Las frases de Marcel Proust

 

Interrogarse sobre el empleo de las frases largas o cortas parece ser una labor innecesaria en la literatura hasta el momento en que nos encontramos con que grandes escritores como William Faulkner o Tomás Bernhard recurren a este tipo de «fraseo» que incluye subordinadas, altos y bajos, abundantes digresiones y el riesgo siempre latente de cometer un error de sintaxis o, más grave aún, perder la modulación, porque toda frase larga solo se justifica si posee cierta musicalidad. García Márquez, Vargas Llosa, Saramago, Camilo José Cela, Jerzy Andrzejewski en algún momento experimentaron este tipo de recurso, pero  Marcel Proust más que experimentarlo lo puso en práctica y constituyó una de la claves de su literatura. Los siete tomos de «En busca del tiempo perdido» constituyen la aventura literaria de largo aliento más formidable del siglo veinte. Por supuesto, sus contemporáneos lo rechazaron y hasta se burlaron de él. Su propio hermano dijo que lo triste de todo esto es que para leer sus libros era necesario estar internado, enfermo o haberse quebrado una  pierna y por lo tanto no tener otra cosa que hacer en la vida que leerlo. Otro crítico observó que resulta imposible entender qué valor literario puede tener una obra en la que durante treinta páginas el personaje se revuelve en la cama pensado qué hacer con su vida y con sus recuerdos. Andre Gide, el gran Andre Gide, por su parte, jamás de los jamases se perdonó haber rechazado en nombre de la editorial Gallimard que representaba los manuscritos de  «En busca del tiempo perdido», papelón no muy diferente al que cometieron los «celadores literarios» de veintitrés editoriales rechazando «Los Dubliners» de James Joyce o «El abanico de lady Windermare» de Oscar Wilde. El texto que ahora les presento es considerada la frase más larga de la literatura, es decir una frase que tiene comas pero no hay ni puntos seguidos ni «un puto punto y aparte». Hay tres frases de esta extensión en la obra de Proust: una pertenece a un ensayo sobre Saint Beuve, la otra está en el tomo llamado «Sodoma y Gomorra» y la que ahora les presento, la tercera, en «La prisionera». La traducción es de Pedro Salinas. Aconsejo leerla despacio, saborearla y en algún momento disfrutarla porque se lo merece. Y si no les gusta, no la lean o, mejor aún, sigan el consejo que me dio uno de mis viejos maestros de los años sesenta: «Léela hasta que te guste, porque sino te gusta el problema es tuyo, no de Proust». 

 

«Sofá surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, tapete brochado a juego elevado a la dignidad de persona desde el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Motalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristaladas puertas de La Raspèliere, adonde la habían llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el profundo valle de la * mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de violetas y de pensamientos al pastel, regalo de un gran artista amigo ya muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran talento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un arsenal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y que acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del destino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como allí, sistematizaba su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parecen salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo; en fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las cosas a las que añade su doble espiritual, dándoles así una especie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, definían, delimitaban muebles y tapices, como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los tapices, y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de iluminación en el que predominaban los colores, esculpían, evocaban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los Verdurin

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