Recuerdo que cuando Danilo llegó a la celda lo primero que dijo fue que la luz que entraba por la ventana le resultaba “interesante”. “Interesante”, esa fue la palabra que usó, palabra que no sé por qué razones quedó grabada en mi memoria. A decir verdad podría haber empleado otro adjetivo, “luminosa”, “hospitalaria”, “cálida”… no sé…, pero “interesante” fue la palabra que dijo, una palabra que a mí jamás se me hubiera ocurrido usar para referirme a la ventana de la celda en donde estaba preso desde hacía más de dos años.
Danilo. Un tipo de unos treinta y cinco o cuarenta años, flaco, alto y triste; ojos castaños que miraban como si todo lo que sucediera a su alrededor le produjera asombro o dolor; los hombros algo caídos, movimientos pausados, manos grandes y delicadas, manos que podían ser las de un músico o las de un pianista para ser más preciso, un pianista que apoya los dedos con suavidad sobre el teclado esperando el inicio del concierto.
Entró, apoyó el bolso sobre la cama, se acercó a la ventana y miró hacia la tarde que se moría contra la cancha de fútbol donde los presos “comunes” jugaban al fútbol los fines de semana; al paredón y las garitas con sus guardias armados y hacia ese pedazo de cielo que en algún punto parecía confundirse con el río que corría entre las islas.
Soy cristiano, fueron la primeras palabras que me dijo apenas el guardia cerró la puerta de la celda; soy cristiano practicante y a la madrugada y una hora antes de oscurecer celebro mi misa, mi propia misa. Fue un comentario, no se justificaba ni pretendía dar explicaciones, simplemente consignaba un detalle de su vida, probablemente el más importante.
No se me ocurrió decirle nada. ¿Para qué? Compartíamos la misma celda y no tenía demasiado sentido discutir si había que creer en Cristo o en Marx. Ni la luz de la ventana que para mi asombro ponderó tanto, ni su condición religiosa me importaban demasiado, pero me pareció que no era necesario y mucho menos oportuno darle a conocer mi opinión, tal vez porque ya para esa época yo sospechaba que sobre esos temas yo no tenía nada que se parezca a una opinión.
Recuerdo que en un primer momento me impresionó, no sé si como un hombre frágil, pero sí como un hombre “tocado”, tocado por algo, no sé si un dolor, una culpa, un recuerdo. Nunca dijo una palabra, jamás una confidencia, pero ya se sabe que los hombres que hablan poco suelen decir más que los que hablan mucho.
De Danilo no me molestaba su condición religiosa, pero su fe me sorprendía, tal vez me inquietaba, porque juraría que en el presidio donde estábamos alojados más de quinientos presos, pocos, por no decir nadie, éramos creyentes practicantes, aunque ahora, haciendo memoria, recuerdo que en circunstancias muy especiales dos o tres compañeros admitieron que creían en Dios o eran cristianos, pero nada más; ni crucifijos, ni celebraciones, ni oraciones; sencillamente la fe religiosa no era un sentimiento mayoritario, por lo menos eso era lo que pensaba hasta que llegó Danilo y me demostró que en ese presidio había más creyentes de los que yo hubiera podido imaginar.
Mi celda no era precisamente una suite, pero después de tantos meses encerrado allí es como que uno empieza no sé si a disfrutar, pero sí a acostumbrarse al lugar que le tocó vivir en el mundo; acostumbrarse a las paredes lisas pintadas de amarillo, a la mesa de lata y los dos banquitos, a las camas –cuchetas de madera con planta baja y primer piso- sin sábanas pero con frazadas gruesas para protegerse del frío; el inodoro a un costado, casi pegado a la puerta; al otro lado el lavabo…y nada más. Un espacio de cinco metros y medio de largo y tres diez de ancho, un espacio medido baldosa por baldosa, cada centímetro contado todos los días en las largas y monótonas caminatas de una punta a la otra porque, bueno, cuando se está preso algo hay que hacer para matar el tiempo.
Me olvidaba: una puerta con cerrojos arriba y abajo con una abertura en el medio por donde cuatro veces al día un fajinero servía las cuatro comidas diarias y, por último, la ventana, el único contacto con el mundo, con un pedazo de cielo al que uno se habitúa a escudriñar a toda hora, mañana, tarde y noche con la curiosidad de un astrónomo. ¿Algo más? No mucho más. El vaso y el plato de lata; un tenedor, una cuchara y un cuchillo sin filo y sin punta.
Una compañía no puedo dejar de mencionar: una tela de araña en un rincón del techo con una arañita que trabajaba todos los días. Y el foco, un foco que iluminaba el cuarto. Y punto. Después a acostumbrarse a estar con uno mismo, aprender a soportarse, lo cual, según se mire, a veces puede ser más complicado de lo que parece ser al primer golpe de vista.
Esa tardecita Danilo se dedicó a acomodar sus pocas pertenencias: ropa interior, un par de camisas, unas zapatillas viejas, un pequeño crucifijo de madera que -según me dijo- lo había tallado él, un crucifijo que uno de los guardias se lo quiso sacar pero luego de algunas idas y venidas decidieron dejárselo, tal vez porque luego de prolongados cabildeos llegaron a la conclusión de que ese objeto no era peligroso y, mucho menos, subversivo.
Al crucifijo lo colgó en la pared a la altura de la cabecera de su cucheta, la de arriba, porque la de abajo la ocupaba yo. Después acomodó las sábanas de su cama, se cambió de camisa y durante un rato se dedicó a hacer algunas flexiones en el suelo, un hábito que yo practicaba dos o tres veces por día, en primer lugar porque era una de las pocas actividades que no estaban prohibidas; también para mantenerme en buen estado, pero, sobre todo, para ocupar el tiempo, para distraer el paso de las horas.
Después le tocó el turno al tablero de ajedrez, al improvisado tablero que yo había fabricado sobre un pedazo de cartulina que había sobrevivido a las requisas; un ajedrez dotado de piezas amasadas con saliva y miga de pan; migas de pan y algo de ceniza de cigarrillo para las piezas negras. Mientras acomodaba las piezas en el tablero con sus dedos largos y delgados, preguntó si me gustaba jugar al ajedrez y le contesté que hacía lo que podía, que jugaba porque no había otra cosa que hacer, pero que estaba muy lejos de ser lo que se dice un jugador. Escuchó lo que dije con algo de curiosidad y de asombro, como si lo que escuchaba le resultara interesante, pero escuchó, nada más, no dijo una palabra, no dijo por ejemplo que era un excelente jugador de ajedrez, cosa que me enteré pocos días después; o que el ajedrez era para él algo más que un entretenimiento o una competencia. Corrijo: no es que no dijo nada; por el contrario, después descubrí que había dicho más de lo que supuse en ese momento, pero lo dijo a su manera, con insinuaciones, con medias palabras, como dando una pista para que fuera yo el que descubriera lo demás.
Calificarlo de introvertido o taciturno sería un error, el error de quien supone que calificaciones de ese tipo definen a una persona. Danilo hablaba poco pero sus palabras eran siempre certeras, aunque, pensándolo bien, lo más sugerente no eran sus palabra sino sus silencios, silencios que tenían el mismo valor que las palabras.
Su estilo y su porte eran más el de un sacerdote que el de un militante de izquierda, un cristiano a quien el destino, la vida, el azar lo empujó por otros caminos para cargar con su cruz, como le oí decir más de una vez. ¿Marx o Jesús?, le pregunté en una de esas charlas habituales que sosteníamos antes de dormirnos. Consideró que la pregunta para él carecía de relevancia. Alguna vez le dije que la religión era el opio de los pueblos. Se rió con ganas, como dando a entender que a esa frase ya la conocía. Después llegó una de sus respuestas típicas: Puede ser en algunos casos, pero yo no estaría tan seguro. Nada más.
Un par de veces hablábamos sobre el derecho de los revolucionarios a matar a los enemigos del pueblo. El tema se notaba que lo ponía incómodo, pero así y todo consideraba que lo debía asumir. Estoy dispuesto a matar en nombre de una sociedad más justa, pero al mismo tiempo estoy dispuesta a pagar por ello. ¿Incluso ante tu Dios? Incluso ante Él, respondió. Además, dijo luego, llegado el momento todo será perdonado. ¿Y si no te perdonan? También estoy dispuesto a pagar ese precio.
El presidio alienta la confidencia; la alienta y en algunos casos la exige. Esa noche, la primera noche que pasamos juntos, conversamos bastante, mucho más de lo que conversaríamos los días posteriores. Yo le conté algunas cosas de mi vida, sobre todo acerca de mi militancia política y él habló de lo suyo, de su propia historia también relacionada con la militancia; en definitiva una charla algo previsible en personas cuyo compromiso fundamental, el motivo incluso por el que estábamos entre rejas tenía que ver con nuestras posiciones políticas. Por lo menos eso es lo que creía, y lo que seguí creyendo hasta el momento en que Danilo me hizo saber –sin decir una palabra como era su estilo- que en mi vida era posible que hubiera realidades más interesantes que la política y que la única revolución verdadera era la que incluía la salvación de todos los hombres.
Esa noche supe que la profesión de Danilo era la de enfermero, que había elegido esa profesión para acompañar el dolor de los que sufrían, que se sentía pleno consolándolos, curando sus heridas del cuerpo y del alma. Habló de su mujer y de su hija pequeña; no me dijo que las extrañaba, pero el tono de las palabras que me llegaban en la oscuridad de la celda decían más que cualquier confesión detallada. No habló de religión expresamente, pero todo lo que decía estaba impregnado de religiosidad. Yo lo escuchaba con esa atención que se presta a alguien que nos está dando una lección de vida, a alguien que uno está aprendiendo a respetar y percibe que lo que dice es importante, es importante para él, pero es importante para mí y para todos, para cada uno de nosotros.
Sin proponérselo, -o tal vez sí, no lo sé- Danilo “tocaba” algunas zonas de mi memoria debidamente bloqueadas. Como todo hijo de buena vecina en esta parte del mundo, fui bautizado y mi familia se decía católica, aunque, salvo las ceremonias formales, nunca los vi desvelarse demasiado por cuestiones religiosas. Hasta la llegada de Danilo, mi relación con los cristianos era prácticamente inexistente, como también lo era mi conocimiento sobre cuestiones religiosas.
Como todo militante de izquierda, estaba convencido de que la religión era un producto de la ignorancia de la gente y los curas una pandilla de manipuladores y privilegiados cuyo objetivo era darle argumentos espirituales al capitalismo. Danilo no logró convencerme acerca de la existencia de Dios y la eternidad, pero en los meses que compartimos en la celda descubrí que había otro modo de ser cristiano, una manera que no era la que practicaba el cura viejo de mi pueblo y sus distinguidas señoras de la comisión parroquial. La fe de Danilo me asombraba, sobre todo porque percibía que para mí esa actividad, o esa pasión, le hubiera gustado decir a él, me estaba vedada, algo que yo intentaba explicarle no porque él me lo exigiera, sino porque yo mismo estaba confundido con mis sentimientos y sobre todo con algunas de mis certezas.
Esa primera noche Danilo me hizo algunas preguntas sobre mi vida y le contesté como pude. Yo no era tan joven entonces –algo así como veinticinco años- pero no estaba acostumbrado a establecer esa suerte de intimidad, esa exploración que Danilo iniciaba en ciertas zonas de la vida a través del recurso de exponerse él. Es probable, muy probable, que las mismas preguntas con otra persona me hubieran molestado, o me hubiesen parecido algo indiscretas e incluso ingenuas, pero con él era diferente, no sé por qué, pero era diferente.
En efecto, a Danilo hacía menos de tres horas que lo conocía, pero ese hombre silencioso, ese hombre aparentemente frágil, ese hombre que hablaba en voz baja y que escuchaba como si lo que uno dijera fuera lo más inteligente o lo más importante del mundo, se imponía, se imponía a su manera, una manera que no era deliberada -por lo menos él no se manifestaba de ese modo- per, como pronto lo iba a descubrir, esa imposición era muy eficaz, peligrosamente eficaz, como luego lo iban a advertir algunos de sus compañeros.
Dejamos de hablar a las diez de la noche, una hora que recuerdo con exactitud no porque mi memoria fuera la de un elefante, sino porque a esa hora exactamente desde algún lugar del pabellón sonaba un silbato, largo, agudo, desagradable, un silbato que hasta el día de hoy sigo escuchando. Acto seguido se apagaban las luces y caía el silencio sobre todas las celdas del pabellón, un silencio que vaya a saber por qué curiosa asociación siempre relacioné con un cerrar de ojos, como si los párpados cayeran y llegara la oscuridad.
Estar preso es una condición que no se la deseo a nadie, pero estar preso en los años en que los militares tomaron el poder era una desgracia, una miserable desgracia de la que tomé conocimiento al otro día de estar detenido, desde esa mañana en que la Gendarmería se hizo cargo del presidio y nos informó con su habitual delicadeza que se suspendían las visitas de familiares, se prohibía todo tipo de correspondencia, se retiraban los libros, se reducía considerablemente el tiempo de los recreos y se limitaba la comunicación entre los presos. Hijos de puta. Querían enterrarnos en vida y disponían de todos los recursos para hacerlo, incluso matarnos si así se les ocurría, matarnos sin asco y sin culpas, porque nadie les iba a pedir explicaciones por sus actos.
Nosotros nos defendíamos como podíamos; no era mucho lo que podíamos hacer, pero lo hacíamos. Cuando se está preso en las condiciones en que nosotros estábamos, todo lo que hiciéramos era importante, importante para nosotros, se entiende. Un encierro absoluto, un encierro que nos aislaba del mundo, se paga, de algún modo se paga, con el añadido de que los responsables estaban dispuestos a cobrar lo que consideraban que les correspondía como un derecho de conquista.
En las condiciones en las que vivíamos no era fácil hacer nuevas amistades por la sencilla razón de que la comunicación estaba reducida al mínimo. Pero además había otro inconveniente que conspiraba contra nosotros: era nuestra manera de ser, nuestra resistencia a ocuparnos de la vida de los otros, ocuparnos en serio, interesarnos en algo más que las ideas políticas. Prejuicios, tontería, machismo, no sé, pero lo cierto es que nos costaba mucho ir más allá de las confidencias políticas o las elementales atenciones o preocupaciones inmediatas. No pretendo hablar en nombre de todos, pero me atrevo a decir que lo que me pasaba a mí le pasaba a muchos de los que compartíamos esa singular colonia de vacaciones.
Danilo era diferente. Era diferente a mí, pero también era diferente a todos. Hablaba poco, no participaba de algunas de nuestras “actividades sociales” pero siempre se las ingeniaba –no se me ocurre otra palabra- para distinguirse. A esa virtud la supe apreciar yo, también mis compañeros, pero sobre todo la percibieron en el acto los jefes de las “orgas” y los propios carceleros.
Todo lo que ocurría a su alrededor era interesante y cada persona con la que se relacionaba adquiría a sus ojos una singular importancia. El mundo, el pequeño y asfixiante mundo de la cárcel, parecía ser para él una permanente fuente de asombro. Su interés por la vida de cada uno de nosotros era discreto, delicado diría, si la palabra no fuera demasiado ambigua para designar lo que en él parecía constituir el dato más relevante de su personalidad. ¿Creía en lo que hacía o era un formidable simulador? La pregunta me la hice muchas veces y no tengo una respuesta definitiva. Y hasta el día de hoy no estoy seguro si él podría haberme dado una respuesta sincera a este interrogante.
El problema del preso es que no sabe qué hacer con el tiempo que se le presenta como un océano sin orillas. Pero ese inconveniente parecía no afectarlo a Danilo, quien siempre daba la sensación de navegar sobre aguas tranquilas, como si en lugar de un naufragio, que era la sensación íntima que nos dominaba, disfrutara de un agradable paseo, un paseo en el que se las ingeniaba para dedicarse a actividades que a ninguna de nosotros se nos habría ocurrido practicar.
A las dos celebraciones diarias de misa, le sumaba lo que calificaba como sus meditaciones y sus actos contemplativos, minutos, horas de silencio que yo me cuidaba de no interrumpir; momentos prolongados en los que habitualmente se apoyaba contra la ventana de la celda y se quedaba en silencio mirando hacia algún punto de la tarde o de la noche como si esperara la llegada de alguien, o como si en ese punto donde sus ojos se detenían fuera posible hallar una respuesta a un interrogante que nunca pudo expresar en voz alta.
Habitualmente a la nochecita se dedicaba a jugar al ajedrez. Sus ejercicios con los improvisados trebejos también me asombraban. Se sentaba frente al tablero y en lugar de acomodar las piezas en sus posiciones originales las distribuía; luego se ponía de pie y caminaba a su alrededor, movía las blancas y después las negras, a veces volvía a sentarse o continuaba paseando alrededor del tablero.
Nunca jugamos una partida. Le gustaba jugar solo, si es que a esa actividad se la podía calificar de juego. El ajedrez es un universo propio, me decía mientras contemplaba las piezas acomodadas en el tablero; puede ser un campo de batalla o el territorio del amor, si es que el amor y la guerra no son la misma cosa, concluía sonriendo. Algo le dije respecto de la inteligencia que es necesario disponer para jugar con cierta dignidad ese juego. Sonrió y se quedó callado. Era lo que hacía cuando no estaba de acuerdo conmigo. Ese detalle no lo conocía en ese momento, pero lo supe después.
Alguna vez le pregunté cómo compatibilizaba su fe religiosa con su pasión por un juego racional como el ajedrez. Otra vez la mirada que nunca llegaba a ser burlona, una mirada que se detenía por compasión en la orilla misma de la burla. El ajedrez, según se mire, puede ser una encrucijada o un enigma, dijo. Movió una pieza y después caminó alrededor del tablero. Tal vez el movimiento de las piezas exprese nuestras maneras de pensar: el alfil que improvisa desde las diagonales; la torre que siempre supone que uno más uno es dos; la dama, omnipotente, confiada en sus certezas; el rey, reprimido pero orgulloso; los peones, dueños del sentido común. Después tomó el caballo y lo puso en el centro del tablero: pero la inteligencia, la creatividad, la elegancia la ejerce el caballo, es el pensamiento que escapa a las convenciones, el que desconcierta, sorprende, el que revela. Lo dijo con satisfacción, como si la idea lo entusiasmara.
Luego agregó: Yo percibo la existencia de Dios en tres lugares: en la música, en la poesía y en el ajedrez. Le recordé la película de Bergman donde el caballero juega una partida con la muerte. Movió la cabeza como dando a entender que a la película la conocía. El misterio de la vida y de la muerte está presente siempre en el ajedrez, todo es cuestión de saber mirar; Dios y el Diablo de alguna nunca dejan de jugar su partida. ¿Y a nosotros qué papel nos corresponde? Nosotros somos a veces las piezas, a veces los que movemos las piezas y de vez en cuando los que creemos que movemos las piezas. Pero siempre hay un ganador y un perdedor, le dije. A veces, pero no es lo más importante. Además…¿Además qué? La muerte siempre gana ¿Y qué se debe hacer para ganar? Pregunté. Danilo hablaba, pero no dejaba de mirar las piezas de ajedrez, como si las respuestas a mis preguntas las pudiera encontrar allí. Gana el que anticipa más jugadas, más probabilidades de jugadas –lo dijo como si le costara decirlo, o como quien dice una verdad que se debe aceptar con resignación- gana en definitiva el que mira más lejos, una mirada que a veces puede revelar la propia derrota. ¿La alternativa de hierro es ganar o perder? Depende; yo siempre juego a ganar pero debo confesarte dos cosas: en el ajedrez, como en la vida, tan importante como ganar es comprender. ¿Y la segunda? Que mis mejores partidas fueron las perdidas. ¿En el ajedrez? Claro, en el ajedrez.
Media hora de recreo por día no es mucho tiempo, pero para nosotros ese mezquino tiempo de libertad en un patio controlado por guardias uniformados era el único momento en el -además de estirar las piernas y recordar la felicidad que significaba caminar, caminar y nada más que eso, mover las piernas y desplazarse de un lugar a otro, aunque ese desplazamiento fuera en un patio cercado por muros y hombres armados- podíamos vernos las caras e intercambiar aunque más no fuera algunas frases, a veces algunos monosílabos, licencias que podíamos tomarnos sin exagerar demasiado, porque nos prohibían expresamente formar grupos que superaran las tres personas, prohibiciones que de no acatarse no sancionaban con la suspensión del recreo y, en caso de reiteraciones, con castigos en celdas sin ventanas y sin luz, algo así como una tumba que se abría una sola vez al día, el momento en que el celador nos arrojaba algún pedazo de comida y un jarro de agua.
Efectivamente, los gendarmes se habían propuesto hacer de la vida carcelaria lo más parecido a un infierno, aunque en ese infierno parecía estar prohibida la pena de muerte. Y digo que parecía no existir la pena de muerte porque en realidad, como después nos fuimos enterando, en algunas ocasiones hubo ejecutados o, para ser más preciso, sacrificados en nombre de la seguridad nacional, el honor militar o la defensa del mundo occidental y cristiano. Los “traslados” siempre se hacían de madrugada o después de la cena. No sé por qué esas preferencias, pero a esa norma la cumplieron al pie de la letra.
Decía entonces, que así como nuestros verdugos se habían propuesto enloquecernos, nosotros nos habíamos propuesto resistir, una resistencia que solo tenía valor para nosotros, porque, como se comprenderá, los gendarmes nunca advirtieron esa suerte de resistencia psicológica; y si algo alcanzaron a registrar, es muy probable que hayan considerado que nuestras risas supuestamente alegres, nuestras miradas altivas, nuestros gestos de estudiada indiferencia -como si todo lo que nos estuviera ocurriendo nos importaran tres pitos- no eran más que las manifestaciones, algo enfermas, algo obsesivas, de personas totalmente chifladas, un concepto que para la mayoría de ellos era la consecuencia más o menos lógica por parte de quienes había decidido impugnar un orden que era tan sólido y eterno como las rejas y los muros de la cárcel en la que muchos de ellos pasaban encerrados tanto tiempo como nosotros.
En esas condiciones durísimas que parecían prolongarse hacia el infinito o provocaban la sensación de estar congeladas en un eterno presente, nos proponíamos resistir, aunque cada uno de nosotros sabía en su intimidad que estábamos- lo que se dice- tocando fondo y que nuestra resistencia por lo tanto no era tan sólida como nos empeñábamos en creer, una advertencia acerca de nuestras vulnerabilidades que se manifestaba preferentemente de noche -a esa hora cuando todavía es oscuro pero no falta demasiado para la madrugada- ocasión en la que algunos de los más débiles, aquellos que habían superado todos los límites, empezaban a sollozar, a gritar y a golpearse contra las paredes de la celda, gritos y llantos que en el silencio del pabellón y en la oscuridad de la noche sonaban como campanadas de difuntos y, para más de uno de nosotros, como el anticipo de lo que nos aguardaba en un futuro demasiado inmediato.
Danilo en esas circunstancias se destacaba no sé si como el más fuerte o el más resignado, pero s{i como alguien que sin dejar de importarle lo que estaba sucediendo a su alrededor contaba con las energías espirituales necesarias para soportar las agresiones y ocuparse de nuestras necesidades indagando con una discreción y sensibilidad que, en homenaje a su identidad religiosa, calificaría de santa, lo que sucedía en la intimidad de cada uno de nosotros.
En la cárcel, se sabe, lo peor y lo mejor de una persona se hacen presentes; son luces y sombras, como esos resplandores que se anuncian en situaciones límites o en los momentos en que nuestras seguridades tan laboriosamente construidas se derrumban con estrépito de catástrofe o se esfuman en el aire. Y es entonces quedamos a la intemperie, como mendigos famélicos en medio de la multitud, como náufragos lejos de la costa o como astronautas que de pronto han descubierto que perdieron todo contacto con su base y ahora están condenados a girar en el espacio hasta el fin de los tiempos.
En esos momentos era cuando Danilo estaba presente con la palabra oportuna, el gesto justo, la mirada compasiva, aunque tan importante como esos “detalles” era aquello que podría calificarse como un “don” que disponía, un “don” que le permitía acercase a nosotros y sin decir una palabra transmitirnos la sensación de que sabía mejor que nadie, mejor incluso que nosotros mismos, lo que nos estaba pasando.
En la celda que compartimos durante unos meses aprendí a respetar su entereza, a saber que más allá de todo, era alguien superior y lo era apelando a la fórmula más infalible: la modestia, una modestia elaborada con la perfección de un artista o las exigencias y la sabiduría de un monje, aunque, como observara uno de los presos veteranos, esa humildad franciscana, ese humanismo irresistible, podía ser, según se mirase, la herramienta política más formidable que disponía, más formidable y peligrosa.
Esas eran las opiniones de Tato, que conocía a Danilo de la calle y según supe luego, alguna vez habían sido amigos. Tato era el jefe de la organización política en la cárcel, porque una de las consignas de los presos, tal vez la más exigente, era la de funcionar allí con la misma disciplina con que funcionaban en la calle.
Tato era uno de los jefes del pabellón y esta era una jerarquía que él se encargaba muy bien de hacer notar a los que recién ingresaban. El hombre reunía todas las credenciales del guerrillero heroico. Había estado en Cuba; la preparación militar la adquirió en Checoslovaquia; fue uno de los partícipes de la fuga de Trelew y salvó la vida porque el auto que debía trasladarlo desde el penal hasta el Aeropuerto nunca llegó. Según se contaba en voz baja, dirigió dos operativos militares exitosos, pero curiosamente cayó preso por un malentendido, un malentendido que hasta podría ser gracioso, ya que los policías que allanaron esa madrugada una casa de timba descubrieron para su sorpresa que en la casa vecina había una reunión de mandos guerrilleros quienes convencidos que el despliegue policial era por ellos, salieron de la casa con las manos en alto.
Nunca supe cómo fueron las relaciones de Danilo y Tato, pero cuando éste me advirtió acerca de los riesgos de la personalidad seductora de Danilo lo escuché con atención porque, como lo supe después, esas palabras eran una advertencia, una advertencia digna de ser tenida en cuenta- Yo en aquellos años no conocía nada acerca de los pliegues y repliegues del alma humana, de las miserias de nuestra Yo con mayúscula y de lo retorcido que podemos ser incluso con las personas que respetamos. Digo lo que digo, pues debo admitir que a las palabras de Tato las aceptaba porque el dulce pero eficaz dominio que Danilo ejercía sobre mí, en algún lugar me fastidiaba, un fastidio que la realidad de todos los días se encargaba a veces de contradecir, a veces de confirmar, aunque en la mayoría de las ocasiones, por una razón o por otra, concluía dominado por las culpas, la sensación de sentirme indigno con alguien que se mostraba más digno y más íntegro que yo.
Con el paso de los días y las semanas fui advirtiendo el recelo que despertaba Danilo entre los principales responsables de las organizaciones guerrilleras que funcionaban en la cárcel; recelos que se manifestaban con medias palabras, miradas severas, gestos de desagrado y silencios, silencios acusatorios cargados de reproches, reproches de los que no me podía desentender, porque si bien yo no pertenecía a ninguna de esas organizaciones e incluso –como lo había manifestado en su momento- discrepaba con sus posiciones políticas y, muy en particular, con ese estilo conspirativo de funcionamiento interno que, a la distancia y con la debida prudencia, no vacilaría en calificar de paranoico, yo seguía siendo, como a ellos les gustaba decir, un compañero, un compañero algo débil, algo vacilante, pero compañero al fin, una categoría sagrada que otorgaba algunos derechos, pero sobre todo un conjunto de ineludibles exigencias.
Mientras estuve solo en la celda me las pude ingeniar para mantener con mis compañeros de cautiverio relaciones que podría calificar de cordiales e incluso con más de uno, de afectivas, una actitud de la que nunca me arrepentí porque, como le intenté explicar a un gendarme que me reprochaba los riesgos e inconveniencias penales que corría por estrechar relaciones con quienes este buen señor calificaba como presos de extrema peligrosidad, mis diferencias con ellos no incluían transformarme en una suerte de cómplice de quienes, entre otras cosas, me tenían preso a mí.
Esto quiere decir que yo con mis compañeros de cautiverio podía sostener todas las disidencias del caso que, dicho sea al pasar, eran muchas, pero ninguna de esas “incomodidades” podía hacerme perder de vista que mis compañeros eran ellos y no los gendarmes, aclaración imprescindible porque no todos los que no estábamos comprometidos con las organizaciones armadas pensábamos lo mismo, e incluso, más de uno consideraba que si se portaba bien y demostraba que era un ciudadano perfecto, los gendarmes lo iban a premiar otorgándole la libertad, especulación sensata según ellos, pero que a mí no solo me parecía despreciable, sino absolutamente disparatada.
Cuando Danilo llegó a la celda, advertí que esa relación “correcta” que yo mantenía con los militantes de las tres organizaciones guerrilleras del penal, empezó a registrar algunas grietas, sobre todo cuando los jefes políticos se las ingeniaron para informarme acerca del peligro que representaba ese “compañero” –esa fue la palabra que usaron con un tono que no alcanzaba a disimular el desprecio- que había tenido un comportamiento dudoso al momento de caer preso. No conformes con esa sugerencia, uno días después un incondicional de ellos, esos personajes oscuros y sórdidos que siempre merodean alrededor de sus superiores, no tuvo reparos en decirme que existían fuertes sospechas acerca de la identidad de Danilo, sospechas que incluían la probabilidad de que haya sido infiltrado por los servicios de inteligencia para delatarlos.
Después de dos años de cárcel se supone que yo disponía de la experiencia necesaria como para no llevarle el apunte a rumores de esa calaña, pero todas las prevenciones que uno pudiera tomar no alcanzaban para conjurar la enfermedad de esos tiempos carcelarios, cuando todos, o casi todos, estábamos convencidos de que el menor error, la indiscreción más liviana podía acarrearnos la peor de las catástrofes por parte de un enemigo decidido a aniquilarnos sin contemplaciones.
Lo cierto es que mi conocimiento acerca de la calidad de los bueyes con que araba no impidió que el veneno de la duda empezara a hacer su trabajo y, en consecuencia, no sé bien a partir de qué momento Danilo empezó a ser, también para mí, un sospechoso, por más que a cada rato me repitiera que no era justo dejarme llevar por esas infamias. Tan preocupante como los recelos que me despertaba mi compañero de celda, fue la sospecha que tuve poco tiempo después acerca de que yo también empezaba a estar bajo sospecha, lo cual me colocaba en una situación que muy bien podría calificar de delirante, en tanto que no solo era vigilado por los gendarmes, sino también era vigilado por quienes debían ser mis compañeros, según el improvisado orden de calificaciones que yo había establecido.
Nunca supe con certeza si Danilo se percató de lo que estaba pasando. Yo por mi parte me esforcé por dominar mis sentimientos, pero ahora a la distancia puedo afirmar, con un margen mínimo de error, que él estaba al tanto de lo que ocurría porque era demasiado perspicaz, demasiado lúcido diría, para no advertir lo que pasaba a su alrededor y, muy en particular, las tribulaciones que yo intentaba disimular con la torpeza propia de un imberbe poco acostumbrado a lidiar en esos barriales.
Supongo, por lo tanto, que Danilo siempre estuvo enterado de todo; supongo, estoy seguro, que sabía lo que pasaba pero no le importaba, o lo tomaba como un comportamiento previsible por parte de personas impedidas de comportarse de otra manera o, lo que es peor aún, había decidido contemplar cómo se desarrollaban los hechos, como si las secuencias que se desarrollaban fueran Las de una de esas partidas de ajedrez que él organizaba todas las tardes.
Mientras tanto, en la celda la vida cotidiana se desarrollaba con las normas que él había impuesto tácitamente y que yo había aceptado de muy buen grado. Nunca, mientras estuvimos juntos, dejó de celebrar sus dos misas diarias, nunca dejó de jugar al ajedrez y de explicarme el secreto de algunas partidas que inventaba o conocía de memoria; y nunca, ni siquiera en los momentos más difíciles, perdió su particular sentido del humor y ese afán, que parecía superior a él mismo, por interesarse de la vida de cada uno de nosotros.
Decía que a Danilo le gustaba más escuchar que hablar, pero no era hermético, hablaba sin resquemores de su vida, de su mujer, de sus hijos y de sus compromisos políticos, pero tenía un cuidado extremo por no hablar más de lo que podía permitirse, una cautela que en él pude advertir que funcionaba como un sexto sentido, algo si se quiere habitual y previsible en los militantes de aquellos años, pero que en mi caso, y con las advertencias explícitas de los señores jefes de las “orgas”, renovaban mis consabidas sospechas, como si el hecho de registrar sus prevenciones, fueran un motivo más para recelar de él.
Una mañana que caminábamos por el patio en fila india, bajo la mirada siempre amenazante de los guardias, me las ingenié para preguntarle a Tato si efectivamente el comportamiento de Danilo con la policía había sido vergonzoso, pregunta que la respondió a medias porque ese era su estilo, aunque de esas escasas palabras pude deducir que los jefes de las “orgas” -empezando por Tato- consideraban que su conducta había sido peor de lo que yo podía permitirme pensar, agregando a continuación que sobre ese tema no iba abundar en más detalles, porque quien debía expedirse de una vez por todas -esa fue la expresión que usó- sería el “tribunal”, una institución de cuyos integrantes no se me ocurrió pedir los nombres porque no me los iban a dar, aunque no necesitaba disponer de la sagacidad de Sherlock Holmes para imaginar quiénes podrían ser los señores jueces y cuál sería su sentencia definitiva.
Todas las diligencias que en ese tiempo hice para que me ampliaran la información fueron infructuosas y, en algún punto, perjudiciales para mí, porque la insistencia de mis preguntas y seguramente las expresiones de incredulidad de mi rostro, para lo único que sirvieron fue para que recelaran más de mí, recelos que nunca se expresaban con palabras sino que se manifestaban de una manera retorcida, con actitudes y gestos que muy bien podrían calificarse de “invisibles” porque no se ven y mucho menos se escuchan, pero sus efectos se hacen sentir, flotan en el aire y se meten en el cuerpo.
En los prolongados días que compartimos la celda, Danilo solamente una vez se refirió a su detención y fue en ocasión de una charla que tuvimos respecto a la resistencia que era posible sostener ante la tortura y si, ante la imposibilidad de soportar los tormentos, no era preferible tomar la consabida pastilla de cianuro que nos mandaba al otro mundo en pocos segundos y, al mismo tiempo, nos liberaba de la responsabilidad de delatar a nuestros compañeros.
Recuerdo que Danilo se refirió a la escena descripta por André Malraux en “La condición humana” y, en particular, al instante en que el personaje compadecido por el terror de su amigo a morir devorado por las llamas de la caldera del tren -el lugar adonde los arrojaban sus captores- decide entregarle su pastilla de cianuro, eligiendo para sí mismo la muerte en la caldera, una escena que cuando la leí en su momento me pareció terrible, pero de una inquietante belleza literaria.
Danilo consideraba que es en esas circunstancias es donde se prueba el temple de los hombres, circunstancias, agregaba, que solo se pueden afrontar si se posee una fe auténtica, una capacidad infinita de entrega a Dios, “cuyo hijo murió padeciendo tormentos parecidos”. Yo conocía el libro de Malraux, aunque a decir verdad lo había leído hacía unos cuantos años, pero no me quedaba claro lo del hijo de Dios y, mucho menos, terminaba de entender la actitud “heroica” de Danilo cuando yo tenía conocimiento que precisamente sus compañeros de causa estaban decididos a condenarlo por haberse comportado exactamente a la inversa de lo que estaba predicando conmigo.
Fue durante una de esas charlas que sosteníamos acostados en nuestras cuchetas después de que se apagaban las luces, que Danilo se refirió al pasar de los tormentos que había padecido cuando lo detuvieron, señalando que a cada golpe recibido o a cada descarga eléctrica, más que aullar de dolor, que es lo que cualquier preso, incluso el más resistente, hace en esa ocasión, lo único que atinaba a decir era “Dios mío”, una invocación que no lo liberaba del dolor, pero que de una manera extraña y tal vez perversa, lo consolaba, mientras que, esa mención a Dios parecía poner furiosos a sus verdugos, una verdadera paradoja, decía, porque esas sesiones de tortura se realizaban invocando la defensa del mundo occidental y cristiano, como parecía confirmarlo el crucifijo que colgaba en la pared del agujero en donde se realizaban las sesiones de tortura y la presencia del sacerdote que durante las interrupciones intentaba conversar con él para explicarle los beneficios de la colaboración.
Yo lo escuchaba hablar, escuchaba su voz pausada y grave que llegaba desde la oscuridad, y pensaba en que salvo que fuera un mitómano enfermo o un perverso incurable, lo que contaba sonaba a verdadero, pero ese relato no tenía absolutamente nada que ver con las imputaciones de traidor que le hacían sus compañeros. Más o menos esas observaciones intenté hacerle a Tato en uno de los recreos de la tarde, pero lo único que logré fue enredarme con él en una discusión en la que seguramente no hice más que confirmar mis incurables debilidades ideológicas, mi condición de preso poco confiable para la ética revolucionaria y, en algún punto, algo así como un cómplice pasivo de personajes colocados, en el más suave de los casos, en el límite o al borde de la traición.
A mi insistencia acerca de datos o testimonios confiables acerca de la presunta traición de Danilo, me respondieron que en principio la información que estaban recogiendo era secreta, aunque desde ya estaban en condiciones de adelantarme que “tu amigo” -esa fue la palabra que usaron, “amigo, remarcando deliberadamente la palabra- era extremadamente delicada y por demás comprometida, afirmación que en ese momento me hizo pensar que los apremios y las arbitrariedades de nuestros carceleros no eran muy diferentes a las que practicaban los jefes de las “orgas”, una consideración que en esos momentos fue apenas una intuición, algo así como un chispazo parecido a una revelación, un chispazo que en lugar de tranquilizarme me llenó de nuevas aprensiones y miedos.
Mientras tanto, la vida en el presidido continuaba con sus habituales rutinas. A la noche, media hora antes de la cena que repartían los fajineros celda por celda, y una hora antes de que se apagaran las luces, nos ingeniábamos para disponer de nuestro propio recreo consistente en conversar entre nosotros a través de las ventanas de las celdas, un ejercicio singular que permitía comunicarnos a pesar de que los gendarmes lo habían prohibido, la única prohibición que a decir verdad nunca pudieron garantizar su cumplimiento, no sé bien si porque les resultaba imposible mantenernos amordazados, o porque algún sentimiento confuso de compasión los inhibía a exigirnos ese silencio absoluto.
De aquellas noches de jarana carcelaria –y lo de jarana en las condiciones de nuestra detención no es una exageración o ironía- recuerdo las canciones entonadas por los más capacitados para el bel canto, las anécdotas de la militancia -algunas escabrosas, otras divertidas- y los esperados relatos de películas y libros que se esforzaban por reemplazar la ausencia absoluta de cualquier material de lectura o entretenimiento.
Danilo por lo general no hablaba, y si lo hacía se limitaba a ponderar la intervención de alguien o a preguntar sobre alguna cuestión que supuestamente no terminaba de entender. Pero lo habitual en él era el silencio, acompañado en todas las circunstancias de su concentración en algunas de esas partidas de ajedrez, como si ese universo de peones, alfiles, torres, caballos y damas fuera infinitamente más interesante que el jolgorio que estallaba alrededor nuestro y en el que se mantenía prescindente, como si en el fondo considerase que se trataba de una total pérdida de tiempo o un entretenimiento forzado, algo así como una vía de escape que, como toda vía de escape, no tenía otro destino que más impotencia y confusión.
Sin embargo, cuando en nuestras prolongada sesiones nocturnas en la celda comentábamos algunas de las peripecias verbales de la noche, demostraba para mí asombro que no solo había escuchado atentamente las diferentes intervenciones, sino que registraba con precisión quiénes habían hablado, una virtud que, como me dijera en algún momento, provenía de la convicción de que las voces liberadas de los cuerpos –de la carne dijo alguna vez- permitían una identificación más precisa e incluso una relación con esas voces más limpia, más transparente, como si la realidad del alma -así lo dijo- en esas condiciones pudiera expresarse con más libertad, un fenómeno que podía captar cualquiera que dispusiera de una sensibilidad cultivada como para percibir en el aire ciertas resonancias íntimas del lenguaje.
Con el paso de los días, Danilo se fue recluyendo cada vez con más frecuencia e intensidad en sus rituales religiosos y sus partidas de ajedrez, como si los avatares de la prisión no le interesaran, y mucho menos los rumores que se propagaban alrededor de su persona , rumores que –importa advertirlo- nunca se manifestaban de manera frontal, pero circulaban, sobre todo durante los recreos, cuando los silencios y las miradas recelosas parecían ser cada vez más evidentes para todos menos para él, que caminaba por el patio con su paso de pastor de ovejas y esa expresión bondadosa, como la de alguien que está dispuesto a confortar a quien lo necesite porque, tal vez en el fondo, sabía mejor que nadie que nada de lo que pudieran decirle podría alcanzarlo o asombrarlo, como si por un dispositivo propio de su personalidad, un dispositivo cincelado con la paciencia y la pasión de un iluminado o un mártir, lo convenciera de que por más que pudiera ocurrirle la humillación más dolorosa y la injusticia más flagrante, nunca lograrían abatirlo porque nada de lo que pasara su alrededor podría ser más importante que esa armonía interior cuya manifestación más visible eran esas partidas de ajedrez que organizaba todas las noches con la misma devoción con que celebraba sus misas.
No recuerdo en que momento se me ocurrió pensar que en realidad el único que la estaba pasando mal, el único que no tenía, como le gustaba decir a un vecino, palenque donde ir a rascarse, era yo, a quien la falta de protección política no solo sumaba confusión, incertidumbre y miedo, sino además, un sentimiento parecido a la culpa y la angustia, un sentimiento o, mejor dicho, una sensación de vértigo y perdida que jamás de los jamases me había dominado en la cárcel y, mucho menos, cuando disfrutaba de la libertad.
Para colmo de males, en esos días Tato me informó, mejor dicho, me mandó un mensaje a través de uno de sus incondicionales en la que decía que, como era de prever, se habían confirmado las peores sospechas contra Danilo, lo cual quería decir que efectivamente, tal como ellos ya lo habían sugerido con su infalible instinto de sabuesos, Danilo había entregado a la represión a un compañero, y no solo eso, sino que luego, como consecuencia de sus delaciones, al mencionado compañero lo mataron después de someterlo a todo tipo de torturas.
A decir verdad, el mensaje no me sorprendió demasiado. Es como si a esa noticia la hubiera estado esperando no sé por qué ni para qué, pero ahora, finalmente, y aunque se tratara para mí de la peor de las noticias, todo empezaba a despejarse y quedaba definitivamente atrás ese tiempos de rumores y chismes miserables que no hacían otra cosa que ponerme los nervios de punta.
Ahora había una acusación firme contra Danilo y yo disponía de la posibilidad de interpelarlo a cara o cruz, una posibilidad que en un primer momento me llegó a parecer efectiva, aunque luego los posteriores acontecimientos demostrarían que una vez más me estaba equivocando, por lo menos, subestimando a mis interlocutores. A todos, incluso a Tato y Danilo.
Esa misma noche, después de la cena y luego que Danilo terminó de celebrar su misa, le informé a boca de jarro sobre lo que me habían dicho en el patio. Y se lo conté con todos los detalles que sabía o suponía saber. Conociéndolo, no esperaba que se escandalizara y mucho menos se enojara, entre otras cosas porque yo estaba convencido de que él estaba al tanto de todo, pero así y todo me sorprendió la indiferencia con la que recibió la noticia que lo acusaba de traidor y enemigo del pueblo, la imputación más grave y ofensiva que le podían hacer a un militante revolucionario en aquellos años.
No voy a decir que puso cara de felicidad o se encogió de hombros, pero tampoco se alteró y ni siquiera se tomó el trabajo de preguntar de dónde venía la información o quiénes eran los que la propagaban, preguntas que no hizo porque seguramente a los detalles los conocía mejor que yo y él no era hombre de andar haciendo preguntas innecesarias.
Cuando terminé de hablar cayó el silencio, esos silencios espesos en los que él estaba tan cómodo y yo tan incómodo, esos silencios en los que se sospecha que lo más importante no se dijo y, probablemente, no se diga nunca. Danilo retornó a su partida de ajedrez, pero en cierto momento después de hacer un enroque de rey, me miró como si recién descubriera mi presencia y dijo que nadie merecía morir, ni siquiera el canalla que según Tato yo entregué o mandé a matar. Después se acercó a la ventana e inició la ceremonia de su misa.
Supuse que luego de mi interpelación –en realidad un pésimo ensayo de interpelación- la relación entre nosotros se iba a alterar o se iban a producir modificaciones. Pero una vez más Danilo me sorprendió, como si lo que acabara de escuchar no le importara o como si fuera algo que por saberlo de antes no valía la pena emitir más opiniones y, mucho menos, fastidiarse. Los esfuerzos que hice luego para que me diera más explicaciones fueron inútiles. La boca de Danilo se había cerrado y no hubo manera de abrirla. Yo por lo menos no supe hacerlo
Pero si la indiferencia o la displicencia fue su respuesta, yo me sentía cada vez más confundido y ansioso, porque sinceramente se me hacía cada vez más difícil convivir con alguien a quien por un lado respetaba, pero por el otro sospechaba que se trataba de un traidor responsable de la muerte de un compañero, dos imputaciones gravísimas para cualquiera, incluso para un tipo como yo, poco comprometido con las ceremonias y mitos de las celebraciones revolucionarias.
Aquella tarde de invierno lloviznaba y el agua caía espesa y turbia sobre los murallones del presidio y los tejados de los pabellones, un paisaje de brumas y agua que nos acompañaba desde hacía por lo menos una semana y, según el pronóstico de los presos comunes, el temporal se mantendría por lo menos una semana más.
Esa tarde, Danilo jugaba al ajedrez desde hacía por lo menos dos horas y yo mataba el tiempo leyendo por enésima vez un best sellers de Arthur Hailey, uno de los contados libros que habían sobrevivido a las requisas policiales, cuando sin dejar de prestar atención a la partida de ajedrez me explicó -y consigno el dato porque no eras habitual que me hiciera un comentario sobre su partida de ajedrez- que tal como estaban distribuidas las piezas, las blancas podían dar jaque mate en cinco jugadas exactas a pesar de que aparentemente las negras estaban mejor posicionadas, un comentario que a decir verdad, no sé si lo hizo para mí o en realidad hablaba consigo mismo, pero lo cierto es que después de contemplar el tablero por última vez, un tablero en el que estaban todas las piezas desplegadas, se sentó en su cucheta como si se propusiera mirar desde cierta distancia las posibles jugadas . Al rato, se puso a caminar por la celda, se acercó al tablero y movió el caballo blanco en la línea de torre, una jugada que hasta un negado como yo al ajedrez advertía que era insólita y en contradicción con las lecciones que nos daban los grandes maestros. Después apoyó contra la ventana y allí se quedó, no sé si celebrando su misa o mirando la oscuridad.
Una hora más tarde se escuchó en el pabellón el ruido de las barras que abrían las puertas y el estruendo de los carros de comida conducidos por los fajineros. La cena de esa noche fue la habitual: plato de sopa con una porción de pescado, raciones que yo recibí en la ventanilla de la puerta mientras Danilo preparaba la mesa con los platos de lata, los inofensivos cubiertos y el correspondiente jarro de agua.
Esa noche Danilo ponderó las virtudes del pescado e hizo algunas referencias bíblicas que escuché sin prestar demasiada atención. Después regresó a la ventana y allí estuvo hasta que yo concluí la cena y los fajineros retiraron las sobras. Y allí continuaba, cuando se abrió la puerta de la celda y entraron tres gendarmes que nunca había visto, y le ordenaron que preparara sus bártulos, la clásica orden que daban cuando hay un traslado a otro penal.
Danilo los miró como si los hubiera estado esperando; enseguida acomodó en el bolso sus cosas, sacó el crucifijo que colgaba en la cabecera de la cama, puso en el bolso sus zapatillas, una campera y una camisa. Después nos dimos un abrazo y, antes de irse, miró el tablero de ajedrez y en algún momento me pareció que estuvo a punto de mover el caballo, cosa que no hizo porque así lo decidió o porque los gendarmes lo empujaron para que saliera de una buena vez de la celda.
Tres o cuatro días después, Tato me informó que Danilo había sido ejecutado por los militares, un operativo que se cumplió la misma noche de su traslado recurriendo a la conocida ley de fugas, argumento leguleyo con que los militares justificaban sus habituales ejecuciones. Lo dijo con un tono sombrío, como si lo sucedido le doliera.
Yo a la noticia la había recibido de casualidad un par de horas antes gracias a la indiscreción de un fajinero que se había enterado que a Danilo lo habían matado, aunque no sabía con certeza dónde y por qué, ya que para todos, incluso para el fajinero, Danilo era un traidor, motivo por el cual nadie terminaba de entender las causas de su muerte, aunque, como se explicó después, a Danilo lo mataron por la sencilla razón que Roma no paga a traidores o, como lo sugiriera Tato, el hombre les dejó de ser útil por lo que pasó a ser un testigo indeseable.
Con esas bondadosas conclusiones el tema debería de haber quedado cerrado, pero tres semanas después trajeron al penal a un contingente de presos de Entre Ríos. Allí me enteré por uno de ellos que, efectivamente, Danilo estaba involucrado en la muerte de un compañero, una decisión que tomó cuando se enteró de que ese buen señor había delatado al ejercito un operativo militar de la guerrilla, una delación que había provocado la muerte de más de sesenta combatientes.
El tipo que me pasó esa información repetía lo que había escuchado en esos días, pero carecía de datos precisos e incluso a Danilo no lo conocía personalmente. Se llamaba Pedro y estuvo pocos días en el pabellón, porque luego lo trasladaron a otro penal, motivo por el cual más que una versión exacta lo que recibí fue un rumor, incertidumbre de la que no he podido salir hasta el día de hoy porque para Tato, Danilo continuó siendo un traidor, imputación muy difícil de levantar porque no solo Danilo estaba muerto, sino que también Tato fue asesinado una semanas después en otra oportuna ley de fugas.
O sea que Danilo fue asesinado por los militares y silencioso marchó a la muerte sin poder levantar su estigma de traidor, algo que, debo admitir, no sé si alguna vez le preocupó en serio o, si por el contrario realmente lo angustiaba, aunque sospecho que fiel a su formación religiosa consideró que era la cruz que debía cargar. ¿Traidor o héroe? ¿Entregó a un compañero o mató a un infiltrado? Imposible responder.
Cuando cuatro años después recuperé la libertad, intenté comunicarme con su esposa y su hija, pero me dijeron que vivían en Europa y nadie sabía muy bien dónde, en qué condiciones y si alguna vez regresarían. De hecho, nunca más volvieron y si lo hicieron no lo supe y, salvo casualidad, nunca lo sabré.
A Danilo siempre lo tengo presente. Pasaron los años, pasaron muchas cosas en mi vida y en la vida de este país, pero el recuerdo de él persiste, un recuerdo en el que él y yo nunca envejecemos y nunca dejamos de pensar como pensábamos entonces. Todo en él era extraño, inquietante y asombroso; su pasión religiosa, su generosa sensibilidad, la atención que ponía a mis palabras, el afecto que transmitía, pero más allá de esos recuerdos puntuales y, si se quiere, hasta previsibles, el enigma que me acompaña hasta el día de hoy, es esa partida de ajedrez que dejó instalada sobre la mesa un rato antes de que entraran los gendarmes para trasladarlo a la muerte. ¿Por qué fue que me dijo que existían cinco jugadas para dar jaque mate, según movieran las negras o las blancas? ¿Casualidad o quería sugerir algo más? ¿Por qué lo hizo justo la noche de su muerte? Recuerdo que pocos días después de su traslado comenté con algunos de mis compañeros esa extraña partida. Pues bien, por más esfuerzos que hicimos nos resultó imposible dar ese jaque mate, ´razón por la cual mis amigos dijeron que seguramente estaba equivocado y por lo tanto el tema no ameritaba más comentarios.
Sin embargo, y a pesar de todo yo tenía la certeza –todavía la tengo- de que Danilo algo quiso decirme. Como a las posiciones de las piezas en el tablero las conocía de memoria, años más tarde, le planteé el problema a un maestro del ajedrez que se tomó su tiempo para resolverlo. Según su punto de vista, las piezas estaban colocadas en posiciones muy complicadas, una distribución que escapaba a los planteos clásicos del ajedrez, pero no obstante ello admitió que el jaque mate en cinco jugadas era posible debido a la posición estratégica del caballo.