Sinceramente (la palabra está de moda) no creo que todo este run run acerca de pactos, acuerdos, consensos o diálogo sirva de algo. Tal como se presentan los hechos, en el mejor de los casos se podría arribar a una suerte de acuerdo fundado en la corrección de lo irrelevante, es decir, en una suma de frases bellas, cargadas de buenas intenciones en las que nadie cree en serio y que nadie estaría dispuesto a cumplir.
Las palabras diálogo, acuerdo, consenso, suelen ser palabras prestigiadas. Como “vida”, “paz”, “amor”, nadie puede estar en desacuerdo. Son palabras “bonitas”, que como toda palabra “bonita” resulta muy difícil hacerla realidad. El tema da para discurrir largo y tendido, pero para no irnos por las ramas digamos que en política la concreción de esas palabras son un tanto más complejas que su formulación y la lucha por otorgarle un contenido real es también una lucha por el poder.
Alguna vez se dijo que el acuerdo entre políticos se parece mucho a un acuerdo entre tahúres, acuerdo que beneficia a quien demuestra más habilidad para manejar el naipe. “Los pactos políticos entre facciones adversas son siempre de mala fe”, escribió alguna vez Juan Domingo Perón, que algo sabía de esas cosas.
¿Siempre son imposibles los pactos o los acuerdos o el diálogo? Para nada. En lo personal, creo más en la productividad social del diálogo que del conflicto, pero si bien en el campo de la política oponerse al diálogo es un error estratégico, negar la vigencia del conflicto es un error táctico y quien lo comete arruina sus mejores intenciones estratégicas.
Digamos que no se debe hablar de pactos, acuerdos o diálogo en abstracto. Hay que evaluar las condiciones políticas o históricas reales. Seguramente acordar una salida a una dictadura militar es una buena iniciativa como lo demostraron, por ejemplo, la Hora del Pueblo o la Multipartidaria. Es que en situaciones límites los acuerdos se imponen. Tengo presente el acuerdo entre laboristas y conservadores en Inglaterra mientras los aviones de la Luftwaffe volaban por los cielos de Londres. Apenas terminada la guerra, Winston Churchill no vaciló en calificar a Clement Attlee, su rival electoral laborista, de nazi y otras bellezas por el estilo, pero en 1941 cogobernaron sin demasiadas diferencias porque la realidad no les permitía tomarse esas licencias.
En la Argentina, un relato histórico interesante sería escribir no acerca de los pactos en general, sino acerca de la traición de esos pactos en particular. Desde los tiempos de Artigas, López y Ramírez hasta la fecha, hay un largo y truculento itinerario de traiciones. Después de Caseros, podemos hacernos un picnic en materia de defecciones. ¿Pero no es que finalmente se arribó a la organización nacional? Sí, claro, pero las que decidieron no fueron las buenas intenciones, sino las armas o, para ser más preciso, el poder. El 25 de mayo y el 9 de julio podrían pensarse como la consecuencia de un acuerdo, pero también de una ruptura. Algo parecido podría postularse con la asamblea constituyente de 1853 o la ley de capital en 1880, para no hablar de los sucedido después de Cepeda y Pavón.
La lógica del poder en todos estos casos suele reiterarse. Después de las batallas y cuando el humo de los cañones aún no se había dispersado en el aire, llegaban los abogados, los sacerdotes y los políticos para establecer las condiciones de los acuerdos, tarea relativamente fácil de lograr cuando quedaba claro quién o quiénes repartían el naipe o “sugerían” las condiciones.
En el siglo veinte los acuerdos no se imponen en los campos de batalla sino en los parlamentos, en los locales partidarios o en los discretos bufetes. Se cuenta que después de “firmar” el pacto con Arturo Frondizi, Perón se queda conversando con un Jorge Antonio algo atribulado y confuso. En algún momento el ex enfermero devenido en multimillonario le pregunta a Perón si cree sinceramente que los frondicistas van a cumplir con el pacto. Perón con su mejor talante y su sonrisa más encantadora, le responde que no lo van a cumplir. -¿Y entonces? -pregunta Jorge Antonio. -Y entonces mijito -contesta el general-, que nosotros tampoco lo vamos a cumplir.
Capítulo aparte merece la esterilidad de los pactos y acuerdos cuando no interpretan la lógica de lo real y solo queda la retórica ampulosa que no da cuenta de la textura real de los conflictos. Recuerdo que en marzo de 1976 los principales partidos políticos acordaron defender a las instituciones incluida la titular del Poder Ejecutivo, tal como lo había sugerido Ricardo Balbín en su discurso de despedida a Perón. Se hizo lo que se debía hacer, pero al historiador no se le puede escapar que la trama real del conflicto y del poder pasaba por otro lado y los partidos políticos se quedaron hablando solos.
Pero regresemos a 2019 y al debate acerca del diálogo convocado por el gobierno nacional. El espectáculo es digno de verse. Sergio Massa, que hasta hace unos días solicitaba lo mismo, ahora acusa que la oferta de Macri es una maniobra de marketing electoral. Juan Manuel Urtubey, que más de una vez dijo que Cristina era algo así como el mal, ahora exige como condición para el diálogo que participe. Roberto Lavagna, como se dijo por allí, se florea en gambetas, pero el espectáculo más bizarro lo ofrece Oscar Parrilli, cuando dice que “nosotros siempre estuvimos dispuestos a dialogar”. Y no vaciló en acusar al gobierno nacional de haber sido quien bloqueó cualquier posibilidad de diálogo. ¿A qué momento dialoguista alude Parrilli? ¿Cuando decidieron no entregar el mando? ¿Cuando convocaron a la resistencia? ¿Cuando manifestaban con un helicóptero de juguete en la mano? ¿Cuando se trepaban a las tribunas con Hugo Moyano, Hebe Bonafini, Luis D’Elía y vociferaban que Macri debía irse? ¿Cuando intentaron quemar el Congreso de la Nación?
El arte de la política consiste en administrar sabiamente el conflicto y el acuerdo. El conflicto y el acuerdo siempre tensionado por las exigencias de esa otra clave de la política: el tiempo. En 1955, sobre el borde de la crisis, Perón convoca al diálogo. Tarde. Para esa fecha, y para bien o para mal, los partidos políticos opositores estaban más interesados en su derrocamiento que en dialogar.
¿Y ahora? Me temo que también es tarde. El peronismo, y su versión más representativa, el kirchnerismo, quiere la derrota de Macri no su salvación ni la salvación de las instituciones en las que nunca creyeron. Y ese objetivo arrastra con más o menos entusiasmo a las otras fracciones del peronismo; nadie quiere quedar “pegado” a Macri, so pena de ser acusado de traidor, esbirro del FMI o enemigo de los pobres.
Nunca olvidemos que el kirchnerismo no solo juega en esta partida sus objetivos políticos, juega en primer lugar la libertad de su jefa y sus socios, un tema que en los últimos días se ha diluido un tanto, sobre todo porque a algunos “centristas” no les resulta del todo antipática la idea de “amnistiar” a la cleptocracia en aras del diálogo y la unidad nacional.
Para concluir, digo que los únicos acuerdos creíbles, los únicos acuerdos realistas, son los que se forjan por protagonistas dispuestos a renunciar beneficios, ventajas o tradiciones. Se habla mucho de la Moncloa para referirse a un ejemplo de pacto. Habría que agregar que para que este acuerdo se hiciera posible, previamente Santiago Carrillo rompió con la tradición más dura del comunismo, Fraga Iribarne rompió lanzas con la guardia vieja del franquismo y los socialistas renunciaron al marxismo.