esa vez no faltó nada ni faltó nadie. Hubo vino y champagne del mejor y un servicio de comida considerado el más caro de la ciudad. Cafiolos, putas, rufianas, canas apretadores, abogados fulleros, un par de políticos, la flor y la fauna como se dice en estos caso se hizo presente en la fiesta. Tampoco faltó la marihuana y la cocaína. Cerca de la medianoche Ramón anunció que Mabel estaba embarazada y se preocupó en aclarar que el autor era él. Todos aplaudimos y los felicitamos a los dos que esa noche, parecían ser la pareja más feliz del mundo.
Después llegaron las malas noticias. Mabel perdió el embarazo y una noche Ramón me comentó que nunca más podía quedar preñada. Visitaron a los mejores médicos, curanderos y manosantas, pero nada. Fue en esas circunstancias que tomaron una decisión que cuando Ramón me la comentó le dije que era una cagada. Por supuesto, no me hizo caso o, mejor dicho, la que no me hizo caso fue Mabel quien a esa altura del partido era la que tallaba el naipe y Ramón hacía lo que ella le pedía.
De lo otro me enteré cuando ya estaba todo hecho. Mabel no podía tener hijos pero Ramón sí. Así de fácil y así de complicado. Como no podía ser de otra manera eligieron la solución más complicada. A la mina seleccionada para madre la contactó Mabel. Se trataba de una chirusita chirusita de Tucumán que trabajaba en un prostíbulo de Rosario. Yo no tuve el gusto de conocerla, peor Mabel fue la que me contó que era joven y sana, los dos requisitos exigibles. Si es así, métanle nomas, creo que fue lo que les dije una noche que cenamos en ese comedor que está cerca de la vieja estación de trenes y que una o dos veces a la semana trabajaba a puertas cerradas con su habitual clientela de cafisios y rufianes, un fauna urbana que en esos años florecía en la ciudad como yerba mala.
La hago corta. Nueve meses después de esos preparativos nació una nena que Mabel bautizó con el nombre de Cecilia, porque, según me dijo, así se llamaba una íntima amiga suya, una mina del ambiente se entiende, que la policía mató sin querer en una balacera que se armó en el cabaret, y conste que de lo que le estoy hablando pasó hace una ponchada de años, tantos que Mabel entonces tenía veinte años, y del dato me acuerdo, porque una de esos noches festejamos su cumpleaños en el cabaret a puertas cerradas y con trago libre para todos como le gustaba Ramón en los tiempos en que a la plata la hacía fácil.
A Cecilia la bautizó un cura medio loco -algunos decían que era medio marica- porque como se imaginarán con los antecedentes de Ramón y Mabel no era sencillo conseguir un cura como Dios manda. Yo fui designado para padrino, pero a la final no pude estar presente en la ceremonia porque un par de días antes me metieron en cana por un barullo de autos robados. En el que no voy a decir que era inocente, porque nunca lo fui, pero no estaba tan complicado como la cana lo creía.
Lo cierto es que Mabel y Ramón a las cosas en su momento las hicieron de la mejor manera posible. Ramón puso plata, movió influencias, hizo una generosa donación a la iglesia y Cecilia pudo recibir las bendiciones del Altísimo. Pobrecita. Yo entonces me preguntaba si con la vida de Mabel y Ramón, era necesario tanta papelería. Esas preguntas me hacía yo en voz baja porque ni chupado se me hubiera ocurrido hacerle esas preguntas a Mabel que, como todos sabíamos era creyente y cuando su trabajo se lo permitía iba a misa y jamás, llueve o truene, salía a hacer la calle sin una estampita y su medallita de la Virgen del Valle de la cual se declaraba devota.
Y ya que estemos en tren de confidencias, me acuerdo que una vez, cuando Ramón salió en libertad ella le pidió que la llevara hasta Catamarca porque le había hecho una promesa a la virgen. Ramón protestó, zapateó pero al final terminó haciéndole caso. Así era él; guapo, prepotente, pesado, pero a ella siempre terminaba haciéndole caso. Es verdad que de vez en cuando al hombre se le escapaba algún sopapo, una costumbre que con los años fue perdiendo. Y para la época en que Cecilia llegó al mundo me consta que ellos discutían, se puteaban de lo lindo pero él no le levantaba la mano, una aclaración que quiero hacer porque después que pasó lo que pasó salieron los giles de siempre a hablar de que la mataba palos y otras salvajadas poir el estilo. Macanas. Ramón a Mabel la quería; la quería y la respetaba. ¿Es necesario que diga que el hombre tuvo varias mujeres trabajando? Las tuvo, claro y no fueron pocas, peor su señora, su mujer, siempre fue Mabel. Y ella lo sabía, claro que lo sabía.
Mable siempre dijo que la llegada de Cecilia fue para los dos como una bendición. Eso decía. Ahora pienso que es muy probable que para ella lo haya sido, pero no estoy seguro que para Ramón también, y no porque no quisiese a la chica sino porque yo creo que partir de ese momento ellos empezaron a distanciarse. O, para ser sincero, ella empezó a darle cada vez menos bolilla. A ver si se entiende; Mabel seguía siendo su mujer, seguía saliendo todos los días a trabajar con sus clientes, pero algo empezó a cambiar entre ellos. En realidad la que cambió fue ella. Cuando yo digo esto mi hermana se enoja porque no le gusta que lo defienda a Ramón, pero sé bien de lo que hablo. Yo no estoy seguro de quién fue el culpable de lo que ocurrió después; yo no lo sé y creo que ellos tampoco lo supieron, tal vez porque nadie está en condiciones de saber cuándo está condenado a la desgracia, pero n o me cabe ningún a duda que para Mabel Cecilia empezó a ser más importante que Ramón.
¡Las cosas que hizo Mabel por Cecilia! Colegio privado; las mejores pilchas, los mejores maestros. Cuando Cecilia tuvo edad para ir a la escuela, Mabel propuso que estudiara en Rosario. Ramón se enojó, pataleó, se hizo el malo, pero Mabel se salió otra vez con la suya…siempre ella se salía con la suya. Se fueron a vivir a Rosario. Otra ciudad; otro ambiente y otra vida para Cecilia que ahora estaba internada de pupila de lunes a viernes y ni las monjas y mucho menos los padres de las otras compañeritas sospechaban cual era el oficio de los padres de esa nena de cabellos rubios, ojos claros y parecida a Ramón hasta en la manera de sonreír. Me refiero, claro está, a los tiempos en que la sonrisa de Ramón era capaz de convencer a los pajaritos que bajen de los árboles y se apoyen en su hombro.
La historia que les cuento duró ocho o diez años, lo mismo da. Yo era de los que creían que la jugada que estaban haciendo nunca podría haber salido bien, pero si mis presentimientos eran malos lo que pasó fue mucho peor. Cecilia murió; mejor dicho la mataron, pero la bala que le quitó la vida iba dirigida a Ramón. Me explico. Ese viernes a la tarde Ramón la fue a buscar a la escuela. Según parece esa noche iban a cenar en la casa de unos amigos, pero en una esquina se cruzaron de golpe dos autos y empezó la balacera. A Ramón no le paso nada, pero Cecilia terminó con un tiro en la cabeza que la dejó seca en el acto. Los tipos escaparon y nunca se supo más de ellos. Por lo que luego se comentó en el ambiente se trataba de una banda de correntinos que se la tenían jurada a Ramón desde hacía tiempo. Los amigos de Ramón hicimos algunas averiguaciones para tratar de cobrarnos esa muerte, pero de lo único que nos pudimos enterar que esos correntinos se habían refugiado en Paraguay protegidos por un militar retirado que alguna vez había sido la mano derecha de los generales que derrocaron a Stroessner.
Mable y Ramón nunca se recuperaron de esa muerte. Mabel estaba destrozada, lo que era previsible, pero el que terminó de venirse abajo fue Ramón, algo que a todos nos llamó la atención porque él nunca demostró estar entusiasmado por esa chiquilina que por esas cosas de la vida tanto se parecía a él. Fue para esa época que o tal vez un poco más adelante que él volvió a la cocaína y con la cocaína llegó el escolaso y toda esa mierda. Todos los muchachos decían que Ramón nunca pudo recuperarse de esa muerte, que siempre se sintió culpable, pero yo no estoy tan seguro que así haya sido. Y no estoy tan seguro, porque si bien esa desgracia lo golpeó duro, yo sé muy bien que él, desde hacía mucho tiempo, desde antes de la muerte de Cecilia le venía gambeteando a la bala, hasta que la muerte de la piba lo terminó de tumbar, lo tiró a la lona y ya no tuvo fuerzas para levantarse, como si estuviera enfermo o como si se hubiera dado cuenta que ya no tenía sentido seguir peleando. Eso fue lo que ocurrió con Ramón; se cansó de vivir; empezó a entregarse, a bajar la guardia, a esperar que le pasara lo peor; y ya se sabe que cuando uno actúa esperando que le pase lo peor, lo peor llega.
Mabel lo bancaba; claro que lo bancaba; Mabel bancaba incluso que la bala que iba dirigida a Ramón la matara a Cecilia, pero llegó un momento en que ella también empezó a hartarse. A hartarse de él y de la vida de mierda que le estaba dando. Mi hermana sostiene que Mabel nunca le perdonó a Ramón la muerte de Cecilia. Puede ser. Es verdad que ella le reconoció a mi hermana que lo sucedido fue una desgracia y que Ramón no tenía la culpa, pero una cosa es lo que se dice y otra lo que se piensa o lo que late en el fondo de cada uno.
El desenlace fue el previsible, por lo menos a la distancia aparece como previsible. Mabel lo terminó cagando a Ramón, por lo menos eso fue lo que comentamos sus amigos o quienes para ese tiempo todavía éramos sus amigos. Lo terminó cagando, decía, pero yo sé muy bien que Ramón no solo se la buscó sino que además, estaba avisado, porque como decía el Gallego Julio, las mujeres, igual que los toros, antes de darte la cornada fatal te avisan, siempre te avisan. Ramón no fue la excepción: le avisaron, claro que le avisaron y no una vez ¿Qué cómo lo sé? Se los cuento. Una noche Mabel me llamó por teléfono desde Rosario. Me sorprendió que lo hiciera porque las mujeres de los cafiolos nunca se toman esa licencia con el amigo de su marido, tal vez el mejor amigo de su marido o tal vez el único que le quedaba a esa altura del partido. En el ambiente los códigos no son muchos ni demasiados complicados, pero se respetan. La mujer de un cafiolo puede salir a putanear todos los días de la semana, del mes y del año, pero a los amigos del marido no los toca y nunca deja de tratarlos de usted. Demás está decir que nosotros hacemos lo mismo con ellas. De todos modos no hagamos de esta sanata una novela de señoritos honorables; también en nuestro ambiente los códigos se inventaron para violarlos.
Pero bueno, para no irnos por las ramas, volvamos a la llamada telefónica de Mabel. Lo nuestro no va más don Manuel, fueron sus primeras palabras, no va más, esto no tiene arreglo. Hablaba como siempre, era su voz y su tono, aunque me pareció que estaba algo ronca, como si estuviera resfriada o, por qué no, como si hubiera estado llorando. Ramón es su amigo, pero quiero que me entienda, no lo llamo para quejarme o para que usted se ponga en contra suya, lo llamo porque no tengo con quien hablar y porque estoy segura de que usted es el único amigo que le queda a Ramón. Le respondí con algunas palabras de circunstancias, pero me pareció que esa noche ella no estaba para palabras de circunstancias. Yo ya estoy grande don Manuel, continuó, usted no tiene idea lo que me cuesta salir a la calle todos los días para conseguir unos miserables pesos. A los clientes los engancho no por la pinta sino por la cancha, pero en este oficio cuando se fue la pinta la cancha se hace cada vez más chica. Todas las tardes y todas las noches compitiendo con pendejas de las que podría ser su madre para llegar a casa con unos pesos locos y encontrarlo a este hijo de mil putas dado vuelta con la cocaían o revolcado con una de esas putas baratas que no sé dónde las consigue.
Yo la escuchaba y no le decía nada ¿Qué le iba a decir? Criticarlo a mi amigo no hacía falta porque él se criticaba solo. ¿Darle la razón a ella? No correspondía y ella, además, no me había llamado para que yo le diera la razón ¿Y para qué entonces? ¡Qué sé yo! Para descargarse tal vez; o para ponerme sobre aviso porque Ramón estaba sordo.
Buenos, eso pasó y por un tiempo no tuve noticias de ellos, hasta que una mañana me llamaron de Rosario para decirme que Ramón estaba internado en un hospital. El que me llamó fue un enfermero al que Ramón le dio mi teléfono. Me subí al auto y arranqué para Rosario ¡Para qué fui a verlo! Estaba desfigurado; le habían dado una paliza de padre y señor mío; no le dejaron un hueso sano y si no lo mataron fue porque los biabadores conocían su trabajo, sabían pegar y, bueno, porque los canas por lo general a ese trabajo lo saben hacer muy bien.
No sé si Ramón alcanzó a reconocerme. Yo hice lo que tenía que hacer; le di unos mangos al enfermero para que me ayude y arreglé con las autoridades del hospital para que lo trasladen a Santa Fe. La ambulancia la garpé yo porque ningún comedido se acercó a dar una mano. Y de Mabel, como lo sospechaba, ni noticias. Lo que había pasado lo empecé a maliciar en Rosario, pero fue en Santa Fe donde me terminé de enterar de todos los detalles. De terror; pobre Ramón, de terror.
Parece que los canas entraron a su casa a las patadas. No preguntaron ni dijeron anda. Él estaba tirado en la cama y sin decir agua va lo molieron a golpes. El hombre quedó tirado en el living hecho un estropajo, pero no terminó allí la cosa. Los canas, con la delicadeza que los distingue, lo levantaron y lo acomodaron en el sofá. Fue entonces cuando entró a la casa un tipo vestido de civil, de traje corbata, un tipo de unos cincuenta y pico de años, bien plantado, robusto y con ese típico bigotito que pareciera que en esta vida solo a los canas le crece.
El tipo acercó una silla y se sentó al lado del sofá donde Ramón estaba tirado. Como para abrir juego antes de empezar a hablar le metió un par de cachetadas para despabilarlo. Acto seguido le dijo: Soy el comisario Cardozo pedazo de basura y me tomo el trabajo de ponerte sobre aviso que la que fue tu mujer ahora vive conmigo. El tipo hablaba –recordaba Ramón como si estuviera tomado un café en el bar de la esquina con sus amigos de toda la vida, tranquilo, seguro y dueño de todo el tiempo del mundo. La marimba de palos que recibiste es apenas un aviso de lo que te espera si se te ocurre romper las pelotas o hacerte el malo.
Otra cachetada como para humillarlo un poco más y otra vez las palabras: De esta ciudad te vas ya mismo; no te pido que cambies de casa o cambies de barrio, te ordeno que te vayas, que te vayas y bien lejos, no me importa donde, pero lejos, porque siempre va a haber algún agujero que decida recibir a una basura como vos. De Mabel olvídate; metete entre ceja y ceja que esa historia se terminó y se terminó para siempre; vos en este baile no sos más el guapo y el malo, porque de aquí en más el guapo y el malo soy yo.
Ramón escuchaba con dificultad pero escuchaba. El comisario sacó un cigarrillo y uno de los botones corrió a encendérselo. Por si no entendiste bien o no te quedó claro, te repito que de esta ciudad te pirás y rápido, porque si me llego a enterar de que andás boludando por el barrio o andás queriendo romperle las bolas a Mabel yo no te voy a matar, le voy a dar la orden que te amasije al milico más inútil que tengo en la comisaria; le voy a ordenar que te meta plomo y que te deje tirado en la calle como un perro. ¿Y sabés que voy a hacer después con ese milico? Lo voy a ascender, voy a organizar un acto público para que le entreguen una medalla en homenaje al acto de servicio prestado a la patria por haber matado a un excremento humano como vos. ¿Entendiste?
Ramón por supuesto que entendió y, como era de prever nunca más volvió a Rosario, nunca más la vio a Mabel y nunca más volvió a ser el mismo. Todos lo que fuimos sus amigos, los pocos amigos que quedaban, intentamos hacer algo para salvarlo, pero fue inútil. El hombre estaba herido de muerte; la paliza del comisario fue mucho más que una paliza.
Poco a poco Ramón se fue degradando. Si yo suponía que después de lo sucedido había tocado fondo, lo que vino luego me demostró que eso que llamamos fondo no tiene piso. Ramón empezó a chupar como un descosido; vivía del mangazo y de la lástima. Poco a poco se fue quedando solo. Yo debo de haber sido el último que se mantuvo a su lado, pero en cierto momento también me abrí porque me di cuenta de que todo lo que hiciera por él no servía para nada, porque además de borracho era agresivo, lo cual después de las humillaciones sufridas no era para menos, pero en esta vida nadie pude hacer de Madre Teresa de Calcuta hasta el fin de los tiempos, sobre todo cuando no hay ninguna esperanza de obtener algún resultado.
Ramón apenas salió del hospital se fue a vivir a la casa de una tía vieja, pero después de la tercera curda la mujer lo sacó a patadas. Después un grupo de amigo pusimos unos mangos para pagarle una pensión y antes del mes lo echaron por los mismos motivos que los de la tía. No había caso; el hombre estaba herido de muerte y lo único que pedía era que alguno de nosotros le hiciera la gauchada de despenarlo, misión de la que nadie se hizo cargo.
Como era de prever, la cuesta abajo se fue acelerando. Subir en esta vida es difícil, pero bajar, lo que dice bajar, se puede hacer en tiempo récord. Ramón lo hizo y ni siquiera necesitó estrellarse, se fue hundiendo lentamente en el barro y sino recurrió al expediente directo del suicidio fue porque en el fondo quería alargar el trámite para no privarse de sufrir todos los días un poco más.
Ramón en los últimos meses era un mendigo o algo peor. A veces, muy de vez en cuando se daba una vuelta por casa y yo le tiraba unos mangos para sacármelo de encima. A veces me pedía permiso para quedarse en casa un rato. Miraba televisión, escuchaba la radio pero no hablaba, no había manera de sacarle una palabra. Yo me hacía el distraído, como que estaba ocupado en otras cosas. Un par de veces lo escuché llorar, pero hice como que no había visto ni escuchado nada. ¿Para qué? Lloraba despacio, un llanto que se parecía a una respiración agitada pero era llanto. Creo que no quería que yo descubra sus lágrimas. Pobre Ramón. Un estropajo, una ruina humana y sin embargo aún le quedaba ese mínimo sentido de hombría, ese principio que seguimos al pie de la letra y que nos prohíbe llorar en público, una debilidad que jamás podemos permitirnos.
Una noche cayó por casa en curda y me puteó de lo lindo. Lo deje hacer; pero no lo autoricé a entrar y cuando se puso demasiado cargoso le cerré la puerta en la cara; se quedó parado en la vereda y lo escuché cómo me seguía insultando. En algún momento se calló y cuando salí a la vereda no había nadie. Fue la última noticia que tuve de Ramón antes del garrotazo que lo zarpó al otro mundo.
En la morgue, además de reconocerlo me entregaron sus pertenencias: una moneda de un peso, un pañuelo sucio, un pedazo de papel con mi número de teléfono. Pensé que a lo mejor guardaba alguna foto de Mabel o de Cecilia. Equivocado. Ramón dejó el mundo despojado de todo. Para él no hubo ni cementerio, ni tumba, ni flores; mucho menos velorio, cajón o ceremonia religiosa. En la morgue el único que estuvo fui yo, porque su tía se negó a ir. De Mabel nunca más supe nada.