La amante de Bolzano

“La amante de Bolzano” es una de las grandes novelas de Sandor Marai y un homenaje a Giacomo Casanova. La novela se inicia precisamente cuando después de fugarse de la cárcel de Venecia, un Casanova casi en andrajos y sin un peso llega a Bolzano y se las ingenia para alojarse en una posada de la ciudad porque ni la ausencia de monedas ni los andrajos le impiden perder el aire de gran señor cultivado en las principales y distinguidas cortes de Europa donde ejerció su arte de seductor y tahúr. Entre la servidumbre ha corrido la noticia de que ha llegado “un hombre”. Mujeres de diferentes edades y condiciones de pronto se sienten inquietas, alborotadas, excitadas porque un hombre ha llegado. Y Marai entonces narra ese momento, el momento en que las mujeres se acercan al cuarto donde Casanova está durmiendo porque saben, cada una de ellas íntimamente lo saben que allí hay un hombre, un hombre en una ciudad en la que abundan galanes, espadachines, jugadores, poetas…pero sin embargo en el cuarto más cómodo de laPosada del Ciervo un hombre estaba durmiendo y esa certeza instintiva alborotaba a las mujeres…

¿Qué has visto? —le preguntaron las otras en un susurro, acercándose a ella con un ruido parecido al de un grupo de cornejas cuando se posan en la rama de un árbol.

La muchacha de ojos castaños sopesó su respuesta.

—Un hombre —contestó por fin en voz baja, un tanto inquieta.

La respuesta hizo reflexionar a las mujeres. Tal revelación tenía algo de idiota, pero también algo de extraordinario y de temible. «¡Un hombre, Dios mío!», pensaron las mujeres, levantando la vista al techo, sin saber si reírse o salir corriendo…

—Un hombre, ¿y qué? —observó Gretl.

La vieja Elena batió las palmas con un movimiento casi devoto, y su boca desdentada repitió con admiración y humildad:

—¡Un hombre!

Y Nanette, la viuda, miró al suelo y dijo muy seria, con un aire lleno de recuerdos:

—¡Un hombre!

Se quedaron así, meditabundas, y a continuación empezaron a reírse y, una detrás de la otra, se arrodillaron delante del ojo de la cerradura y miraron hacia el dormitorio, sintiéndose muy pero que muy bien. Les habría gustado preparar un café, sentarse cómodamente con sus tazas alrededor de la mesa de patas doradas, y esperar así, en medio de una agitación festiva y un tanto descarada, al forastero. Se sentían orgullosas y el corazón les palpitaba porque habían podido ver al forastero y así tendrían algo que contar en el mercado y en la ciudad, en su casa y junto a la fuente. Se sentían orgullosas y al mismo tiempo inquietas, sobre todo Nanette, la viuda, y Lucia, la curiosa; hasta la vanidosa e idiota de Gretl estaba intranquila, como si hubiese algo extraordinario y maravilloso en el hecho de que un hombre hubiera llegado a la ciudad. Tenían la sensación de que su agitación carecía de fundamento o motivo. Y sentían que esa agitación no se debía sólo a la curiosidad impertinente. Era como si por fin hubieran visto a un hombre de verdad a través del ojo de la cerradura; como si, en el mismo momento en que habían espiado el sueño del forastero, hubiesen sometido a examen a sus maridos y amantes y a todos los forasteros que hasta entonces habían conocido. Como si aquel hombre hubiese sido una rareza, un espectáculo: un hombre que no era ni siquiera guapo, sino más bien feo; un hombre que no tenía rasgos refinados ni un porte gallardo, un desconocido de quien sólo sabían que era un impostor, un héroe de las tabernas y de las salas de juego; alguien que ni siquiera portaba equipaje, alguien cuyo nombre era sospechoso ya de por sí, como si éste no le perteneciera del todo; alguien que tenía fama —como todos los hombres mujeriegos— de ser descarado, seguro y tranquilo con las mujeres; como si todo aquel fenómeno fuera, de todas formas, una rareza. Eran mujeres y sentían muchas cosas. Como si, ante aquel hombre a quien todavía no conocían, se les hubiese revelado el fuero íntimo de los hombres que habían conocido.

—Un hombre —repitió Lucia en voz baja, con inquietud y devoción.

Todas ellas sintieron que una noticia volaba ya por el mercado de Bolzano, por los salones de Trento, por los vestidores de los teatros, por los confesionarios de las iglesias, una noticia que hacía palpitar los corazones: la noticia de que un hombre se disponía a partir, de que se despertaba entre bostezos en ese mismo instante en su dormitorio de la Posada del Ciervo. «¿Será un fenómeno tan raro un hombre?», se preguntaban las mujeres de Bolzano a sí mismas, en el fondo de su corazón. No se lo preguntaban con palabras, sino con sentimientos. Una palpitación, una palpitación imposible de mal interpretar, les respondía. Les respondía así: «Sí, es lo más raro que hay.

Porque los hombres —ellas lo sentían así, vagamente, dentro de su corazón palpitante— eran padres, maridos o amantes, les gustaba comportarse con virilidad, cruzar sus espadas, ostentar sus títulos, rangos y fortunas, correr detrás de las faldas de todas las mujeres; eran así, en su mayoría, en Bolzano y en todas partes, si se podían fiar de lo que se comentaba. Pero ese hombre tenía una fama distinta. A los hombres les gustaba comportarse con altivez, en ocasiones casi cantaban como gallos por su vanidad y su gallardía, de una manera ridícula. Pero la mayoría de los hombres eran tristes e infantiles, o tontos y ansiosos, o bien indiferentes e insensibles. En aquellos momentos, esas mujeres sintieron que Lucia estaba en lo cierto, que ellas habían visto a un hombre de verdad, a un hombre auténtico, alguien que era total y solamente hombre, como un roble que sólo es un roble, como una roca que sólo es una roca y nada más. Al comprender todo eso se miraron con las bocas y los ojos muy abiertos, reflexivas e inquietas. Lo comprendieron porque Lucía lo había puesto en palabras, porque ellas lo habían visto con sus propios ojos, y porque la estancia, la casa y toda la ciudad estaban llenas de una tensión y una excitación que emanaban de la propia presencia del forastero; comprendieron que un hombre de verdad es un fenómeno tan raro como una mujer de verdad. Un hombre que no necesita demostrar nada a los demás con palabras altisonantes ni con su espada, que no necesita cantar como un gallo, que no pide más ternura que la que él mismo es capaz de ofrecer, que no busca ni a una madre ni a una amiga en las mujeres, que no quiere refugiarse en los brazos del amor ni detrás de las faldas de las mujeres; un hombre que únicamente desea dar y recibir, sin prisas, sin ansiedad, porque ha entregado toda su vida, todas sus energías, todas las luces de su mente y todos los músculos de su cuerpo a la atracción de la vida misma: ese tipo de hombre es un fenómeno verdaderamente rarísimo. Hay hombres que necesitan de una madre, hay hombres taimados y también los hay vociferantes y gallardos que exageran y deforman sus sentimientos hacia las mujeres, y además los hay indiferentes, tímidos y aburridos. Y ninguno de ésos son hombres de verdad. Hay también hombres guapos que no se preocupan por las mujeres sino por su propio atractivo y sus propios éxitos. Hay igualmente hombres crueles que se aproximan a las mujeres como a un enemigo, como hacen los asesinos, con una sonrisa melosa en los labios, escondiendo un puñal debajo del capote. En algunas ocasiones, raras ocasiones, aparece un hombre de verdad, como había aparecido allí. Ellas comprendieron la fama que lo había precedido, y la inquietud que se había apoderado de la ciudad; parpadeaban, suspiraban, jadeaban, se oprimían el pecho. De repente, Lucia lanzó un grito y todas retrocedieron hacia la puerta de salida. Porque la puerta del dormitorio se había abierto, y allí, bajo el dintel, un tanto encorvado, con la cara sin afeitar, guiñando a la luz del día, con los ojos inflamados, enjuto como si estuviera agotado y súbitamente firme, como si se preparara para saltar, estaba el hombre, el forastero.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *