El asesinato de Kennedy y las viejas salas de cine

I

La noticia me la dio mamá que siempre hacía las llamadas tareas del hogar con la radio encendida en un tiempo en la que la televisión recién estaba dando sus primeros pasos: “Atentaron contra la vida de John Kennedy”, me dijo con expresión consternada. Yo creo que estaba preparándome para salir. Era viernes. Más o menos las cuatro o cinco de la tarde. Año 1963. Tenía trece años y sabía que se trataba del presidente de EEUU que en casa y en la casa de mis tíos, y en la casa de los amigos de mis padres, lo adoraban. A él y a su esposa. Y ahora estaba herido. Porque la primera noticia que llegó es que estaba gravemente herido, pero no muerto. El hecho había ocurrido en Dallas. Se decía que le habían disparado unos francotiradores mientras él recorría las calles de la ciudad en un auto oficial acompañado de Jacqueline, el gobernador de Texas y su esposa.

 

II

Nos pegamos a la radio toda la tarde. Hubo una suerte de cadena nacional porque todas las radios hablaban de lo mismo. Pronto confirmaron que estaba muerto. Mamá y tía se pusieron a llorar. Kennedy asesinado. Yo salí a la calle, creo que a caminar o a hacer algún mandado. Estaba oscureciendo. Les aseguro que nunca vi una ciudad así. El silencio. Un silencio que parecía caer del cielo. Las expresiones desencajadas de los rostros de la gente. En el bar de la esquina de Urquiza y Bulevar, había una radio a todo volumen y alrededor de ella diez o quince personas de pie escuchando las noticias. Todos callados. Mujeres en la puerta conversando. Algunas llorando, otras furiosas. “Esto lo hizo el hijo de puta de Fidel Castro”, le escuché decir a una mujer mayor. Otras, decían que fue una orden de Lyndon Johnson, de quien después supe que se trataba del vicepresidente. Un señor habló de la CIA, palabra que escuché por primera vez en mi vida. Y que después habría de escuchar infinidad de veces, siempre atribuyéndole lo peor que pasaba en el mundo. Muy raro todo. La sensación que tuve –la que recuerdo casi sesenta años después- es la de una ciudad de luto. Una ciudad que sin que nadie lo lo hubiera dispuesto, sin necesidad de decretos oficiales, estaba devastada y paralizada por la noticia. Por el dolor. La gente caminaba asombrada y dolorida. Recuerdo -cuando llegué a casa- la voz del locutor de la radio entrevistando a una corresponsal de EEUU. La mujer decía que todo EEUU lloraba desconsolado la muerte de su presidente. En México, en Montevideo, en Londres, en Roma, en París, pasaban cosas parecidas. Papá llamó a sus hermanos de Córdoba y le decían que la ciudad estaba de luto. Lo mismo ocurría en Buenos Aires, en Rosario, en Mendoza. Un amigo de la familia, un señor de Esperanza, comentaba que la gente en la plaza, en los bares, o en las veredas estaba desconsolada. Algo raro que después registraron los periodistas: personas que no se conocían se abrazaban. Un abrazo breve, corto, pero elocuente.

 

III

Esa noche cenamos con unos amigos de papá y mamá en una parrillada que entonces funcionaba en bulevar y Laprida. En la esquina norte. Frete al Baviera. No me pidan el nombre porque no me acuerdo. La sensación de luto estaba extendida en todas partes. Hasta los mozos no podían disimular su desconsuelo. Durante ese día y el siguiente no se habló de otra cosa. Transmito mis sensaciones. Las de un chico de trece años. Alguien podrá decirme que él ese día estaba jugando al fútbol y siguió jugando al fútbol. O que la noticia le resultó indiferente porque detestaba a los yanquis. No fue mi caso, ni lo que yo percibí. La ciudad estaba cambiada. Nunca más vi algo parecido. Gente hablando en voz baja. Pequeños grupos en las esquinas comentando la noticia. Caras afligidas, doloridas. Por calle San Martín -que todavía estaba muy lejos de ser oficialmente peatonal- el silencio era absoluto. Y estoy hablando de un viernes de noviembre a la nochecita. Muchos años después leí unos ensayos sobre John Kennedy escritos por un historiador que fue su amigo y ministro: Arthur Schlesinger. Iniciaba el texto con esta frase que corroboré en el acto: “Brilló mientras vivía. Y todo el mundo sintió dolor cuando murió”. Es lo que yo registré y sentí esa tarde algo calurosa de fines de noviembre de 1963.

 

IV

No puedo recordar mi infancia, adolescencia y primera juventud sin las salas de cine. Y Santa Fe las tenía. Y vaya si las tenía. Eran como templos. Templos a los que los chicos asistíamos los sábados y los domingos para ver las películas de comwoys y las de guerra, según nuestra primaria calificación. Cada barrio o cada región de la ciudad tenía su enorme sala de cine. Con sus puertas solemnes, salón de espera y su sala de proyecciones. Ir al cine era para los chicos era una fiesta. Y para los mayores un agradable compromiso social nocturno. Viernes o sábado a la noche. Los hombres se trajeaban y las mujeres lucían sus mejores ropas. Después se iban a cenar o a tomar el café a la casa del matrimonio amigo con el que se había compartido la función.

 

V

En mi memoria, cada sala de cine de entonces se relaciona con una o dos películas. En el Luxor, descubrí por primera vez “Casablanca” y “La dolce vita”. Hasta el día de hoy las sigo viendo. En el cine de la Inmaculada vi “Cabaret” y “El Padrino”. En el Ideal, disfruté de “Isadora Duncan” (aunque después a la salida me metieron preso con mi amigo Elbio por repartir volantes condenando la invasión yanqui a Vietnam) y “El hombre del brazo de oro”. En el Roma, de calle San Jerónimo, vi “El sorpasso” y “Roma ciudad abierta”. En el cine de Luz y Fuerza de calle Junín, vi “El ejército de las sombras” y “Los compañeros”. En el Esperancino de Bulevar, lo descubría a Elvis Presley y me encantó Veracruz con Gay Cooper y Burt Lancaster. En el Avenida, vi “A la hora señalada” y “El Cid Campeador”; en el Mayo, recuerdo “Taras Bulba” y “El Jefe”.

 

VI

Las salas de cine –advierto- no se agotan con mis recuerdos. Estaba el Gran Rex de López y Planes; el Mayo en 25 de Mayo, media cuadra antes de llegar a bulevar; el General Paz en la avenida del mismo nombre; el Avenida en avenida Freyre al 2500. Particular y destacada mención merece el Apolo, de Obispo Gelabert entre San Lorenzo y Saavedra. En su sala, una noche del 22 de agosto de 1933, el cine proyectó su función histórica: Carlos Gadel en vivo y en directo. Y con sus guitarristas.  Volvamos al cine. Las películas estaban en cartelera una semana. Dos a lo sumo. Y después era muy raro volver a verlas. Desaparecían y solo quedaba el recuerdo. Cuando llegó la televisión, y muchos años después el video, la cosa cambió. Pero en los años que les cuento, las películas eran fugaces. Por lo que había que ir o ir, porque después nunca más. Mención especial merecen los cines clubes santafesinos. Les recuerdo que el primer “Cine club” de la ciudad inició sus funciones en 1953. Y todavía -casi setenta años después- para suerte y placer de los santafesinos, sigue proyectando películas del mejor nivel. Pero sobre el tema de los cines clubes prometo extenderme con más detalles en otra nota.

 

VII

Capítulo aparte merece el Doré de San Jerónimo y Primera Junta. Mi amigo Marcelo O’Connor, decía con su reconocida indiferencia irlandesa, que las cosas más importantes de su vida las aprendió yendo a las funciones juveniles del Doré. Es mas, aseguraban que gracias a las películas del Doré durante la segunda guerra mundial, simpatizó con los Aliados. Y no solo simpatizó, sino que –y lo aseguraba sin inmutarse-  él peleó al lado de ellos en las playas de Normandía o en Sicilia o en África o en Stalingrado. ¿Exagerado? Un poco tal vez, pero no tanto. En el Doré –explicaba  Marcelo- conoció marineros, canillitas,  colimbas y a los primeros gays. También se entrenó en las primeras y ruidosas trifulcas juveniles. “Todo lo que soy, para bien o para mal, se lo debo al Doré”, concluía Marcelo.

 

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