Crónicas santafesinas

 

I

Mis recuerdos de los carnavales se relacionan con mi adolescencia y mi juventud. No agrego nada si sumo a la memoria los baldazos, los pomos y las bombitas dirigidas preferentemente a las mujeres. Las horas preferidas eran las de la siesta, pero continuaban a la noche. Y más allá del jolgorio, lo que tengo presente es que, por un motivo o por otro, estos juegos con agua concluían en algún momento con alguna riña que contaba como protagonistas a novios, padres o hermanos trasformados en defensores violentos de mujeres agredidas con el agua. He integrado la fila de los agresores y debo admitir que en nombre de la alegría estaba presente un suavizado instinto agresor (en algunos no era tan suavizado), lo que explica que en más de una ocasión existieran severas disposiciones para prohibir el juego con agua. O por lo menos limitar los horarios. Leyendo un libro de “Memorias”, escrito por un inglés anónimo que vivió en la Argentina en 1824, encontré que el autor manifestaba su escándalo por los juegos acuáticos (así los llamaba) que ya entonces incluían baldazos y, en lugar de las clásicas bombitas, certeros huevos arrojados contra las damas que se atrevían a caminar por las calles solitarias de la ciudad a la hora de la siesta. Una foto tengo presente. Lugar: Mar del Plata. Año 1900. Protagonista: Carlos Pellegrini, el Gringo Pellegrini. Ahora no de frac o levita, sino de pantalones arremangados y arrojando agua a damas escandalizadas pero -supongo- secretamente halagadas porque el festivo carnavalero sea Pellegrini, quien además de ser uno de los políticos emblemáticos de la Generación del Ochenta era, según el juicio -nada objetivo por supuesto- de las damas de sus tiempo, muy buen mozo y muy amigo de no decirle nunca que no a los requerimientos de las mujeres.

 

II

Después estaban los corsos y los bailes. Con sus carrozas y sus mascaritas que, debo confesar, cuando era niño me provocaban más miedo que alegría. Sinceramente, de aquellos recuerdos tengo el corazón dividido. Eran lindos esos paseos por los corsos de avenida Freyre, (son los que más recuerdo) y esos bailes en los que todavía las mujeres usaban ese encantador antifaz que las embellecía con el tono del misterio. Una noche de carnaval tengo presente. Vivíamos con otros amigos estudiantes en una casa de calle Cándido Pujato, casi a las espaldas de la cancha de Unión. Yo rendía el lunes a la mañana y por mi apellido era uno de los primeros en ser convocado por los profesores de la mesa examinadora. No había otra alternativa que estudiar sin pausas. Y aún recuerdo esa noche cálida y estrellada y el rumor de la música que llegaba del baile de Unión. Y nosotros, como el personaje de la mitología griega, atados a nuestras sillas y a nuestros libros, esforzándonos para no dejarnos tentar por los arrulladores cantos de sirena instalados en la pista de baile al aire libre de Unión. Confieso que siempre tuve problemas con los bailes de carnaval, porque desde la adolescencia siempre hice méritos para tener materias para rendir en marzo, por lo que el único baile permitido era el de los libros y los apuntes. El otro recuerdo de los bailes de carnaval -recuerdo de estudiante pobre- era el de esperar en la puerta del club la salida de los que se retiraban a horas prudentes: matrimonios mayores o parejas jóvenes, seguramente urgidos por otros entretenimientos. ¿Objetivo? Pedirles la contraseña para entrar gratis. En aquellos años me transformé en un experto en cazar contraseñas. Y como de lo que cuento ya pasaron más de cinco décadas, y las causas seguramente prescribieron, me permito confiarles a ustedes la experiencia vivida aquella noche en la que un severo empleado del club nos exigió -a quien escribe y a su amigo- que nos retirásemos del club porque nos acusaba -con toda la razón de su parte- de habernos colado. Lo grave es que esta exigencia la hizo mientras bailábamos con unas señoritas de cuyo nombre no quiero acordarme. Y ellas tampoco quieren acordarse. No nos sacaron a empujones, ni fuimos presos, pero con esas señoritas no solo que nunca más pudimos bailar, sino que durante años nos negaron el saludo. Cosas que pasan.

 

III

De los corsos tengo presente que Santa Fe en algún momento se jactó de contar con un corso en cada barrio. Exagerado o no, los corsos eran importantes para el barrio. Las murgas, las comparsas, las carrozas, se preparaban durante meses para lucirse esas noches dominadas por el Dios Momo. El carnaval siempre se asoció con la alegría, la fiesta y los amores. Sin embargo, para las letras de tango de aquellos años, el carnaval es siempre el contraste entre la alegría y el dolor por una traición amorosa o una pérdida irreparable. Repito que mi corso preferido era el de Avenida Freyre. Nada particular en contra de los otros, pero era el que en mi condición de estudiante me quedaba más a mano. A modo de anécdota tengo presente una mañana de carnaval en calle San Martín. Un encuentro en la esquina del Doria con Tito Mufarrege. La clásica relación con Tito era una frase lanzada por él y luego continuaba caminando: flaco, alto, los hombros algo caídos. Esa mañana pasó al lado nuestro, se detuvo un instante y nos dijo con su tono sentencioso y sin esbozar una sonrisa: “Se comenta de muy buena fuente que a Marcelo O’Connor, Roberto Maurer y a Juan José Saer los han visto de incógnito piropeando sirvientas en los corsos de Avenida Freyre”.

 

IV

Y ya que lo menciono a Juani Saer, otra anécdota, de esas que no salen en los libros o en la crítica especializada. Me la contó un chofer de colectivo -la línea 5-, un tipo mayor, vecino de nuestra casa de estudiantes. No se por qué nos hicimos amigos, por lo que más de una vez se cruzaba nuestra casa a tomar mate o compartir un asado regado con vino barato, que solo nuestra arrogante salud juvenil de entonces podía soportar sin balances ruinosos. En una de esas tertulias en el patio de aquella vieja casa que contaba con un paraíso cuya sombra nos aliviaba de esos soles impiadosos de febrero y marzo, le llamó atención un libro que uno de los amigos estaba leyendo. Se trataba de “En la zona”, el primer libro publicado por Juani a fines de la década del cincuenta. A nuestro amigo chofer le llamó la atención, no el libro, sino la cara de Saer en la solapa. A este muchacho yo lo conozco nos anunció. Nos llamó la atención, pero lo escuchamos porque en estos temas nunca se sabe. Pues bien, el chofer lo recordaba a Saer por dos cosas: la primera, porque subía al colectivo, se sentaba adelante o se paraba a su lado y se ponía a conversar con él. Le preguntaba de todo. Cuánto demoraba el recorrido, qué diferencias había entre conducir de día y de noche, cómo se relacionaba con los pasajeros, qué problemas había tenido. Era una máquina de preguntar y escuchar. Y lo hacía con amabilidad y simpatía, motivo por el cual le llevaba el apunte. Además preguntaba y anotaba. “Yo al principio pensé que era un tipo medio chiflado, pero después me di cuenta que de gil no tenía un pelo”. Después comentó: “En uno de esos viajes, me dijo que si bien vivía en el centro de la ciudad, todos los viernes y los sábados a la noche tomaba el 5 en San Jerónimo, que entonces era mano hacia el norte, para dirigirse a un club de baile que entonces funcionaba sobre Blas Parera, cerca del Hipódromo. El motivo de ese viaje es que allí había una novia que esperaba la llegada del entonces aspirante a escritor para bailar toda la noche”. Años después traté de confirmar esa anécdota con amigos comunes. Nadie tenía la menor noticia al respecto, hasta que una tarde de lisos y pizzas, mi amigo Jorge Tredici me confirmó esa historia, esa breve historia de amor de Juani, amorío de verano si se quiere, pero que fue intenso. Jorge me contó que un par de veces fueron con Juani a esa pista de baile y en algún momento le presentó a la dama de sus sueños. Alguna vez le pregunté a Juani sobre esa historia. No me largó prenda, pero ante mi insistencia me admitió que algo de eso hubo. Una historia de amor de un joven escritor santafesino, vivida en un salón de baile sobre avenida Blas Parera y contada por un chofer de colectivo. Interesante. A Ricardo Piglia, esa historia le hubiera interesado.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/224769-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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