Contradiciendo ciertas generalizaciones del sentido común, diría que el poder político y el poder mafioso no son lo mismo. Sus orígenes y sus objetivos difieren, aunque la historia nos ha revelado que en ciertas circunstancias existen vasos comunicantes que los transforman en afines.
Hay mafiosos que en su mundanidad y buenos modales nos recuerdan a ciertos políticos y hay políticos que se parecen demasiado a los padrinos mafiosos. De todos modos, conviene insistir en las diferencias para eludir versiones simplificadoras y tramposas. Los objetivos de la mafia son siempre criminales; los de la política, no. La mafia opera en secreto, al margen de la ley y no hay mafia sin decisión de matar. La política, por el contrario, se propone la transparencia, reivindica la legalidad y, en el caso de la política democrática, promueve las resoluciones pacíficas de las diferencias.
Un advertencia es necesaria. Estos principios políticos bajados al terreno escabroso de lo real dejan de ser tan antagónicos. Hoy la mafia -por lo menos sus exponentes más lúcidos- aspira a la legalidad, a insertarse en el orden político y en más de un caso consideran que el crimen no es necesario, aunque, por un camino u otro todo jefe mafioso, incluso el más integrado al sistema, en algún momento recurre al crimen como método expeditivo y privilegiado para eliminar rivales molestos.
El momento en que un Michel Corleone avejentado y agobiado por las culpas se lamenta que cada paso que ha dado para integrarse al sistema y alejarse de sus orígenes criminales solo lo han acercado a más crímenes y matufias, es intenso y aunque es probable que el episodio tenga más certeza literaria que política, no por eso deja de merodear cierta zona de verdad que conviene tener presente.
Respecto de la política, sabemos que en su tránsito por lo real puede corromperse. Los ejemplos sobran. Y en algunos casos son tan reiterados que para el sentido común de la sociedad política y corrupción suelen ser sinónimos y, en más de un caso, la palabra “corrupción” es desplazada por la palabra “mafia”, vocablo que deja de ser un sustantivo con identidad histórica para transformarse en un adjetivo que califica comportamientos y decisiones.
¿Qué es lo que puede haber en común entre política y mafia, cuando desde el punto de vista teórico deberían ser conceptos antagónicos? En primer lugar, la cuestión del poder. La mafia y la política no existen en abstracto. Son realidades materiales consistentes, redes de relaciones que constituyen esto que llamamos poder: poder mafioso y poder político.
Sabemos que todo mafioso se esfuerza no solo por consolidar y extender su poder. Mas lo que importa saber es que ese poder no suele ser muy diferente al poder estatal. La mafia es algo así como un “estado” en las sombras. Sus principios de legalidad nunca están escritos pero sus miembros los conocen, los respetan y los temen. Como el estado, la mafia aspira a ejercer el monopolio legítimo de la violencia; como el estado, declara guerras y firma tratados de paz y, mientras el estado cobra impuestos para financiarse, la mafia cobra protección.
Maquiavelo en estos temas no es ambiguo. Su modelo de político es César Borgia. Y el momento en que Maquiavelo percibe que ese hombre joven, inteligente, lúcido y magnífico reúne las condiciones ideales de estadista, es en el célebre episodio de Sinigaglia. En esa ciudad César convoca con simulaciones, sugerencias y engaños a las principales familias que compiten con su poderío. A Sinigaglia arriban, entre otros, los Orsini, los Vitellozzo, los Olivertto, es decir los grandes condottieris del momento. Desfile de caballos y carrozas, trompetas vibrando en el aire, promesas de banquetes y sonrisas, muchas sonrisas. Y súbitamente, el César Borgia seductor se transforma. Todos los jefes son tomados prisioneros. Alguno serán ahorcados y otros apuñalados. Al final de la jornada, el Valentino es el dueño del poder. Maquiavelo contempla fascinado ese espectáculo y cuando años después escriba El Príncipe le otorgará al episodio y a su protagonista central un rol decisivo.
Los episodios de Sinigaglia ocurrieron a principios del siglo XVI. Pasaron más de cuatro siglos, la política fundó valores humanistas e instituciones destinadas a controlar a los poderosos, pero todo político sabe que en última instancia -y más de una vez en primera instancia- la violencia simbólica, pero también la real, está presente en la política y en su sustancia, las relaciones de poder. ¿Qué tiene que ver esto con la mafia? Según se mire, bastante. Sobre todo en el punto relacionado con el poder, ese espejo, a veces transparente, a veces opaco, en el que poder político y poder mafioso pueden llegar a reconocerse.
Volvamos Sinigaglia. El operativo que deslumbra e inspira a Maquiavelo tendrá años después su propia puesta en escena en esa formidable máquina de mitos que es el cine. Hablo de El Padrino, primera parte; la escena final, la escena en la que Michel Corleone ajusta cuentas en una jornada con todas las familias rivales. No deja de ser sintomático que el episodio que fascinó a Maquiavelo sea el mismo tiempo el episodio que fascinó a Mario Puzo y a Francis Ford Coppola.
Dicho esto, las diferencias deben destacarse. La política puede recurrir a comportamientos mafiosos, pero cuando lo hace niega su condición o por lo menos niega los principios que la legitiman, legitimidad que en la sociedades democráticas está sostenida por el voto popular.
La mafia, por el contrario, no tiene otro objetivo que los criminales. De todos modos, el reconocimiento de esta verdad, la verdad de una actividad política desvelada por servir a la sociedad, no puede impedirnos reconocer que en el campo del poder, la tentación para transformarse en un poder mafioso está siempre presente. La lógica misma del poder, librado a su propio destino y liberado de controles tiende a parecerse al poder mafioso: la ilegalidad, el secreto, la jerarquía, los beneficios privados y decisiones que pueden llegar a ser criminales. Asesinar en nombre de la política, no es una novedad en la historia. Y lamentablemente sabemos que ese tipo de decisiones mantienen en el mundo contemporáneo una inquietante vigencia.
Digamos que a la política mafiosa solo se la combate con política, con política virtuosa. Fácil decirlo, difícil hacerlo. La política por definición, debe lidiar con el poder. Los anarquistas, fueron en el siglo pasado quienes percibieron con más intensidad este problema y supusieron que el peligro se resolvía negado el poder. Error. Para bien o para mal, es la experiencia histórica la que nos enseña que necesariamente debemos convivir en la incómoda paradoja de admitir la existencia inevitable del poder y, al mismo tiempo, ponerle límites. Esos límites y controles incluyen todas las manifestaciones del poder público: estatal y civil.
El poder democrático no se lo conquista de una vez y para siempre. El poder mafioso merodea su alrededor como tentación, como vicio, como pesadilla. La corrupción es su manifestación más visible. La corrupción sistémica y estructural. Ello incluye jerarquías, ilícitos, violencia y clandestinidad. A la mafia se la califica como crimen organizado. Algo parecido podría decirse de quienes en su momento transformaron al poder democrático en poder mafioso. Los argentinos algo sabemos de esto.