Un santafesino en Londres II

A Miguel Cané se le atribuye haber escrito: “Si no es París es Londres, en eso no hay vuelta que darle”. La carta la recibió Mansilla o Pellegrini, -no lo recuerdo con exactitud- pero más allá de los detalles el autor de Juvenilia expresaba con  su delicioso estilo patricio sus preferencias viajeras. Ha pasado más de un siglo y yo por supuesto tengo poco y nada que ver con Cané, pero después de conocer Londres me animaría a suscribir sin remordimientos la fórmula.

Londres es espléndido, conocerlo es conocer la capital real de un imperio que ya no es el de antes, pero sigue manteniendo en excelentes condiciones sus glorias pasadas. Conviene aclarar esta afirmación. Inglaterra fue un imperio y hoy es una gran potencia. Londres es su expresión urbana más lograda. Si la historia de la humanidad pudiera estudiarse como la historia de los imperios, Gran Bretaña se diferenciaría en el hecho de que dejó de ser el imperio dominante sin perder su condición de gran potencia.  No hubo decadencia, descomposición social, destrucción de sus instituciones. Es como que hubiera preferido dar un pequeño paso al costado, al mejor estilo inglés, sin perder el estilo y el encanto.

De todos modos, no son las complejas categorías  históricas las que se imponen cuando se llega a la terminal sur del aeropuerto de Gatwick a la caída de la tarde. Habituado a poner en orden mis impresiones diría que la primera novedad que me llamó la atención fue la de los autos circulan por mano izquierda mientras los conductores manejan con el volante a la derecha. No hace falta viajar a Gran Bretaña para saber este dato tradicional del tránsito británico, pero una cosa es saberlo, otra verlo funcionar y otra mucho más complicada es manejar sentado a la derecha y transitando por la izquierda.

Algún lector algo exigente observará que mis impresiones son exageradamente cotidianas. Tal vez tenga razón, aunque en mi defensa diría que la cabeza de uno no se ocupa sólo en registrar las variaciones militares en la  guerra de las Dos Rosas, o la crisis dinástica de los Estuardo, o las tensiones sexuales de los anglicanos. La vida del viajero también está coloreada por los tonos grises de lo cotidiano. Unos muchachos jugando al fútbol en un potrero, una parejita acurrucada en el banco de una plaza, una dama inglesa paseando su perrito por Regent’s Park me llaman tanto la atención como contemplar una iglesia medieval.

Quiero decir, que cuando viajo lo hago con la ñata contra el vidrio. Nunca llego a un país desconocido porque por lo general me preocupo por estudiar la historia de los lugares que visito, pero sin perder de vista que para el viajero, tan importante como registrar las grandes construcciones de la política y la cultura es prestar atención a las miserias y las dulzuras de lo cotidiano.

La segunda impresión que me provocó Londres es la mezcla de razas en las calles. Las estadísticas dicen que más del veinte por ciento de la población es extranjera. Creo que se quedan cortos. Por lo pronto,  el transito en la calle es una verdadera mezcla de razas, hábitos, costumbres y lenguas. Algunos temen que esa mezcolanza sea un síntoma de decadencia, No lo creo. Por el contrario, estoy convencido de que esas inmigraciones aluvionales que llegan a la Londres son un síntoma de vitalidad. Los inmigrantes, como dato sociológico, se distinguen porque su presencia demuestra de manera práctica cuáles son los países que funcionan. Nadie se va a vivir a Haití o a Sudán. Las grandes masas de pobres intentan con suerte diversa trasladarse a Nueva York, Berlín, Amsterdam. Estocolmo, París, Barcelona o Londres. La dirección de su trayectoria es, de alguna manera, un voto a favor de las sociedades que funcionan.

Pues bien: Gran Bretaña funciona, a veces mejor, a veces peor, pero funciona. Por eso llegan los inmigrantes en masa desde hace más de medio siglo. Londres impresiona como un verdadero laboratorio social. Allí no sólo se mezclan razas, costumbres y credos, se mezclan proyectos y expectativas. Por eso también es una ciudad con  futuro. Un futuro que al mejor modo británico se afianza en honorables tradiciones. Ese equilibrio entre tradicionalismo y progreso, entre pasado y futuro, entre conservadorismo y vanguardia. es una de las principales claves de su éxito, un éxito -demás está decirlo- matizado por las sombras de la injusticia.

Se sabe que a toda ciudad se la conoce caminado. Londres no es la excepción. La caminata puede incluir algún bus. Durante años desestimé ese servicio, me burle de él, lo consideré una manifestación oprobiosa de la industria turística. Hoy lo acepto. La industria del turismo podrá ser criticada en nombre de valores espirituales más elevados, pero, nos guste o no, presta servicios y algunos son muy eficaces.

A Londres hay que caminarla, pero para saber cómo caminarla nada mejor que una recorrida en uno de esos buses turísticos. Mi arraigado individualismo se siente algo humillado por estar trepado en esos mastodontes ridículos donde somos trasladados como rebaño, pero en ese viaje insufrible algo se aprende y ese algo suele ser muy valioso para quien sólo va a estar tres o cuatro días en una ciudad con más de ocho millones de habitantes.

De todos modos, caminar como la heroína de Ezra Pound por lo jardines de Kennsington, o Hyde Park o St James es un placer que recomiendo. Londres está saturada de historia. En aquella iglesia pequeña se casó Oscar Wilde y en aquel teatrino estrenó “Una mujer sin importancia”. En aquella esquina hace más de cinco siglos se ahorcaban a los delincuentes y las multitudes asistían al espectáculo con la misma fe y pasión con la que hoy asisten a los partidos de fútbol.

Caminamos por Londres y las comparaciones con París son inevitables. Seguramente habrá arquitectos y urbanistas que dispondrán de elementos más actualizados para establecer las diferencias, Las que ya hago son “a ojo”, y tienen los límites, pero también los alcances de este singular método. Los jardines de Londres son mucho más amplios y extendidos que los de París; los colores que predominan en los edificios son más claros. Londres dispone de más jardines que París, pero  menos árboles en las calles. ¿El motivo? Lo desconozco.

Me gusta caminar por Londres. Me gusta el estilo de sus casas, esos balcones y ventanales, las clásicas chimeneas. Muchos de los paisajes que se presentan ante mis ojos los he visto en las películas proyectadas en el cine de mi pueblo o en las novelas de Dickens, Chesterton, Virginia Wolf o el propio Oscar Wilde, ese niño mimado por la gran ciudad hasta el día que lo condenaron al infierno tal vez porque no le perdonaron su lucidez y su encanto; tal vez porque los puso demasiado en evidencia y esas indiscreciones la severa e hipócrita moral victoriana no las perdonaba.

Las enciclopedias aseguran que Londres tiene más de veinte siglos de existencia, pero el escenario que se abre ante mis ojos es mucho más contemporáneo porque, según  los entendidos, Londres fue destruida por los incendios  del siglo XVII y uno de los pocos testimonios que sobreviven de aquellos años es la famosa Torre levantada sobre las orillas del Támesis.

A mi me gusta empezar a reconocerme en la ciudad que exploro. Uno de los datos fuertes de ese reconocimiento es ubicar un café o un bar donde sentirme cómodo. Lo hago en todos lados, incluso en Santa Fe. El bar donde leer el diario, tomar un café o un almuerzo ligero, para mí es algo decisivo. En Londres, por ahora, mi bar será el Stephenson. Lo descubrimos con Marisa de casualidad y lo hicimos nuestro. Es un bar muy discreto, frecuentado por políticos y estudiantes. Desde una de las ventanas puede apreciarse la torre del reloj Big Ben, las torres del parlamento y la célebre abadía de Westminster. Convengamos que no es un paisaje para despreciar por parte de un veterano de cafetines como el que escribe.

¿Es necesario decir que un paseo por el Támesis siempre es aconsejable?¿Molesto a alguien si a continuación digo que un paseo por el Sena es superior? Todo mejora si luego se disfruta paseando por el Soho. O una pasada discreta por la célebre esquina de Picadilly Circus, el espacio por donde, según reza la leyenda, es inevitable encontrarse con algún conocido antes de la media hora. Pues  bien, a ese conocido no lo encontré, pero caminando azarosamente por una avenida fui a dar por azar en una calle llamada Baker. Por supuesto, en el acto la memoria registró el nombre de Sherlock Holmes, el infatigable sabueso de Bakerville. Pero esa ya es otra historia

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