Una vez más la humanidad enfrenta el desafío de una crisis grave

Un mundo en cuarentena nos inquieta. Es lógico y humano que así sea. También es razonable suponer que la humanidad va a superar esta crisis, aunque es legítimo preguntarse a qué precio. Por lo pronto, y en homenaje a la inteligencia, empecemos por ampliar la perspectiva histórica. El coronavirus es una desgracia, pero no es nueva y ni siquiera es la peor que hemos sufrido. La afirmación no pretende ser un consuelo, sino un hecho. Si alguien afirmó alguna vez que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, con mucha más contundencia podría afirmarse que la verdadera historia de la humanidad es la historia de la lucha contra los microbios. Por lo menos, desde que los hombres decidieron ser sedentarios y vivir en ciudades, las pestes nos han acompañado con sus sombrías secuelas de muertes.

Tres flagelos hemos debido soportar como especie: las guerras, el hambre y las pestes. En esa secuencia de desgracias, las pestes son las que han acumulado más víctimas. Historiadores rigurosos aseguran que los verdugos de las Cruzadas fueron los microbios. Y que en América, la peste mató más «indios» que los conquistadores europeos. Y que la gripe española de 1919 provocó más muertes que las dos guerras mundiales.

Las epidemias tarde o temprano llegan. Indeseables, pero insistentes. Su etimología es sorprendente: «Visita». Llega de «afuera». No avisa. O cuando avisa, suele ser tarde. Razonablemente podemos decir que hoy estamos en mejores condiciones de librar esa lucha. Pero siempre debemos tener presente que así como nosotros nos adaptamos a los nuevos tiempos, los virus también se adaptan.

Estas situaciones límite nos colocan ante el desafío de tomar decisiones cuyos resultados no estamos en condiciones de asegurar plenamente . El saber de los expertos no nos libra de las propias dudas, entre otras cosas porque tampoco hay unanimidad entre los expertos. ¿Acaso hay alguna respuesta acerca del dilema entre la reducción de la actividad económica o la reducción de la actividad social? Se supone que la vida vale más que un cálculo de interés mercantil. Pero, ¿cuántas vidas costará la recesión con sus secuelas en materia de desempleo, pobreza e indigencia? Decididamente no hay respuesta exclusiva a este dilema. Y porque no la hay es que la crisis es en algún punto trágica. Tampoco hay soluciones más allá o más acá de nuestra condición humana. No habrá dioses que acudan en nuestro auxilio. Todas las oraciones al cielo están permitidas porque millones de personas las necesitan, pero la lucha contra la «peste» se libra en este mundo y con los recursos que los hombres hemos sido capaces de adquirir. Conviene que la fe vaya de la mano de la ciencia. Y que entre ambas alumbren más lucidez y más libertad.

Este dilema está muy bien desarrollado en la novela de Albert Camus La peste. El debate entre el médico y el sacerdote sigue siendo ejemplar. Y la respuesta del médico aún es aleccionadora. Entreverado en el infierno de la peste, la única posibilidad que queda es hacer lo que corresponde. ¿Y qué es hacer lo que corresponde? El médico, salvar vidas; el político, tomar decisiones justas; el ciudadano, cumplir con las disposiciones legítimas de los gobiernos; el religioso, brindar amor y no odio. La batalla se encara en serio, cada uno cumpliendo con su deber. Después veremos los resultados.

Vamos a salir de esta pandemia , pero no está escrito que en el futuro no se repitan situaciones parecidas. Decir esto no es una buena noticia, pero la vida no está solamente sembrada de buenas noticias. La buena noticia en todo caso es la voluntad de los hombres de defender el valor de la vida más allá de errores y torpezas. Vivir es una maravilla, pero también un riesgo; es un don, pero también un compromiso. La sabiduría consiste en hacernos cargo de todo. Incluso de nuestra condición de mortales. El optimismo ingenuo es una tontería. Pero el pánico es un error. Y un error por el que se suele pagar un alto precio.

La humanidad hasta la fecha ha demostrado ser más fuerte que las diversas pestes que la han acechado. Hay buenas señales para suponer que lo seguirá siendo. Dicho esto, importan algunas advertencias. Esta pandemia no nos extinguirá, pero tampoco será la antesala de un mundo más feliz. Las enseñanzas de la historia al respecto no son optimistas. Esto que llamamos «humanidad» se teje a través del tiempo con hábitos, intereses, vicios y virtudes que suelen ser más resistentes que las arremetidas de la peste.

Lo que las pestes hacen es poner en evidencia nuestras virtudes más excelsas y nuestros vicios más detestables. Nada más y nada menos. Roma no fue más justa después de la peste de los Antoninos. Y a la tragedia de la gripe española, la respuesta que dieron en Europa fue Hitler y Mussolini. No fue la única respuesta, pero en la coyuntura fue la más contundente. Es cierto también que la peste de 1348 de algún modo anticipó el Renacimiento. Y que la fiebre amarilla que Buenos Aires soportó en 1871 habilitó las iniciativas tendientes a crear un sistema sanitario que impidiera que la tragedia se repitiese.

El coronavirus no anulará las contradicciones sociales. Tampoco las dichas y desdichas que traman nuestra vida cotidiana. Puede que la emergencia del virus limite las libertades, pero se equivocan los autoritarios que suponen que el futuro de la humanidad será autoritario. La actual unidad de los pueblos para enfrentar al virus no anulará el pluralismo. Y mucho menos el deseo infinito de libertad de los hombres. En definitiva, el destino de la humanidad será el de luchar en circunstancias cada vez más ventajosas contra las pandemias, pero no hay ningún libreto escrito de antemano que nos asegure, previo a la propia experiencia histórica, un final feliz.

Hoy existe un amplio consenso entre la sociedad y la clase dirigente acerca de cómo enfrentar la crisis. La pandemia ha colocado en un primer plano las virtudes del saber de los expertos. Ante la desgracia, la charlatanería retrocede hasta el ridículo. La otra enseñanza que nos brinda la crisis es que las instituciones valen. Todas las instituciones. El Estado adquiere su importancia, pero también importan la sociedad civil y el mercado. Sin estos tres actores: Estado, mercado y sociedad, nuestras posibilidades de salir airosos se reducirían peligrosamente. Por último, la certeza, por si alguna duda quedara flotando en el viento, de que la humanidad es una sola y de que los rigores del presente y las acechanzas del futuro los enfrentamos entre todos. Puede que en la coyuntura parezcan imponerse las soluciones localistas, pero apenas levantamos la vista, se impone la certeza de que esta nave que se llama humanidad depende de todos.

Por lo pronto, el realismo impone sus condiciones. Enfrentar al virus y derrotarlo exige ganar tiempo porque el tiempo corre a nuestro favor. Ganar tiempo significa reducir al mínimo los riesgos y el número de muertos. Ganar tiempo significa descubrir la vacuna, reducir los contagios e incluso apostar a que un cambio estacional nos favorezca. Ganar tiempo es (y la humanidad lo sabe) ganar más esperanzas de vida.

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