Senso, Luchino Visconti y Camillo Boito

Senso es el título de la película filmada por el gran Luchino Visconti en 1954. Fue su tercera película y para algunos críticos la mejor de una saga de películas excelentes. Senso contó con la colaboración de Franco Zefferelli, Francesco Rossi y el escritor Giorgio Bassani. Vestuario, música, escenografía, sonido, iluminación fueron «detalles» que Visconti resolvió con exquisita sensibilidad. Senso puede ser vista como una película histórica, una ópera, un drama político, un conflicto militar o una historia de amor. Un crítico observó que anticipa a El Gatopardo filmado en 1963.  En ambos casos, Visconti estaba en su salsa recreando el universo de la nobleza con sus intrigas, sus pasiones y su sofisticada decadencia. Como se recordará,  El Gatopardo es el título de la novela de Giuseppe Lampedusa, mientras que Senso es un relato escrito por Camillo Boito, un escritor injustamente calificado de segunda línea, cuando hoy sus relatos están considerados entre los mejores que se escribieron en la Italia de la segunda mitad del siglo XIX. Es más, hay una apuesta entre críticos y cinéfilos acerca de si la película es superior al relato,  polémica tan estéril como debatir si Ginóbili es superior a Messi, polémica que nunca se terminará de zanjar porque estamos hablando de dos lenguajes incomparables: el del cine y el de la literatura. De todos modos,  la lectura «Del cuaderno secreto de la condesa Livia», (Senso será el título de Visconti) es uno de los quehaceres más agradables para quienes gustan saborear la mejor literatura. Se trata de un relato breve escrito en primera persona, la condesa Livia Serpieri que en el cine es interpretada por Alida Valli. Compartamos este párrafo inicial del escrito de Boito y después a mirar la película y apurarse para conseguir la edición española de los relatos de Boito de ediciones Cátedra.     
 
 
 
 
Ayer en mi salón amarillo, mientras el abogadito Gino, con la voz ronca por la pasión largamente contenida, me susurraba al oído:

—Condesa, tenga compasión de mí, écheme, ordene al servicio que no me deje entrar más, pero en nombre de Dios, sáqueme de una duda mortal, dígame si puedo o no puedo tener esperanzas.

Mientras el pobre se echaba a mis pies, yo, erguida, impasible, me miraba al espejo. Examinaba mi rostro buscando alguna arruga. En mi frente lisa y tersa como la de una niña, jugueteaban unos ricitos; a ambos lados de las dilatadas aletas de mi nariz, por encima de mis labios un poco gruesos y rojos, no se ve una sola arruga. Nunca he descubierto una cana en mi larga cabellera, que suelta cae en hermosas ondas brillantes más negras que el carbón sobre mis cándidos hombros.

¡Treinta y nueve años!… me estremezco al escribir esta horrible cifra.

Di un golpecito ligero con mis finos dedos en la mano ardiente del abogadito, que se acercaba titubeando hacia mí y me dispuse a salir; pero empujada por no sé qué sentimiento (sin duda un sentimiento de compasión o de amistad), me volví en el umbral y creo que susurré estas palabras:

—Espere.

Necesito mortificar mi vanidad. La inquietud que roe mi alma y que deja casi intacto mi cuerpo se alterna con la presunción de mi belleza, y no encuentro más consuelo que este: mi espejo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *