I
Se dice que las escenas y los relatos deben de estar situados. Y me parece bien. Yo largo algunas pistas: Santa Fe 1980. Una casa de planta alta en calle Mendoza entre San Martín y San Jerónimo. Arriba de uno de los bares más lindos que tuvo la ciudad y que se llamó La Modelo, un bar cuya penumbra hospitalaria no la he encontrado en ningún bar del mundo, y ya se sabe que quien escribe tiene autoridad para decir lo que dice porque ha pasado casi la mitad de su vida en los bares. En ese viejo caserón que aún existe, vivíamos -y lo digo en plural- seis o siete “estudiantes” que oscilábamos entre los veinte años y algo más de los cuarenta. Después estaban las visitas estacionarias, residencia habilitada para acoger entre sus paredes a cuanto desocupado, paria, atorrante o marido expulsado por su esposa, anduviera dando vueltas por la ciudad. ¿Casa de estudiantes? Según se mire, porque alguna vez nuestro maestro e ilustre visitante de la casa, don Luis de Córdoba y del Amos, el Gallego de Córdoba, profesor de Economía en la facultad, nos imputó a los gritos con su gracejo español, que nunca más pisaría esa casa en “donde moran estudiantes que no estudian, trabajadores que no trabajan, escritores que no escriben, militantes que no militan, músicos que han empeñado sus instrumentos y maridos sin esposas”. Lo prometió una noche, pero a la otra noche llegó a casa con cuatro kilos de asado y varias botellas de vino para anunciarnos -años ochenta- que no había cambiado la opinión que tenía de cada uno de nosotros, pero no obstante debía admitir que era la única casa con las puertas abiertas las 24 horas del día y en la que un asado muy bien podía iniciarse a las siete de la mañana, porque para esos menesteres todos éramos materia dispuesta y nuestros horarios, por lo general, no coincidían con los tradicionalmente establecidos ¿Qué más decir? Tal vez aquello que escribió alguna vez Homero Manzi: “Fueron años de cercos y glicinas, de la vida en orsay, del tiempo loco”. Dos años vivimos en esa casa. El alquiler se pagó siempre puntualmente. No éramos malos inquilinos, aunque los propietarios de la casa no estaban orgullosos de nosotros.
II
Los bares eran una referencia importante, un punto de orientación que nos permitía saber dónde estábamos parados. El que estaba más a mano era, claro, La Modelo, cuyo dueño no nos quería ver ni en figuritas, y seguramente sus buenos motivos tenía porque a decir verdad no éramos los vecinos más respetables del barrio. De todos modos, el café del desayuno de vez en cuando lo tomábamos allí, y siempre tendré presente aquella mañana de mediados de abril de 1980 cuando leí en el diario que acababa de morir en París Jean Paul Sartre. Esa sí que fue una noticia importante. El viejo, nuestro viejo, partía hacia el silencio. Unos meses después leí que Simone de Beauvoir lo despidió diciendo las palabras necesarias y justas que se pueden decir cuando se despide a un ser amado y no se es creyente: “Su muerte nos separa, mi muerte no nos unirá, pero después de todo fue hermoso haber vivido más de cuarenta años juntos”. Impecable el Castor. Fue un día de luto. Y lo celebré releyendo algunas páginas de “Los caminos de la libertad”, páginas que son mi debilidad hasta el día de hoy. Un mes más tarde, me llegó la carta de una amiga que estaba paseando de casualidad por París cuando murió Sartre. Y, por supuesto, asistió a esa despedida formidable que París, que Francia, le brindó a “su Voltaire”, como alguna vez dijera Charles de Gaulle para refutar a ministros que le exigían que lo llevara a la cárcel. “Francia jamás pondrá entre rejas a su Voltaire”, dijo. Una lección a militares tercermundistas que no solo los detenían, sino que de vez en cuando los mataban.
III
De aquellos años recuerdo las mañanas en el bar Hernandarias. Allí el señorío pertenecía al negro Flores, Miguel Flores, instalado desde la mañana a la noche en el bar compartiendo mesas en la que se conversaba del mundo y sus alrededores. La sede del diario El Litoral entonces estaba al lado del bar; y un poco más allá el Instituto de Educación Física. Con algunos periodistas del diario intercambiábamos chismes políticos; con los estudiantes de educación física no nos dábamos bola. Para ellos, nosotros éramos unos viciosos crónicos; para nosotros, ellos eran el ejemplo de lo que no había que hacer: no fumar, no trasnochar, no beber y sobre todo no leer. Mens sana en corpore sano. El negro Flores alguna vez dijo de ellos: “Son el arquetipo de estudiante que ponderaría el diario Esquiú o el Selecciones del Readers Digest”. Seguramente no éramos justos en nuestras apreciaciones, pero creíamos en lo que decíamos, sobre todo en una época en la que todavía no se habían instalado en la ciudad la gimnasia y la cultura de los fierros. A la tarde, el bar era frecuentado por los estudiantes del Instituto de Profesorado. Chicas y muchachos que estudiaban Historia y Letras. Alguna vez compartí un café con Ricardo Ahumada; más de una vez lo compartí con Darío Macor. El mozo, se llamaba Chiche. Mozo de toda la vida. Tan acostumbrado a verlo con su chaqueta blanca y en el bar, que alguna vez lo crucé en la calle y no lo conocí. A mediodía, cuando las finanzas lo permitirían almorzábamos en el Sirio Libanés de 25 de Mayo. Almorzábamos y a la siesta nos prendíamos a una partida de casín, una mesa de loba o una partida de ajedrez. ¿Y cuándo trabajábamos? Pregunta incómoda. Algunos vivíamos de nuestros padres; otros, se la rebuscaban vendiendo lo que saliera: rifas que no sé si pagaban premios; avisos publicitarios para revistas que raras veces se publicaban; seguros fúnebres de dudoso cumplimiento y libros. En lo personal, durante tres o cuatro años este servidor se ganó la vida vendiendo colecciones de libros. La plata nunca sobró, pero para atender mis modestas necesidades siempre alcanzaba.
IV
En aquellos años de dictadura militar, disponer de algunos lugares donde encontrarse era algo importante, y como toda cosa importante, escasa. La revista Humor entonces era más que una revista de humor un lugar indispensable para respirar. Un bar tengo presente en ese tiempo. Estaba en calle 25 de Mayo entre calle La Rioja y Catamarca. Se llamaba Talia, la musa griega del teatro y la poesía. Sus promotores fueron Ricardo Gandini y Raúl Venturini. Como todas las cosas buenas de esta vida, no duró mucho, pero mientras duró fue importante. La iniciativa incluía, además del bar, una sala y una escuela de teatro. Teatro Arena. Así se llamaba. Una mañana de verano me llevó allí mi amigo Tomás Hynes. Después, no sé si fui el mejor cliente, pero seguro que uno de los más habituales. El lugar era lindo y con el recuerdo la belleza se amplía y adquiere nuevos tonos. Repito: año 1979, 1980. En Talia se podía hablar de teatro, de música, de cine, de literatura y claro está, de política. Florentino Sanchez me presentó una mañana a George Simenon y el inspector Maigret. Yo ya era un lector de novelas policiales, pero todavía alguien podía asombrarme con un autor o un personaje. Ese asombro lo extraño. Todos los que nos teníamos que conocer en esos años sabíamos que Talia era un lugar de encuentro. A la mañana, a la tarde, a la noche y en función trasnoche. ¿Cómo no me voy a acordar de Talia? Cómo olvidarte Talia, si, como dijera una zamba salteña, por su culpa tuve mujer. Tampoco duró mucho, pero fue importante.
Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/245133-cronicas-santafesinas-opinion.html]