Pablo Neruda y el homenaje al amigo que se fue

Uno de los momentos más conmovedores y, al mismo tiempo, alegre, del libro de Pablo Neruda, «Confieso que he vivido», es el capítulo dedicado a su amigo el poeta, pintor y bohemio a tiempo completo Alberto Rojas Jiménez, nacido en Valparaíso en 1900 y muerto en Santiago de Chile en 1934. 

Neruda estaba en España cuando le comunicaron la muerte de su querido amigo, muerto -dicho sea de paso- en su ley, porque se escapó sin pagar de un bodegón de la Alameda de Santiago una noche de lluvia y luego la pulmonía se encargó del resto en un cuerpo estragado por los excesos de vida. 

De Alberto Rojas Jiménez se dice que le sobraba talento, pinta y mujeres. Con semejantes exigencias no tuvo tiempo o ganas de publicar mucho y, al respecto, lo único que se conoce es un libro de relatos titulado «Viajero en Paris». 

Después, su amistad con Neruda, amistad que se cortó pronto porque Alberto marchó al silencio siendo muy joven. Neruda recuerda en su libro las torrenciales borracheras, los poemas recitados en bodegones hoy desaparecidos, las publicaciones en revistas que no duraban más de un número y la resaca existencial de algunas mujeres compartidas. 

También recuerda la afición de Alberto a armar con las servilleta de los bares pajaritas de papel, una costumbre adquirida en España y que las malas lenguas dicen que se la transmitió don Miguel de Unamuno. Cierto o no, esas percepciones lo inspiraron a Neruda a escribir pocas horas después de enterado de su muerte, este poema al amigo del alma, poema que reúne la excelencia de los afectos y la excelencia de la creación estética, un equilibrio muy difícil de lograr porque, ya se sabe, la buena poesía se escribe tomando cierta distancia de los sentimientos que nos dominan y nos abaten. Tomando cierta distancia, bien digo, pero no anulándolos, todo lo contrario, elaborándolos hasta transformarlos en poesía. Neruda pudo hacerlo, como pudieron  hacerlo Miguel Hernández con su amigo Ramón Sijé, Rafael Alberti con su amigo Deodoro Roca y Federico García Lorca con su amigo Ignacio Sánchez Mejías. Vamos con Neruda, entonces, y esta celebración más que a la amistad en general, a la amistad perturbada por la muerte.      

 

ALBERTO ROJAS JIMÉNEZ VIENE VOLANDO

Entre plumas que asustan, entre noches,
entre magnolias, entre telegramas,
entre el viento del Sur y el Oeste marino, vienes volando.

Bajo las tumbas, bajo las cenizas,
bajo los caracoles congelados,
bajo las últimas aguas terrestres, vienes volando.

Junto a bodegas donde el vino crece
con tibias manos turbias, en silencio,
con lentas manos de madera roja, vienes volando.

Sobre tu cementerio sin paredes
donde los marineros se extravían,
mientras la lluvia de tu muerte cae, vienes volando.

Mientras la lluvia de tus dedos cae,
mientras la lluvia de tus huesos cae,
mientras tu médula y tu risa caen, vienes volando.

Sobre las piedras en que te derrites,
corriendo, invierno abajo, tiempo abajo,
mientras tu corazón desciende en gotas, vienes volando.

No estás allí, rodeado de cemento,
y negros corazones de notarios,
y enfurecidos huesos de jinetes: vienes volando.

No es verdad tanta sombra persiguiéndote
no es verdad tantas golondrinas muertas,
tanta región oscura con lamentos: vienes volando.

Hay ron, tú y yo, y mi alma donde lloro,
y nadie, y nada, sino una escalera
de peldaños quebrados, y un paraguas: vienes volando

Allí está el mar. Bajo de noche y te oigo
venir volando bajo el mar sin nadie,
bajo el mar que me habita, oscurecido: vienes volando.

Vienes volando, solo, solitario,
solo entre muertos, para siempre solo,
vienes volando sin sombra y sin nombre,
sin azúcar, sin boca, sin rosales, vienes volando.

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