I

Entonces algunas reuniones del Centro de Estudiantes de Derecho las realizábamos en El Rancho, sí claro, la parrillada que funcionaba en el predio de la Sociedad Rural. Una advertencia se impone. Estoy hablando de episodios ocurridos cincuenta años atrás. Medio siglo… Dios mío. Nos reuníamos allí, porque a veces no era conveniente hacerlo en la facultad, aunque en realidad nosotros estábamos encantados de sesionar en El Rancho porque el dueño de entonces, Roberto Silva, el Chivo Silva, siempre nos agasajaba con una picada de chorizo asado y algo de matambre y vacío y un pingüino de vino. Para estudiantes que comíamos en el Comedor Universitario y a veces comíamos salteado, el agasajo era de una delicadeza extraordinaria. Silva, callado y sin alharaca, tenía esa atención con nosotros, con estudiantes flacos y de bolsillos flacos. Una sola vez se acercó a saludarnos. Su correligionario entonces era el Changui Cáceres; los otros no éramos radicales y ni se nos ocurría serlo, pero ese detalle al Chivo no le importaba. Su sentido de la hospitalidad estaba por encima de esas menudencias.

 

II

Así lo conocí al Chivo. En El Rancho y dueño de una parrilla que, según me dijera mi amigo, Pato Villar, en esos años de dictadura militar fue algo así como el frontón de un radicalismo que acababa de ser derrocado por una asonada militar. En el Rancho los viernes a la noche se hacían peñas. Había un par de guitarreros oficiales. Estudiantes y nocheros. A los dos los recuerdo con afecto. Uno, era Toño Contreras; el otro, Chicharra Abella. Cantaban sin sonrojarse por el plato de comida y el vaso de vino, que, por supuesto, nunca era un solo vaso. Toño hoy vive en Mendoza y sigue cantando y tocando la guitarra; Chicharra, creo que seguirá viviendo en Río Cuarto, en donde alguna vez fue intendente por la UCR. Pero en 1969 esos destinos no se oteaban en el horizonte. El Chivo convocaba a la peña y los muchachos cantaban. Con la discreción que lo distinguía, Chivo les sugería que no se entusiasmen con las canciones de protesta porque los servicios de inteligencia se invitaban solos y hacían su trabajo. Toño y Chichara prometían no salirse de “Zamba de mi esperanza” o “La Añera”, pero al segundo o tercer vaso de vino arrancaban inevitablemente con “A desalambrar, a desalambrar…”, tema no muy oportuno para cantar en esos años y muy en particular en un local de la Sociedad Rural. Pero el Chivo bancaba. Se enojaba, protestaba, pero bancaba.

 

III

Después me enteré que en El Rancho sesionaba de hecho el Comité provincial de la UCR. En El Rancho conocí una noche a las grandes espadas nacionales del radicalismo. Hombres mayores (entonces yo tenía veinte años y todos eran mayores que yo; no como ahora que todos son menores que yo), hombres de traje, con corbata y algunos con sombrero; muchos con la típica chalina radical en los hombros. Allí lo conocí a Luis León, a Carlos Perette. De Aldo Tessio no voy a decir que lo conocí allí, porque ya lo había conocido cuando se hizo cargo de nuestra defensa una vez que la policía nos detuvo durante una manifestación callejera. Pero en El Rancho lo vi por primera vez a Ricardo Balbín. Y lo oí hablar: una voz y una historia; una voz radical y una historia radical. ¿Qué hacía yo en esa parrilla de radicales, yo que no era radical y tampoco tenía ganas de serlo? No lo sé. Pero allí estaba. Pienso que el radicalismo es para mí como esas mujeres que uno conoce de toda la vida; que siempre le gustó, que siempre le inspiró alguna fantasía, pero el destino o lo que sea impidió que fuéramos más allá de una palabra cariñosa o un beso robado y fugaz alguna de esas noches de la que después uno no se acuerda o no quiere acordarse.

 

IV

En el Rancho estuvo un Raúl Alfonsín que recién empezaba a caminar el país en nombre del Movimiento de Renovación y Cambio. Según el Pato, llegó desde Paraná. Creo que lo trajo Papi Damiani. Creo. Fue su primera visita a la ciudad donde desde el principio contó con amigos leales. Años después, con una posible amenaza de muerte de Massera y desobedeciendo los consejos de amigos que le decían que se fuera del país, Alfonsín llegó a Santa Fe y durante casi dos semanas contó con la hospitalidad del Chivo Silva y Bonazzola. Esto de que a los amigos se los conoce en las buenas pero se los pone a prueba en las malas, estos señores no lo recitaban, lo practicaban.

 

V

Privilegios de la memoria. Limpias, nítidas las imágenes de esa mesa en Los Dos Chinos de San Martín y Juan de Garay, entonces al frente del Club del Orden. Una mesa integrada por el Chivo, Bonazzola, Carreras, Tessio, Miró Plá, Peralta Pino y un Pato Villar muy jovencito pero incorregiblemente radical. Me hubiera gustado compartir esa mesa. Aunque más no sea de mirón. No fue posible, pero a la mayoría de esos hombres los conocí. Y conocí su sentido del humor. Recuerdo que por esas clásicas refriegas internas que a los radicales les encanta protagonizar con la pulsión de un timbero, alguna vez los acusaron de “cajetillas del centro”. Y también recuerdo, porque me lo contó uno de los autores de esa imputación, la respuesta. “Venía caminando por calle San Martín, cuando Bonazzola me paró en la calle y me dijo sin perder la compostura, sin enojarse y sin reírse, pero con un levísimo toque de humor en el tono: ‘Pibe… estás equivocado conmigo; yo no soy un cajetilla del centro; yo soy un cajetilla del micro centro’. Y se fue caminando, alto, delgado, elegante, el pelo canoso, los rasgos afilados del rostro, el cigarrillo en la mano como un toque de distinción”.

 

VI

Pero al que más recuerdo es al Chivo. No puedo decir que fuimos íntimos amigos, pero en sus últimos años todas las tardecitas compartíamos la mesa en un bar de San Martín y La Rioja. Unos años antes yo había conversado un rato con el Chivo para proponerle que firmara el acta de constitución de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos (APDH). Leyó el manifiesto, me dijo que estaba de acuerdo, pero que antes de firmar lo consultaría con los amigos. Allí descubrí por primera vez esa decisiva categoría política de los radicales: “Los amigos”. “Amigos”, en este caso no es un sinónimo de “correligionario”, es, si se quiere, una categoría subordinada, pero en algunos casos puede llegar a ser más importante. Tampoco es una referencia emocional, es decisivamente política. Para ser radical no alcanza con ser correligionario, importa disponer de “los amigos”. Un radical sin “amigos”, está condenado irremediablemente a la soledad y la impotencia.

 

VII

Compartí durante algunos años una cuantas mesas con el Chivo. Era encantador. Su sentido del humor, exquisito. Me consta que fue un político progresista y decente. Me consta que fue radical de toda la vida, forjado en la docencia cívica de Julito Busaniche. Me consta que conocía como la palma de la mano la vida interna de la UCR, sus tradiciones, sus luces y sombras. No era pedante ni prepotente. “Nos hicimos a los ponchazos”, me dijo una noche después de contarme las peripecias de luchas internas, campañas electorales, giras en autos viejos y por caminos de tierra para participar en actos a veces multitudinarios, a veces con un público en el que alcanzaba y sobraba un kiosco para reunir a los presentes.

 

VIII

Algunas veces fui invitado a las reuniones que se celebraban en su casa de Rincón. Asados que se iniciaban a medio día y se prolongaban hasta la noche. Reuniones de hombres que hablaban de política y contaban historias viejas de Santa Fe. Su hospitalidad y su don de gentes eran proverbiales. También su elegante sentido del humor. Sus chistes no ofendían. Se divertía y nos divertía. Nadie en su mesa se enojaba. Y cuando había alguna diferencia, su maestría la disimulaba con una palabra o un gesto. Era algo indiferente con la comida, pero disfrutaba del champagne. Nunca lo vi con una copa de más y si las tuvo, su cultura alcohólica lo disimulaba. Siempre se preocupó por los detalles. Así me lo dijo un amigo de él que vivía en el mismo edifico de departamentos, creo que sobre calle 9 de julio. Creo. El Chivo, me contaba este señor, disponía de dos cocheras: una la del consorcio; la otra en la vereda de enfrente. La del consorcio era cómoda pero estrecha; la de enfrente, contaba con un amplio portón. ¿Y por qué dos cocheras para un solo auto? Según como haya funcionado su relación con el champagne, entraba a una cochera o a la otra. Pero lo cierto es que nadie vio alguna vez el auto del Chivo rayado. Hombre prudente.

 

Con una posible a

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/237459-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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