Isaac Babel

Isaac Babel es un escritor nacido en Rusia en 1894. Padre y madre judíos. Vivió con coraje su condición en un país donde los judíos fueron perseguidos primero por el zar y luego por los comunistas. Borges que lo admiraba, escribe que protagonizó  la catástrofe del zarismo y la guerra mundial y luego esa otra catástrofe para Rusia que fue el comunismo. Metido de lleno en la historia, vivió intensamente sus años y esa intensidad la expresó en sus excelentes libros de relatos: «Cuentos de Odesa» y «Caballería Roja. Babel se esforzó por adaptarse al comunismo pero fracasó en toda la línea. No lo aceptaron ni por escritor, ni por judío, ni por disidente. Padeció cárcel y destierro. También discriminación y esa otra condena «liviana» que padecen los artistas en los totalitarismos: el silencio. Finalmente lo liquidaron. Fue durante las horribles purgas de Stalin antes del inicio de la segunda guerra mundial. Babel es un escritor considerado en el nivel de Chéjov y Tolstoi. Su estilo es impecable y por debajo de ese fraseo terso se revelan diversos infiernos. El relato «Venganza», pertenece al libro «Caballería Roja».
 
 
 
 
VENGANZA
 
Me abro paso hacia Leschniuf, donde se encuentra el estado mayor de nuestra división. Mi acompañante es el joven cosaco Prischchepa, vagabundo impenitente, comunista expulsado del que nacerá un contrarrevolucionario, un adicto de la sífilis y un embustero simpático. Lleva un capote grosella de paño ligero y un baschlyk de pluma que le cae hasta la espalda. En el camino me habla de él. Jamás olvidaré su historia.
Hace un año Prischchepa desertó de los blancos. Éstos, en venganza, tomaron a sus padres de rehenes y los asesinaron. Los vecinos cargaron con todos los bienes paternos. Cuando los blancos fueron expulsados de Kuban, Prischchepa volvió al pueblo natal.
Era una mañana, antes de la salida del sol. El aire tenía la acidez cálida del sueño de los campesinos. Prischchepa cogió un carro militar y recorrió el pueblo buscando gramófonos robados, cubas de kvass y los pañuelos bordados por su madre. Pasaba por la calle con un capote de paño negro y su sable curvo al cinto. El carro le seguía lentamente. Prischchepa iba de un vecino a otro, y sus suelas dejaban una huella sangrienta. En todas las isbas donde el cosaco encontró cosas de su madre o pipas de su padre, dejó viejas asesinadas, perros colgados encima de los pozos, iconos manchados con porquería. Los habitantes del pueblo fumaban sus pipas y seguían con turbia mirada el camino de Prischchepa. Los jóvenes cosacos huían a la estepa y contaban las víctimas. La suma iba creciendo; sin embargo, el pueblo callaba. Cuando Prischchepa terminó, volvió a la vacía casa paterna; allí colocó los muebles recuperados como los recordaba de su niñez, y mandó a buscar vodka. Se encerró en la isba, bebió dos días y dos noches, cantó, lloró y golpeó la mesa con el sable. La tercera noche el pueblo vio humo sobre la isba de Prischchepa. Achicharrado, deshecho, sin poder mover apenas las piernas, sacó la vaca del establo, le apuntó con el revólver al hocico y disparó. La tierra humeaba bajo él; un anillo de fuego azul salía por la chimenea y se desvanecía; en el establo se oía el bramido de los bueyes abandonados. El incendio resplandecía como un domingo. Prischchepa desató el caballo, saltó a la silla, se arrancó un mechón de pelos, los arrojó al fuego y se alejó al galope.

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