Si prestas atención, si miras más allá de esa arboleda, casi en el punto donde el cielo parece unirse con el horizonte, podrás distinguir la línea de una torre; es una línea delgada que parece desvanecerse en el aire, es una línea que si miras los detalles verás que está bañada por ese tono rosado del crepúsculo que tiñe con delicadeza el aire.
Esa línea, que a la distancia es apenas un trazo sutil, es la torre de la iglesia de mi pueblo. Cuando estemos más cerca podrás distinguirla en su consistencia, pero ahora quiero que la mires porque es lo que yo hacía hace años, muchos años, cuando regresaba a mi pueblo y una de las primeras señales que trataba de descubrir para saber que estábamos cerca de casa, era esa línea.
No sé por qué lo hacía, pero ya se sabe que en la vida hay muchas cosas que se hacen sin saber por qué. Lo que recuerdo es que entonces era casi un niño, tal vez un adolescente, y con mis padres viajábamos mucho y, el recuerdo que más persiste es la de los regresos a esa hora de la tarde.
No tengo presente cuando te dije que tenía ganas de volver a mi pueblo. Sabía que en algún momento lo iba a hacer, estaba esperando una circunstancia, una señal o algo parecido, hasta que llegaste y, entonces, una de las primeras cosas que se me ocurrió fue la de volver al pueblo con vos. No me preguntes los motivos. Tal vez será porque te quiero, tal vez porque te quiero y deseo compartir con vos todo lo que me importa en serio, o tal vez porque no me animaba a regresar solo. No, no me preguntes los motivos. Cuando llegue el momento prometo contártelos, pero para que ello ocurra, antes necesito saberlos yo.
No sé si viajamos en dirección a mi pueblo o en dirección a la tarde. Lo que sé es que esta hora de la tarde es para mí la más linda del día; es la hora en que los colores parecen suavizarse, la hora de la plenitud, de la serenidad, de la armonía, la hora en que el paisaje se percibe sin estridencias; es la hora más hermosa para vivir y, sin ánimo de ser sombrío, es también la mejor hora para morir.
Ya sé que no te gusta que hable de esas cosas, pero quiero que sepas que no lo hago para que te pongas triste, sino porque creo en serio que la relación con la muerte no tiene por qué ser oscura o sórdida, y porque estoy convencido de que nada se gana con ignorar lo que existe. Se me ocurre que la vida y la muerte son importantes y, así como hay que aprender a vivir, es necesario aprender a morir; la vida es un misterio y la muerte es un misterio. Es verdad, a la vida la experimentamos, pero de la muerte no sabemos nada, de ella lo ignoramos todo o, tal vez, ignoremos lo más importante.
Está bien, tenés razón, no es el momento para hablar de estos temas. Además ya estamos llegando a nuestro destino. Los colores del campo van adquiriendo el tono ceniza del crepúsculo y nosotros dentro de un rato estaremos caminando por las calles de mi pueblo; esas calles a veces luminosas, a veces sombrías; las calles de mi infancia, las calles por las que nunca dejaré de caminar.
Insistes en preguntarme por qué deseo regresar a mi pueblo después de tantos años. Podría decirte muchas cosas, pero la verdad es que no tengo una respuesta definitiva. En este pueblo transcurrió mi infancia, mi adolescencia; de aquí me fui antes de cumplir los veinte años y nunca más volví. Ahora lo hago con vos, mi querida, y esa es mi única certeza, porque lo demás son presunciones, sospechas, confundidas con deseos y miedos.
No sé si fui feliz en aquellos años, tampoco sé si importa saberlo. Creo que lo fui en algunos momentos y que en otros momentos fui muy desdichado. Con los años he aprendido que a todos nos pasa más o menos lo mismo, que la felicidad convive con la tristeza y la alegría con el dolor. De todos modos, presumo que lo que viví fue importante y, lo más curioso, es que esa presunción la descubro ahora, muchos años después, porque, aunque no lo creas, durante mucho tiempo yo no quería saber nada de mi pueblo, lo había abandonado en mi primera juventud y estaba contento de haberlo hecho.
No creo exagerarte si te digo que en algún momento llegué a odiarlo, a despreciar su gente –por lo menos a algunos-, a maldecir el destino que me había asignado ese lugar en el mundo, un lugar que me parecía ruin, lastimoso, miserable. Curiosas lecciones de la vida. Con el paso de los años empecé a sentir la necesidad de volver; empecé a sentir que lo más importante de mi vida estaba allí, en esas calles, alrededor de esa plaza, en ciertas esquinas, entre aquellas casas, por esas veredas por la que en otros años caminé tantas veces.
¿Suena muy sentimental? Es posible. No me avergüenza reconocerlo. Vuelvo a mi pueblo pero no vuelvo solo, no vuelvo derrotado, ni vencido, vuelvo con vos y eso para mí es muy importante mi amor, tan importante como volver, tan importante que, me animaría a decirte, que si vos no estuvieras en mi vida, si vos no existieras, si vos en este momento no estuvieras caminando a mi lado, no tendría sentido el retorno.
Oscurece mi amor. Los faros del auto están encendidos e iluminan la ruta. En aquellos años el asfalto terminaba justo a la altura del pueblo. Después el camino era de tierra y cuando llovía se transformaba en un lodazal y los autos se empantanaban o se deslizaban hacia los zanjones. Recuerdo haber visto a los camioneros colocar cadenas en las ruedas para poder transitar y a los hombres a la orilla de la ruta con sus pilotos enormes y sus botas de goma gesticulando y moviéndose agobiados por el barro y la desazón. Entonces el acceso a mi pueblo no era por donde todos entran ahora, es decir, por una avenida arbolada, sino por el viejo cementerio que es por donde vamos a entrar nosotros.
Me han dicho que mi pueblo ha cambiado, que ahora es una ciudad, que cuando vaya no lo voy a conocer. Es probable. Han pasado más de veinte años desde que me fui y los cambios deben de haber sido importantes. Sin embargo, estoy seguro –no sé por qué- que en lo fundamental, en lo que verdaderamente interesa, mi pueblo sigue siendo el mismo. Sé que cuando me pare en esa esquina de la plaza que quiero que conozcas, en esa esquina donde me dijeron que aún está el bar que frecuentaba todas las mañanas y todas las noches, sabré definitivamente que todo sigue igual. Bastará para ello que mire hacia el sur, hacia la línea de luces que entonces conducían a mi casa, para saber que si bien el tiempo ha transcurrido, todo está como entonces, por más que mi casa no exista, por más que mi madre ya no me esté esperando con la cena preparada, por más que desde la ventana de mi dormitorio ya no se pueda contemplar el follaje de los árboles iluminados por la luz de la luna y por más que yo ya no sea un niño.
Ya estamos cerca. Nadie sabe de mi regreso. Tampoco creo que a nadie le interese. Vamos a entrar a mi pueblo como dos forasteros o como una pareja de enamorados en su luna de miel. Y nos vamos a alojar en el mejor hotel porque nos mereceos ese lujo. Después saldremos a caminar sabiendo que nosotros podemos ser felices en cualquier parte, pero una caminata por las calles solitarias de mi pueblo tiene un sabor distinto, un sabor que ahora necesito compartir con vos.