Los Molinas, Lisandro de la Torre y el crucifijo

Compartiendo una cerveza en un bar de la Recoleta santafesina, Ricardo Molinas me comentó hace unos años que Lisandro de la Torre se alojaba en la casa de sus padres cada vez que venía a Santa Fe para participar en reuniones partidarias o actos políticos. Como se acostumbraba entonces, a los amigos se los recibía en la casa, un hábito de señorío provinciano que se ha perdido. Y no solo lo recibían, sino que los dueños de casa cedían el cuarto matrimonial para que duerma la visita, una costumbre que, por ejemplo, practicaban mis padres y mis tíos.

Luciano Molinas, el único gobernador demoprogresista, era la mano derecha de Lisandro de la Torre, para muchos su mejor discípulo y su digno heredero, pero a diferencia de De la Torre era católico, un catolicismo liberal que en ciertos momentos se confundía con el deísmo, lo que no le impedía estar a favor de la enseñanza laica y admitir que en la plataforma del partido se propiciara el divorcio y se admitiera la participación de la mujer.

Ricardo recordaba aquellas visitas de don Lisandro, esos autos marca Ford o Chevrolet invariablemente negros y ese hombre canoso, de barba rala, siempre de traje. La casa de los Molinas se levantaba sobre calle 9 de Julio,  una caserón solemne, señorial, en donde los Molinas vivieron durante décadas soportando en los últimos tiempos que exactamente al frente se levantara el local de la UOM inaugurado por Rucci y que todas las tardes, «a propósito lo hacen», según don Ricardo, se dedicaban a instalar los parlantes desde donde Hugo del Carrill entonaba las estrofas de la Marchita; la casa en donde en 1974 don Luciano fue velado, una  ceremonia a la que asistí  y que me resultó inolvidable porque las adhesiones de duelo iban desde la Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora al Partido Justicialista presidido entonces por Cecilio Bonino; desde la logia Armonía al arzobispado; desde Sylvestre Begnis a Afrio Penissi; desde el Partido Socialista a Caritas. «Lo feliz que hubiera estado el abuelito por estar en este velorio», me dijo casi sollozando su nieta, militante entonces del PCR maóista, pero, por sobre todas las cosas, Molinas. En el cementerio, fiel al estilo de la época, llegaron los discursos de despedida. Hubo más de diez oradores. Hablaron políticos, religiosos, masones y algún marino del 55, pero a los que recuerdo son al presidente del Club del Orden y al Secretario General del Partido Comunista, don Florindo Moretti. Curiosamente, no hicieron uso de la palabra Martínez Raymonda y Alberto Natale, quienes presenciaron la ceremonia desde la calle porque los Molinas -Lucianito, Nicanor, Ricardo- estaba furiosos por el acuerdo que ellos habían firmado con Manrique, una furia -dicho sea al pasar- muy singular, porque en su momento los Molinas no hicieron ni dijeron ni mu -todo lo contrario- a la hora de apoyar en 1963 la candidatura de Aramburu acompañado en la fórmula por un señor que conocí en mi adolescencia y que me impresionaba por «su labia y su pinta»: Horacio Thedy.

Pero volvamos al relato que don Ricardo (el fiscal en tiempos de Alfonsín), elaboraba acerca de las visitas de don Lisandro a su casa. El hombre llegó, fue recibido con las formalidades del caso y esa noche, después de las reuniones, los banquetes y los discursos, durmió en el dormitorio de los Molinas, mientras los dueños de casa se retiraban a una de las alcobas de esa casa a la que le sobraban cuartos, salones, galerías, patios y parques. A la mañana, y mientras el personal de servicio preparaba la mesa para el desayuno, dona Matilde Porta Echagüe -la muy devota y patricia esposa de don Luciano emparentada con Manucho Iriondo, el patriarca conservador de la provincia- le dijo desconsolada a su marido que se había olvidado de recomendarle a la mucama que retirase el crucifijo que «precedía» la cama matrimonial. «Cómo se me pasó ese detalle…cómo lo va a tomar don Lisandro…él, que es tan ateo…».

Se inició la ceremonia del desayuno y en algún momento -muy compungida- doña Matilde se anima a balbucear algunas disculpas por haber dejado el crucifijo, balbuceo que don Lisandro cortó muy gentilmente diciéndole: «No se aflija señora, le aseguro que no me molestó en toda la noche».

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