«Ojos de perro siberiano»

«Ojos de perro siberiano», una «novelita» excelente escrita por Antonio Santa Ana, y el diminutivo en este caso es apenas una ironía para quienes la presentan como «literatura juvenil», otorgándole a lo «juvenil» no sé qué condiciones o de inmadurez o de simpleza que en todas las circunstancias no tienen nada que ver con la literatura. El inicio de la novela merece consignarse por el movimiento, por el ritmo que hay en ese primer párrafo.  
 
“Es terrible darse cuenta de que uno tiene algo cuando lo está perdiendo. Eso es lo que me pasó a mí con mi hermano.
Mi hermano hubiese cumplido ayer 31 años, pero murió hace 5.
Se había ido de casa a los 18, yo tenía 5 años. Mi familia nunca le perdonó ninguna de las dos cosas, ni que se haya ido, ni que se haya muerto. Esto, si no fuera terrible, hasta sería gracioso.
Pero no lo es, lamentablemente.
Perdonen si este párrafo es confuso. Quiero contar toda la historia esta noche. Mañana me voy. Tal vez si logro repasar mi historia en voz alta, aunque sea una vez, me sienta más liviano en el momento de tomar el avión. Pero no sé si podré.”
 
 
 
Narrada en primera persona, este hermano menor del que no conocemos el nombre nos va a contar la relación con Ezequiel, su hermano mayor. Con breves trazos Santa Ana nos ubica en el escenario: familia de clase alta residente en San Isidro, padre de alrededor de 65 años, emprendedor, seguro de si mismo, deportista por supuesto; madre dócil, forjada a la sombra del marido y dos hijos con una diferencia de trece años.
Ezequiel, el mayor, el hombre en el que el padre considera su heredero se enferma de Sida. La humillación, la vergüenza y la necesidad de ocultar todo, incluso cuando ya la enfermedad es imposible de eludir socialmente, la presenten como «leucemia», no vaya a ser cosa de que alguien piense mal.
El narrador nos recuerde esos entrañables personajes juveniles al estilo Tom Swayer u Holden Caufield, que se acerca a ese hermano mayor que ya no vive con sus padres e inicia una relación de admiración y amor, pero también de madurez y crítica al mundo en el que viven.
El único personaje rescatable en ese cuadro familiar hecho de convenciones y prejuicios es la abuela, que no vive con ellos pero es la que emocionalmente banca y sostiene a Ezequiel y la que se esfuerza por comprender lo que pasa a su alrededor. Después todos se comportan previsiblemente: los familiares, los amigos mayores y los propios amigos del narrador que no pueden disimular el rechazo que les provoca que su hermano tenga Sida.
En algún momento, en una de esa charlas y caminatas por algunas calles de Buenos Aires, el narrador le pregunta a Ezequiel por qué quiere a ese perro siberiano que lo acompaña a todas partes.
 
      
 
 
 
«Uno de los motivos porque quiero tanto a este perro es por sus ojos. Desde que estoy enfermo la gente me mira de distintas maneras. En los ojos de algunos veo temor, en los otros intolerancia. En los de la abuela veo lastima. En los de papá enojo y vergüenza. En los de mamá miedo y reproche. En tus ojos curiosidad y misterio, a menos que creas que mi enfermedad no tiene nada que ver con que estemos juntos en este momento. Los únicos ojos que me miran igual, en los únicos ojos que me veo como soy, no importa si estoy sano o enfermo, es en los ojos de mi perro. En los ojos de Sasha.
 
 
 
Otras de las reflexiones de Ezequiel
 


“Uno nunca termina de conocer del todo a las personas —me dijo—, ni aún a las más cercanas, padre, madre, hermanos, hermanas, marido, mujer. Siempre hay una zona de cada uno que permanece a oscuras, alejada por completo de los demás. Una zona de pensamientos, de sentimientos, de actividades, de cualquier cosa. Pero siempre hay un lugar de nosotros en el que no dejamos que entre nadie más. Yo creo que eso es lo que hace a las relaciones con los demás tan interesantes, esa certeza que, aunque nos lo propongamos, nunca los vamos a conocer del todo.

“interesantes, esa certeza que, aunque nos lo propongamos, nunca los vamos a conocer del todo.”
 
 
Pasan algunos años y finalmente Ezequiel muere:
 
 
“Todos los muertos están solos. Todos.
Ezequiel en el cajón parecía más solo todavía.
Tenía la soledad de los muertos, de todos los muertos, pero también, la soledad de la muerte joven. La soledad de una muerte negada por su familia.
Alguien dijo una vez, no sé quién, que el SIDA es como la guerra, son los padres los que despiden a sus hijos.
Ezequiel no tuvo esa suerte. La abuela y yo solamente lo acompañamos hasta el final.
Cuando Ezequiel murió, papá estaba de viaje de negocios.”
“El día del entierro comprendí por qué en las películas los funerales se filman siempre con lluvia. En el cementerio donde lo enterraron los pájaros cantaban, había flores, el césped brillaba. Comprendí que la luz del sol es despiadada, son las sombras las que nos protegen.
Ningún gesto se escapa de la vista de los demás. Ningún rictus de dolor. Con tanta luz, tanta claridad, era más dramática aún la idea de la muerte.”

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