Hay muchas hipótesis acerca de los orígenes de la novela policial. La más divulgada es la que sostiene que la novela de enigma nace con Edgar Allan Poe y «Los crímenes de la calle Morgue». Por su parte, es tentadora la otra hipótesis que plantea que el origen de la novela negra está en el relato «Los asesinos», de Ernest Hemingway. Dejo por ahora a un costado del camino a la novela negra para «meterme» con la de «enigma», la denominada «inglesa». Postulo provocativamente que el primero que avanzó en este terreno fue Sarmiento. Por lo menos el primero que presenta al investigador y traza las líneas de la investigación y la dilucidación de enigma. ¿Dónde? En el «Facundo» por supuesto. En su momento sostuve que Sarmiento en ese libro formidable anticipó la llegada del tango; ahora digo que también anticipo la novela de enigma. Nuestro primer investigador, se llama Calíbar, es un hombre mayor, de pocas palabras, respetado y respetable. Un criollo de ley. Sarmiento lo presenta en el capitulo «El rastreador». Esta es la primera historia.
“Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Éste es!». El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. ”
Sin exageraciones, Calíbar anticipa a Sherlock Holmes, Arsenio Dupin y Hércules Poirot, por mencionar a los más populares. Se dirá que Calíbar apenas es un rastreador. ¿Y acaso los detectives de nuestras novelas no son también rastreadores, no siguen el «rastro», las huellas, las marcas, para dar con el delincuente? ¿ No miran lo que otros ni siquiera ven? ¿Acaso no leen en «el terreno» las huellas invisibles para el hombre común?
El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había
tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi as dir!». Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador… ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: «Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican». Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está». La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido»,
fue la breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado».