Crónicas santafesinas

I

Se llamaba Lolo Martínez. Yo lo conocí siempre por Lolo. Cantaba tangos y lo hacía bastante bien. Pero entre tango y tango nunca dejaba pasar la oportunidad de informar que era peronista. “Peronista veneno”. Y no mentía y mucho menos exageraba. Lolo fue peronista de la cuna hasta la sepultura. Y el peronismo fue, supongo, la certeza más fuerte de su vida. Conversamos algunas veces. Siempre de madrugada, en cabarets que ya no están o que hay que tener muchos años para acordarse de su nombre: “Julien”, “Dragón Verde”, “París”, “El rey”, el “Polo bar” plantado en la esquina de Estanislao Zevallos y Camino a Nogueras. Como diría Manzi: “Fueron años de cercos y glicinas, de la vida en orsay, del tiempo loco”.

II

No puedo decir que haya sido amigo del Lolo. En primer lugar, me llevaba unos cuantos años. No sé si podía ser su hijo, pero muy bien podría haber sido su sobrino. Éramos conocidos. A mí me caía bien su manera de ser, ese estilo desganado y resignado de aceptar la vida. Supongo que yo no le debo de haber resultado demasiado antipático, aunque alguna vez se haya preguntado qué hacía un chico universitario por locales que no se inauguraron para que asistieran chicos universitarios. Recuerdo, tengo presente pero de manera muy borrosa un stud, los hombres reunidos alrededor de una mesa, el asado en la parrilla, las botellas de vino y los tango de Lolo. Estoy hablando de cosas que pasaron hace casi medio siglo. Los recuerdos a esa distancia se parecen a los sueños. O tal vez sean sueños.

III

Lolo alguna vez me contó una jugada brava que hizo después del derrocamiento de Perón. Me contó los detalles más generales, porque además sabía que yo no era peronista. Pero años después, un amigo común me hizo llegar un librito que había escrito contando las peripecias de un viaje desde Santa Fe a Asunción. Hasta hace un tiempo ese fascículo (una edición “pirata” para repartir entre los amigos) lo tenía en mi biblioteca gracias a la gentileza del amigo Raúl S., cuyo padre fue muy amigo de Lolo. El título del texto se llamaba, si la memoria visual no me falla: “Con tangos hasta Perón”. Y narraba las alternativas de ese viaje que por supuesto no lo hizo en avión, ni en tren ni en colectivo con pasajes de primera categoría. Alguna vez, Carlos Sorín filmó “El Camino de San Diego”, la historia de un chico de origen modesto de Misiones que viaja hasta Buenos Aires con el objetivo de verlo a Maradona y entregarle esa raíz de timbó que encontró de casualidad en la espesura del monte y que, según su leal saber y entender, reproducía el rostro de Maradona. Muy bien ahora podría filmar la historia de un cantor de tango de Santa Fe que decidió viajar sin un peso hasta Asunción para verlo “ a mi General”.

IV

Esto ocurrió a fines de 1955. Entre septiembre y octubre. No recuerdo bien la fecha, pero tengo presente que hacía calor. Por supuesto, no eran tiempos fáciles para ser peronista. Estaban proscriptos, ellos y todos sus símbolos, incluida La Marchita. Lolo consideró un imperativo moral (no creo que lo haya planteado con esas palabras, pero así fue la cosa) visitarlo a Perón en la mala. Sencillamente quería abrazarlo y ver, aunque fuera por última, vez su sonrisa. El único problema para cumplir con su objetivo era el de siempre en su vida: no tenía un mango. Y Paraguay estaba a casi novecientos kilómetros. No sé bien como lo hizo. Pidió prestado, mangó, rompió alguna alcancía, y así y todo apenas juntó algunos pesos que ni por cerca le permitían llegar hasta Perón. Sin embargo, se largó a la ruta. Con lo puesto, como se dice en estos casos. Y con una fe sin límites en que, con la ayuda de Dios, del Diablo o de Santa Evita, iba a poder darle un abrazo a “mi General”.

V

Viajar a Paraguay en aquellos años no era joda. Además de los riesgos políticos estaban las propias peripecias del viaje. Estamos hablado de hechos ocurridos hace casi sesenta años. Rutas de tierra, colectivos que, como diría tía Cata, eran unas carretas. A todas esas vicisitudes, Lolo le sumaba sus bolsillos flacos. Una sola seguridad lo acompañaba: él se las arreglaría de algún modo para sacarle agua a las piedras. Y su principal asistente sería el tango, mejor dicho sus condiciones de cantor. Sabía que el viaje sería largo, pero confiaba en sus conocimientos de la noche y de los amigos de la noche. En San Justo, en Reconquista, en Resistencia, en Formosa, en Clorinda siempre habría algún local nocturno, algún cabaret o algún club dispuesto a contratar un cantor de tango y pagarle unos pesos por sus interpretaciones. Tampoco faltaría algún cafiso amigo, alguna puta gaucha, algún rufián generoso, decidido a darle una mano, un plato de comida o un techo para pasar la noche.

VI

El viaje no fue una luna de miel o un tour con comodidades y entretenimientos. Hubo trayectos en camión, otros en camioneta o en autos “atados con alambre” de los que descendía blanco de tierra. Trayectos cortos. Siempre en dirección a Paraguay, pero avanzando a paso de hormiga. Siempre se las ingenió para encontrar un amigo o una amiga. Siempre hubo un cabaret dispuesto a contratarlo por una o dos noches. El hombre muchas pretensiones no tenía, porque su pretensión principal estaba al final del camino. Mucho tiempo después, Lolo reconocía que el que le abrió las puertas para hacer posible este viaje fue el tango. Y su voz y su repertorio y su simpatía. No me consta que a sus ocasionales benefactores les haya dicho el motivo secreto de su viaje. Eso era algo que le pertenecía a él y a nadie más. El peronismo de Lolo era muy personal, muy privado, si esa palabra está permitida para este caso. Además, tener presente que en esos tiempos era preferible caer preso por cualquier fechoría de la noche que por peronista.

VII

Finalmente llegó a Asunción. Después de algunos entreveros en la Aduana, de los que zafó por guapo y por canchero. En Asunción le dijeron que Perón estaba en Villa Rica, un pueblito a 160 kilómetros de la capital. Alfredo Stroessner era amigo de Perón, pero cuando el general dio una entrevista a una agencia internacional en la que acusó al gobierno militar argentino con los peores términos, se armó un quilombo pampa y a Stroessner no le quedó otra alternativa que mandarlo a Perón a la finca de un amigo común. A la imprevista dificultad Lolo la resolvió con su habitual solvencia. Un amigo peronista, otro amigo cantor de tango y una puta evangelista, salieron en su ayuda. Fue precisamente esa puta la que le informó que al otro día a primera hora salía un colectivo con evangelistas hacia Villa Rica. Lo informó e hizo gestiones para que lo llevaron al “hermano”. Allí estuvo Lolo a primera hora de la mañana con su bolsito. El final es de película. El tanguero de ley, el hombre de la noche, el viajero al que los cafisos y las putas le financiaron el viaje, llegó a Villa Rica con los evangelistas. Sorín no sabe lo que se está perdiendo.

VIII

El final también es a lo Sorín. O a “El camino de San Diego”. Hay varias versiones del desenlace. Una, que Lolo estuvo con Perón y le dio un abrazo. Otra, la más realista, que lo vio de lejos, pero que el general lo saludó abriendo los brazos y con toda su sonrisa. Final abierto, porque, además, Lolo ya no está en este mundo. Hace una ponchada de años, hablé con él de ese viaje. Fue en un bar que entonces estaba al frente del cementerio. Saco gris que alguna vez había conocido tiempos mejores; camisa celeste y pantalón al que le hubiera venido bien un planchado. Me dijo que se estaba ganando los garbanzos cantando tangos en un club de Las Flores. Le pregunté por aquel viaje ahora lejano, pero me contó generalidades. Después me dijo: “Vos pibe, sos un gorilita universitario, un intelectual, jamás vas a entender lo que le pasó a un tipo como yo cuando lo derrocaron a mi General”. Nos despedimos con un apretón de manos y nos comprometimos a vernos alguna vez. Compromiso que nunca se cumplió y ya no se cumplirá. Sin embargo, mi querido Lolo, aunque no lo creas, te aseguro que te entiendo. Ya sé que nunca pensamos lo mismo, pero no sabés cómo te entiendo. Tanto, que hasta me hubiera gustado acompañarte en ese viaje.

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