Cerrar la grieta no debe ser garantía de impunidad

El discurso del presidente Alberto Fernández se expresó bajo el signo de la moderación, aunque sabemos que también en la moderación hay tonos y matices. Discurso de buenas intenciones que deberá cotejarse con los rigores de la realidad, pero, en principio y más allá de los recelos y el escepticismo, es una buena noticia para todos los argentinos que un presidente se proponga, según sus propias palabras y al margen de las interpretaciones que hagamos de ellas, superar la grieta.

Si es verdad que en los grandes actos inaugurales corresponde decir todo -es decir, contar las buenas y las malas, las luces y las sombras, lo que se dice y lo que se calla-, corresponde observar que el discurso de Alberto Fernández, un discurso que incluyó su abrazo con el expresidente o el gesto distinguido de acompañar como un caballero a Gabriela Michetti, se contrastaba con la gestualidad de Cristina Kirchner, sus desplantes rencorosos contra Macri y esa manifiesta actitud de celadora ideológica, atisbando sin disimulos y con expresión severa el texto que leía el Presidente.

Si el escenario del Congreso se distinguió por su espíritu republicano, no podría decirse lo mismo de la tribuna levantada por el oficialismo en Plaza de Mayo. Se podrá objetar que los dos escenarios son incomparables, porque mientras que el primero intenta representar a todos los argentinos, el segundo es para la «militancia». La diferencia podría llegar a admitirse solo hasta el límite que traza el sentido común, un sentido común que observaría que, si bien se trata de escenarios distintos, ellos no deberían ser antagónicos. Y sin embargo lo fueron. Nos guste o no, la tribuna de Plaza de Mayo fue antagónica con la sesión parlamentaria, un antagonismo que habilita la siguiente pregunta: ¿cuál o qué Fernández es el verdadero: el del Congreso o el de la plaza? ¿O habrá que aceptar a los dos?

Una vez más, el protagonismo de esa confrontación estuvo a cargo de la vicepresidenta, con una intervención en la que no se privó de nada, desde responsabilizar a la gestión de Macri de haber dejado «tierra arrasada» para felicidad de Tristán Bauer, hasta considerarse en una sombría manipulación del lenguaje víctima (ella y sus seguidores) de una campaña destinada a hacerla «desaparecer», una palabra que los argentinos deberíamos emplear con más respeto y prudencia.

No registro en mi memoria que alguna vez un expresidente haya hablado en las ceremonias de asunción al poder. Mucho menos que desde la improvisada tarima de Plaza de Mayo se dedicara a darle consejos al presidente que acaba de asumir. Se dirá que en este caso abundaron los elogios, pero lo distintivo no fueron los elogios, sino la atribución que se asigna Cristina Kirchner para ponderar lo que está bien, atribución que autorizaría a sospechar que con el mismo entusiasmo con el que hoy pondera lo que está bien, mañana dirá lo que está mal.

En la historia argentina son escasos los ejemplos de vicepresidentes con más poder que el presidente. Puede que Carlos Pellegrini haya conspirado contra Juárez Celman; puede que Ramón Castillo se haya prestado para intrigar contra Roberto Ortiz. En todos los casos, los desenlaces de estas crisis no fueron buenos ni para las instituciones ni para los argentinos, por lo que es justo abrir un legítimo espacio de duda ante la realidad de una vicepresidenta que dispone de más poder que el Presidente, sobre todo cuando, atendiendo a sus antecedentes y en particular a su comportamiento de la última semana, hay motivos para temer que no se resignará a un segundo plano.

La observación no es anecdótica, ya que se trata de la dirigente peronista que, hasta que alguien demuestre lo contrario, es la titular del mayor porcentaje de votos en el peronismo y la titular de un estilo político faccioso. ¿Cristina es políticamente diferente a Fernández? Se supone que el Presidente mantiene una actitud más dialoguista, más respetuosa de las instituciones, virtudes que ni el mejor amigo le atribuiría a Cristina.

Anticiparse al desenlace de esta tensión entre Alberto y Cristina sería más un juego de astrología que un ejercicio de reflexión política, pero desconocer las diferencias entre ellos sería ceguera. En principio, son muchos y contradictorios los factores que deberían intervenir para que el romance de la fórmula se sostenga o se rompa. Lo que parece estar fuera de discusión es que la tensión existe y recorre las arterias del peronismo. Esperemos, por lo pronto, que la unidad del peronismo sea la clave de un futuro buen gobierno, y no una bomba de tiempo con contradicciones internas imposibles de resolver civilizadamente.

Hay un punto, sin embargo, en el que Presidente y vice están de acuerdo y sobre este punto no habría ningún margen de negociación: los juicios a Cristina, las prisiones y condenas a sus colaboradores y los recelos de la prensa libre. Alberto Fernández puede, en principio, negociar todo, menos la libertad de Cristina, involucrada en más de diez procesos y numerosos pedidos de prisión que no se cumplieron por el poder que dispone.

Es más, el núcleo de la grieta, el nudo más difícil de desatar se constituye en este punto. Los argentinos siempre hemos discutido, siempre nos hemos excedido en el lenguaje para calificar a los adversarios, pero estas diferencias propias de una sociedad pluralista no constituyen la grieta como tal, porque esto que se llama «grieta» es algo más que un exceso verbal o sostener diferencias profundas con los adversarios. La grieta se instala cuando todas estas diferencias son azuzadas desde el poder, desde el Estado, porque es entonces cuando el antagonismo atraviesa a toda la sociedad, divide amistades y familias, y en nombre del poder rompe el tejido social.

En la Argentina de 2020 hay razonables esperanzas para superar la grieta. El discurso reciente de Alberto Fernández expresa por un lado y, lo reiteramos, más allá del escepticismo y la incredulidad, el deseo de la mayoría de los argentinos de vivir en concordia, pero ya se sabe que donde está Mr. Jekyll también está Mr. Hyde. Y a los perfiles de esos rostros, los jueces y los periodistas los hemos podido atisbar. ¿Qué piensa de los jueces? ¿Qué piensa de los periodistas? Son las preguntas del test que permite distinguir a un demócrata de un déspota. Podemos consentir, queremos creer, que Alberto Fernández sobre estos temas aún no ha dado una respuesta definitiva, aunque todos sabemos que sus balbuceos son inquietantes, como muy bien lo saben los periodistas con los que ha tenido rispideces y los jueces que cometieron la «indiscreción» de procesar a Cristina y sus cómplices.

Desmontar la grieta es una tarea ardua, delicada y que no se resuelve de la noche a la mañana, pero importa tener presente que desmontar la grieta no incluye, no debe incluir, la impunidad. Si en 1983 una democracia que mereciera ese nombre no podía crecer saludablemente sin saldar cuentas con los responsables de la represión ilegal, treinta y siete años después, y en otro contexto, una democracia plena, una democracia con libertad y justicia para todos no podría merecer ese nombre sin arreglar cuentas con los responsables del saqueo de recursos nacionales.

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