En su último año Macri aprendió a ser presidente

Habrá que ver si el discurso pronunciado el pasado 1º de marzo por el presidente Mauricio Macri para dar por iniciadas las sesiones parlamentaria será el último que pronuncie como presidente o sólo es el último de este mandato.

La observación es pertinente, porque a nadie se le escapa que se trató de un discurso donde la campaña electoral y las elecciones nacionales de octubre estuvieron presentes. ¿Está mal? Seguramente para un opositor lo está. Pero más allá de preferencias, lo cierto es que desde el punto de vista de la lógica del poder es impensable que un Presidente de la Nación no tenga presente la campaña electoral en la que se juega precisamente la Presidencia de la Nación.

Si alguien esperaba un Presidente a la defensiva, acorralado y agobiado por las culpas, se equivocó de palmo a palmo. Si el objetivo de todo discurso político es no dejar abierto ningún resquicio que pueda ser aprovechado por el adversario, este objetivo se cumplió con creces. Y tan bien parece haberse cumplido que por esa herida sangraron la mayoría de los dirigentes de la oposición kirchnerista.

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Prestemos atención a otros detalles. El supuesto gobierno de los ricos anuncia un aumento de un cuarenta por ciento de la Asignación Universal por Hijo. Interesante. Si la pobreza es su talón de Aquiles, a esa debilidad Macri la afronta nombrándola, admitiéndola, para acto seguido distinguir entre la pobreza de bolsillo y la pobreza estructural, pobreza estructural que no se corregiría con dádivas y clientelismo sino desarrollando un conjunto de iniciativas que el Presidente se ocupa de nombrar como logros de gestión: desagües, redes cloacales, caminos pavimentados, carreteras, transportes.

A medida que Macri avanza en su discurso la oposición kirchnerista se enfurece. Silbatinas, insultos, risotadas. Si los enojos suelen ser un síntoma de debilidad, las iras desatadas parecen confirmarlo en toda la línea. “Los gritos, los insultos, no hablan de mí, hablan de ustedes”, repite el Presidente en diferentes ocasiones. “No nos ofende a nosotros, lo ofende al pueblo”, declaran posteriormente los seguidores de una jefa que cuando fue presidente se dedicó durante todos los días de su mandato, y desde la cadena nacional, a lanzar sapos y culebras contra sus opositores.

¿Quién defiende al pueblo y quién no lo defiende? Difícil responder a ese interrogante, pero por lo pronto, lo que los kirchneristas deberán aprender de una buena vez es que el “gobierno de los ricos” le va a disputar persona a persona, barrio por barrio, villa por villa, el voto de las clases populares. Y se lo va a disputar con discursos, pero sobre todo con obras. En todos los casos, la “verdad” de la política se revelará dentro de ocho meses en las urnas.

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Más allá de consideraciones políticas y electorales, admitamos que un discurso es importante, pero no decide la partida política y mucho menos la lucha por el poder. En la ocasión, el presidente Macri cumplió con el objetivo que se había propuesto: marcó la cancha,definió con singular habilidad quiénes estaban de un lado y quiénes estaban del otro. Cada una de las palabras de Macri definieron esa contradicción. Aludir al G20 y reivindicar una sociedad y un nación abierta al mundo civilizado es, hasta para el observador más distraído, una mojada de oreja a quienes pregonan el aislamiento o las alianzas con dictaduras y despotismos. Mencionar a Venezuela y apoyar a Juan Guaidó, significa sugerir que la oposición populista apoya al régimen de Nicolás Maduro. Insistir con la declaración de extinción de dominio y conminar a que todos y cada uno digan de qué lado están, apunta en la misma línea. Insistir en que la lucha contra la corrupción será implacable, y destacar que a la hora de la justicia no habrá privilegios para nadie, “ni para mi familia, ni para mí” es quizás uno de los momentos más logrados del discurso y, al mismo tiempo, el instante en que se traza la línea decisiva que separa a unos y otros, en tanto que hasta el militante más leal del Instituto Patria sabe muy bien que Cristina ni en broma ni en serio, ni ebria ni dormida, se arriesgaría a proponer semejante cosa. No vaya ser cosa que…

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A Macri se lo notó distendido, sonriente, mundano. El aprendizaje del ceremonial lo ha aprendido. No más vacilaciones, palabras inoportunas, balbuceos. Nadie nace Presidente, y ya se sabe que ese oficio sólo se aprende ejerciendo la investidura. Macri no es la excepción, todo lo contrario.

En los trajines del poder siempre hay un inevitable toque de melancolía. Finalmente aprendió a ser Presidente casi cuando está concluyendo el mandato. El futuro dirá si llegó la hora de la despedida o si ese aprendizaje le permitirá ejercer con más solvencia su pretendido segundo mandato, pretensión que deberá convalidar no con discursos sino con votos.

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A Mauricio Macri se lo ve bien: sus ojos, su sonrisa, el tono de su voz, son expresiones de un hombre que está bien plantado en la vida y en la política. Pero en su rostro más que el paso de los años lo que se registra es el paso del poder. Macri lo sabrá o no, pero el poder deja sus marcas. No son llagas, no son cicatrices; son heridas de otro tipo, heridas que calan más hondo, que no cicatrizan de un día para el otro. A veces no se registran a primer golpe de vista, su presencia suele ser más discreta, más invisible si se quiere, pero está, existe y se hace notar. Diez años en el poder no sale gratis. Y los costos en el cuerpo y en el alma no se disimulan con sonrisas.

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