La mesa de póquer del Club Universitario, la que funciona en el cuarto que está al costado de los baños y en diagonal al salón principal, concluyó más o menos a la siete de la mañana. Nada nuevo bajo el sol. Dos o tres veces a la semana los muchachos se reúnen allí para jugar al póquer. Incluso alguna vez instalaron una ruleta, una iniciativa de Bernstein que contó con la aprobación de Ferrari. Se dice que en su momento Ferrari y Bernstein hicieron alguna plata con esa suerte da casino universitario, aunque nadie se enriqueció porque la plata que le sacaron durante unos meses a los estudiantes, luego la perdían en las carreras de caballos o en una mesa de punto y banca en el Club Social de la ciudad. En las mesas de póquer del Club Universitario todos se conocen y, como dijera Ferrari, la plata no hace otra cosa que circular ante la mirada indiferente, impasible de los eternos timberos que despuntan el vicio hasta que se terminan los cigarrillos, la ginebra y la plata de los perdedores de la noche. El hecho de que Salcedo celebre su fiesta de recepción en el salón principal no impidió que la mesa de timba funcionara, por la muy sencilla razón de que a los jugadores les importa mucho más darse el gusto con el póquer que estar presentes en una fiesta, actividad que, según se mire, puede llegar a ser interesante pero infinitamente inferior al gusto de jugar. “Decidí hace rato –sentenciaba Garavaglia- que entre el azar del sexo y el azar del naipe considero más prudente, menos riesgoso y más previsible el del naipe”. Esa noche Garavaglia ganó unos cuantos pesos, una racha de buena suerte que lo viene acompañando desde hace un par de semanas, aunque como buen timbero sabe muy bien que ya llegarán las rachas malas, motivo por el cual la satisfacción de haber ganado no cambia su humor, como tampoco se altera demasiado cuando pierde. Los últimos timberos bajan por la escalera que da a la puerta sobre calle San Martín. El sol ya ha salido y la luz si bien no es muy intensa parece que lo molesta a Garavaglia porque saca del bolsillo del saco unos lentes ahumados. Los muchachos se paran en la esquina de Yrigoyen y después de hacer algunos comentarios de circunstancias se separan. Garavaglia camina con Bernstein un par de cuadras en dirección al norte y lo deja en la puerta de su casa, una vieja pensión de estudiantes que desde tiempos inmemoriales funciona en la planta alta de calle Junín y responde al nombre de “Altillo”. León Bernstein. Judío, hijo de un modesto sastre, alguna vez militante de izquierda, anda por cerca de los treinta años y desde hace por lo menos dos años que no rinde materias. Con Garavaglia se conocen desde los tiempos en que ambos militaban en la izquierda, amistad que se inició en los locales y campamentos de la Juventud Comunista y luego continuó en las mesas de timba de los clubes, afición que de todos modos parecen no afectar sus creencias de izquierda y sus convicciones que el mundo marcha inevitablemente hacia el comunismo, una apuesta que ellos afirman que están en condiciones de realizar sin margen de error y con la certeza, como les dijera alguna vez Tracy, que cuando se haga la revolución los primeros fusilados serán ellos. Garavaglia camina por una calle San Martín desierta, dobla en Bulevar y se dirige a la facultad a tomar un café y conversar con los amigos, antes de irse a dormir o de intentar dormir, porque de un tiempo a esta parte no puede cerrar los ojos más de una hora, dos a lo sumo, un problema que intenta resolver con pastillas siempre y cuando Martini logre convencer a un médico amigo para que le extienda la receta correspondiente. En el bar ve a la gente de siempre, particularmente a los estudiantes mañaneros, especímenes exóticos para un tipo como Garavaglia que cursa una materia al año y por lo general rinde libre. Ahorase arrima a la barra para pedir un café bien cargado con dos medialunas. Se siente bien, entre otras cosas porque anda con plata, no demasiada pero la suficiente como para tirar unos días, pasarle unos pesos a Martini para que pague la luz y el alquiler de la casa. Le pide a Florencio el diario de la noche anterior y se acomoda a una mesa al lado de una de las columnas de la galería, pero mirando en dirección a la puerta de entrada. Del diario lee los titulares y la página de carreras de caballos. Después saca del bolsillo del saco una hoja manuscrita, aparta el pocillo de café, el platito con las medialunas, el diario y con una birome en la mano se pone a leer lo que allí ha escrito: “Hubo un instante en que fuiste/ esa suave melodía que los timberos y los presos/ los borrachos y los ladrones/ los solitarios y los tristes/ perciben un minuto antes de que se precipite la catástrofe./ Tal vez nunca te lo dije/ tal vez nunca lo supiste/ pero muchas veces la razón estuvo de tu lado./ No sé si lo sabías o preferías callar/ por ese hábito algo generoso, algo perverso/ de hacerme creer/ que yo sabía más y veía más lejos./ Es verdad/ al libreto lo conocías/ y sabías, mejor que nadie,/ que al principio y al final de la historia/ todos los derrotados se parecen./ Tiritando de cansancio/ regreso a la soledad/ a las horas vacías y al insomnio/ a la compañía silenciosa de algunos libros/ a la nostalgia de la celda/ a las mesas de timba que se arrastran hasta la madrugada./ Fiel, obsesivamente fiel a la memoria/ recordaré de aquellos días de garúa y frío/ tu sonrisa cansada/ ese delgado velo de tristeza/ que de a ratos te nublaba los ojos/ los tibios estremecimientos del amor/ un pequeño encendedor blanco/ olvidado en la mesa de luz/ mi desvelo y tu desamparo/ la balada de Sacco y Vanzetti/ y el tango Escolaso cantado por Rivero/ algunas palabras que te dije y me dijiste/ en un bar de Paraná/ el gusto compartido por el jazz/ aquellas lágrimas que descubrí suspendidas en tu mejilla / una noche que vos querías hacer el amor/ y yo quería morirme”. Mientras Garavaglia se esfuerza por corregir algunas palabras del poema, ve llegar a Livia. Garavaglia sabe que ella no ha dormido, que a la madrugada la recibió en el cabaret o en algún lugar parecido. Garavaglia conoce esa penumbra, el humo de los fasos y esas mujeres apoyadas en la barra o paseándose por el salón a la busca del hombre que pague la copa o algo más. Claro que lo conoce como conoce a Livia. Sus ojos marrones siempre inquietos, su gesto empecinado, sus cabellos castaños, ahora recogidos, ese estilo para acercarse a los hombres sin dejar de ser ella misma. Está allí. En el bar de la facultad. Se acerca a la mesa. Desvelada, con los lentes ahumados para disimular las ojeras o el cansancio. Y sin embargo, amanecida, sin una pizca de maquillaje y sin proponérselo, sigue siendo una hermosa mujer. Tal vez no lo será por mucho tiempo. Tal vez. Pero qué bien sabe consumir su belleza. Livia lo ve a Garavaglia y se acerca a la mesa. No son muy amigos, pero ella tiene un particular afecto por ese tipo que vive con Martini y cuya amabilidad no alcanza a disimular su angustia, esa decisión de destruirse lentamente todos los días, de hacerlo sin pausa y sin dramatismo, hasta con elegancia y estilo, como si hacerlo fuera lo más natural e incluso lo más agradable del mundo. Livia comparte con Garavaglia un café. Lo espera a Martini, quien la ha citado a esa hora para hacerle un encargo, pedido que tratándose de Martini para Livia es una orden. En algún momento pregunta por la fiesta de Salcedo y Garavaglia se limita a decir que todo ha salido de acuerdo con lo previsto: mucha música, muchas copas y mucho baile. También muchos borrachos. Según Garavaglia hubo más de doscientas personas o, mejor dicho, pasaron por la fiesta más de doscientos entre invitados y colados. Y me quedo corto, agrega. Menciona al pasar la presencia de algunos profesores, incluido Tracy que se retiró temprano con la doctora Galdós que también quiso estar presente en la fiesta del Negro. El relato no incluye la observación de que a la fiesta Garavaglia la vio de costado porque estuvo jugando toda la noche, una aclaración que en este caso no es necesario hacer porque Livia conoce el paño. No obstante, Garavaglia no dejó de estar al tanto de algunas peripecias de la fiesta, algo si se quiere inevitable, ya que la mesa de póker funciona a pocos metros del salón de fiesta. El detalle pintoresco de la noche lo dieron los diferentes discursos de despedida, mientras en un rincón del salón un guitarrero acompañaba a algunos curdas empeñados en desafinar coplas de la guerra civil española. Alrededor de las tres de la mañana –le sigue contando Garavaglia a Livia- comenzaron los borrones protagonizados por la estrella de la fiesta. No sé bien por qué causa, tampoco importa mucho saberla, el Negro Salcedo discutió por una boludez con un par de mamados y estuvieron a punto de agarrarse a puñetes, cosa que no ocurrió porque intervinieron Ortega y Donovan. Pero a partir de ese momento, le sigue explicando Garavaglia a Livia, el Negro no dejó cagadas sin hacer. Agresiones gratuitas, chistes de mal gusto y vino, mucho vino, En algún momento se peleó con la mujer que lo acompañó a la fiesta, una rubia que de un tiempo a esta parte salía con él y que le venía aguantando desplantes desde que llegaron al Club. Garavaglia no sabe cual fue la gota que rebalsó el vaso, pero por lo que le contaron, la rubia en algún momento lo mandó a la mierda y cuando él intentó acercarse a ella, no sé si a insultarla o a pedirle disculpas, porque con el Negro nunca se sabe, tropezó y se cayó largo a largo, incidente que la rubia aprovechó para irse del club, creo que acompañada por el Flaco Rearte que, como vos sabrás muy bien, es más ligero que Yatasto y si se le presenta la ocasión no tiene problemas en soplarle la mina a su hermano o a su viejo. Para concluir, el Negro se despidió de la noche tomando de todos los vasos mientras canturreaba “Destellos”, que es el tango que a él le recuerda lo que califica como su tragedia amorosa con “la perversa, sádica y siniestra” de Mara. Por suerte para él, en algún momento, como a las cinco de la mañana, se quedó dormido en el balcón que da sobre la esquina de Hipólito Yrigoyen y San Martín. Y allí se hubiera quedado hasta ahora si sus amigos no hubieran cargado con él para llevarlo a la casa. Yo incluso los ayudé a bajar la escalera, porque el Negro es grandote y dormido es más pesado que un ropero. Cuando volví a la mesa de juego en el salón lo único que quedaban eran vasos con restos de vino, sillas tiradas, botellas rotas, servilletas sucias, dos mamados que en la punta de una mesa discutían, creo que acerca de la revolución cubana y todo ello levemente iluminado por las primeras luces de la mañana que entraban por los ventanales que dan sobre calle San Martín. Mientras Garavaglia le comenta a Livia las alternativas de la fiesta, Ortega se acerca a la mesa y toma asiento. Eufórico, exagerado en sus expresiones, algo ostentoso para hablar y para vestirse, dice que se acercó a la facultad para retirar un libro de la biblioteca y volver a su casa en donde lo espera su compañero de estudio. Como al pasar pregunta por Durán y Montaner. Garavaglia le contesta que no los ha visto, mientras Livia le dice que Durán seguramente se dará una vuelta por la facultad después del mediodía. Ahora el que se acerca a la mesa es Martini, saluda y después de algunos comentarios de ocasión se traslada con Livia a otra mesa. Ortega por su parte saluda y se va. Solo otra vez, Garavaglia saca del bolsillo del saco la hoja en la que está escrito el poema. Lo lee pronunciando en voz baja las palabras. Se detiene de a ratos y corrige, cambia palabras, agrega, tacha y reescribe. Media hora, cuarenta minutos se dedica a esa tarea. En algún momento guarda el poema en el bolsillo y se queda pensativo.