Un país con más de la mitad de la población por debajo del nivel de la pobreza, con sus instituciones deterioradas y con sus dirigentes sin autoridad, no es un país, es un polvorín. Lo que ocurrió el miércoles podría haber ocurrido mucho antes, y lo más preocupante es que en el actual contexto puede repetirse en cualquier momento.
Se puede discutir la metodología de los piqueteros, lo que nadie puede negar es la justicia y razonabilidad de su causa. Como todo movimiento de masas, en el interior de los piqueteros hay diferencias y contradicciones, pero quienes suponen que se matan entre ellos para obtener réditos políticos están más cerca de la ignorancia que de la verdad y más al lado de la canallada que de la justicia.
Sin duda, la práctica de la violencia no puede ser aprobada, entre otras cosas porque ese camino conduce fatalmente a la derrota de los que protestan. Porque esto es así, los dirigentes piqueteros son responsables de la gente que sacan a la calle y su primera obligación política es protegerlos. Un general que conduce a su tropa a una emboscada o a un callejón sin salida es un fracaso como militar. Un dirigente que moviliza multitudes no puede llevarlas a la derrota o a la masacre.
Los jefes piqueteros deberían saber mejor que nadie que quienes tienen órdenes de reprimirlos en esta Argentina de principios de siglo no son los Guardias Suizos del Vaticano, sino la «maldita policía bonaerense». Por lo tanto, no pueden ni deben permitir que el conflicto se desborde, porque en esas condiciones sólo hay verdugos y víctimas.
Los piqueteros no son santos ni mucho menos, entre otras cosas porque les ha tocado sufrir los rigores de una sociedad que está muy lejos de practicar los valores del Evangelio, pero de allí a confundirlos con delincuentes hay un largo trecho. La aclaración es pertinente porque pareciera que ciertas almas beatas exigen a los pobres que para adquirir el status de ciudadanos deben manifestar en la calle cantando La Marsellesa en francés y con algún libro de Kant o Freud bajo el brazo.
Como esto no es así -en realidad, tampoco fue así en ninguna parte del mundo- se dice muy suelto de cuerpo que son sucios, feos y malos y que carecen de conciencia de clase. Como muy bien dijo D’Elía: «Si los muertos del miércoles hubieran sido periodistas o ahorristas de Palermo Chico, otra habría sido la reacción», para después preguntarse: «¿Qué habría pasado con nosotros si hubiéramos atacado a los bancos con martillos y piedras como lo han hecho los ahorristas?». La afirmación es clara: la pobreza es también un problema de clase.
Porque para algunos sectores del poder la verdad es muy obvia, es que adhirieron rápidamente a la teoría de que los piqueteros enfrentan con armas en la mano a la policía, y cuando están aburridos se matan entre ellos. Curiosas batallas son éstas en donde los muertos, los heridos y los prisioneros caen de un solo lado.
Una regla de oro de la guerra es que al enemigo no se lo mata por la espalda. Esta verdad la saben los guerreros del mundo antiguo y los soldados del mundo moderno. Tampoco el honor militar y el honor de cualquier guerrero, militar o no, admite matar a un hombre desarmado. A un combatiente desarmado se lo toma prisionero y si está herido se lo asiste.
Ninguna de estas normas básicas fue acatada el miércoles pasado por «la maldita» policía bonaerense y, muy en particular, por la pandilla de asesinos conducida por el comisario Franchiotti. Según algunas especulaciones, mataron por razones de seguridad o porque formaban parte de un complot para desprestigiar a Duhalde.
Yo tengo el convencimiento de que mataron porque son asesinos, porque se necesita de la gélida e impávida frialdad del psicópata para disparar por la espalda a un joven desarmado, luego arrastrar el cuerpo hasta la vereda y finalmente convocar a pocos metros una conferencia de prensa para dar a entender que los piqueteros se matan entre ellos.
Los psicópatas son personajes temibles. Matan a sangre fría y gozan con el sufrimiento que provocan. Los psicópatas pueden estar en cualquier lado: en el barrio, en el trabajo, en la universidad, pero si militan en la policía ya no es un vecino o una niña la que corre peligro, somos todos los que estamos en peligro. Los acontecimientos del miércoles en al estación de Avellaneda así lo confirman.
Darío Santillán era piquetero, pero era algo más que un piquetero. A los 21 años se las había ingeniado para terminar sus estudios secundarios y trabajaba en un centro comunitario. Criado entre los rigores de la pobreza y las acechanzas del hambre, no fue arrastrado por la resignación, la delincuencia, el paraíso de la droga. Orgulloso y altivo, optó por practicar los valores de la solidaridad y la rebeldía. Su patria fue el barrio, su causa la de los desheredados. No fue un marginal, fue un luchador social. La diferencia es importante registrarla en estos tiempos en los que nadie parece creer en nada y en donde la única salida parece ser Ezeiza o el sálvese quien pueda.
Para llegar a ser lo que fue, Darío rehuyó a las tentaciones fáciles de la violencia individual y las sugestivas alienaciones que ofrece el sistema a las clases populares. Ni barra brava, ni cuartetero, ni matoncito de esquina, Darío estudiaba, militaba y con sus propias manos estaba levantando la casita en la que para fin de año tenía previsto compartir con su novia.
Sus creencias pueden compartirse o no, pero fueron tan leales y auténticas que murió en nombre de ellas. Cuando esto ocurre las diferencias dejan lugar al respeto. Otro podría haber sido el destino de Darío si no hubiera creído con fe de caballero en los valores de la solidaridad.
Cuando llegó a la estación podría haberse trepado al tren que estaba saliendo y hoy estaría comiendo un asado con sus amigos del barrio. Pero sucede que él no era hombre de dejar a un compañero tirado en el suelo. El que se estaba muriendo en el hall de la estación de trenes no era su amigo, ni su vecino, ni su pariente, era como quien dice un desconocido, pero para Darío era un ser humano, un compañero y él había aprendido que a nadie, ni siquiera al más maula, se lo deja tirado en el suelo sin intentar darle una mano.
Hizo lo que debía hacer, lo que había aprendido no en la escuela ni en los libros, sino en el trato cotidiano con los que sufren, pero que no están dispuestos a aceptar como mansos borregos su condición de parias. Se quedó al lado del caído tratando de ayudarlo o de darle consuelo. Sabía que lo andaban buscando, sabía que lo conocían y que probablemente se la tenían jurada, sabía lo que podía pasarle, pero un hombre que se precia de ser tal no deja a un compañero desangrándose en el suelo. Y después algunos dicen que somos todos corruptos, sinvergüenzas y ladrones.
íQué lección la de este muchacho! íQué lección para los que se lavan la boca en el extranjero hablando pestes de los argentinos! íQué lección nos ha dado a todos con ese pequeño pero definitivo gesto de privilegiar la solidaridad por encima de la salvación personal! Su gesto lo pagó con la vida. Lo mataron como a un perro, por la espalda y sin darle tiempo de nada. Después lo arrastraron como una bolsa vieja para dejarlo morir en la calle. También ésa es una lección que no podemos desconocer. Un régimen se define por muchas cosas, entre otras por la manera de matar a sus disidentes.
El balance sería injusto si no reconoce que los responsables del crimen están presos y que el presidente de la Nación calificó a los hechos como «una feroz cacería». Consuela, pero no alcanza.
Para conocer el rostro de Darío fue necesario que ocurra esta muerte injusta y alevosa. El destino de los hijos del pueblo parece ser el anonimato. Los pobres no tiene historia. La vida de ellos es la infancia sin juguetes, la postergación social, el rechazo, la marginación y la monotonía infame del hambre y la miseria. Los jóvenes pobres no pueden hablar de generación, porque ése es un lujo de las clases medias y las clases altas. La fiesta de la vida para ellos no existe y si la conocen es porque la espiaron de lejos.
Sólo en el momento de la lucha y de la muerte, sus rostros salen a la superficie y como un relámpago fugaz nos hacen conocer su condición humana. Los hijos del pueblo no son ricos ni famosos, no figuran en las encuestas, nadie hace marketing con ellos, pero de pronto aparecen, aparecen como en el caso de Darío con sus facciones nobles, su mirada arrogante y sus gestos desafiantes. Aparecen con sus debilidades, con sus violencias, pero por sobre todas las cosas con su formidable humanidad, su viril ternura y su limpio testimonio.