I
La pandemia y el coronavirus son una desgracia de la naturaleza; la administración de la cuarenta en nuestras playas es una desgracia de la política. En un caso intervienen los dioses; en el otro los hombres. A las maldiciones y los caprichos de los dioses hay que soportarlos o resignarse; me temo que a los dirigentes políticos también, pero con ellos alentamos la ilusión de que podemos discutirlos e incluso cambiarlos. Dicho con otras palabras, y para refutar al presidente que atribuye todas las responsabilidades a la pandemia: con el coronavirus no nos metemos, pero sí opinamos sobre la gestión de la cuarentena, o, para ser más preciso, sobre la penúltima cuarentena, porque me temo que hacia el futuro nos aguardan nuevas cuarentenas, pues pareciera que nuestros gobiernos se han entusiasmado con ella o, lo que es más serio, no se les ocurre otra cosa, no se les cae otra idea, o, para ser más piadosos, digamos que el Estado nacional no dispone de otro recurso que ensayar la cuarentena más prolongada del mundo para la mitad de los argentinos.
II
Contradiciendo las opiniones de quienes suponen que la pandemia alienta la secreta, redentora y milagrosa virtud de hacernos más buenos o más justos, postulo que ella no hace otra cosa que poner más en evidencia nuestros muchos defectos y nuestras escasas virtudes. Para no caer en el pecado del reduccionismo o de personalizar las críticas, admitamos que el problema más serio de la Argentina es la deficiencia del Estado, la incompetencia del poder público para hacerse cargo no solo de la situaciones difíciles, sino de las más cotidianas. No invento la pólvora si digo que nuestro Estado nacional arrastra desde hace años, tal vez décadas, una fenomenal crisis de recursos y de gestión, por lo que no deberían sorprendernos nuestras impotencias ante esta crisis. Alguien dirá que lo que nos ocurre a nosotros le ocurre a la mayoría de los países del mundo. Puede ser. Pero dicho esto, aceptemos que hay países que a la tragedia la administran con más solvencia y hay países que se van a recuperar más rápido; y hay otros que vamos a arrastrar nuestras heridas y dolores por un tiempo más prolongado. No es lo mismo un país con un Estado eficiente, con instituciones fuertes, con genuinos recursos, con moneda creíble, bajo endeudamiento, capacidad productiva, y otro país exactamente opuesto a estos logros. Aunque el presidente no lo crea, no es lo mismo Argentina que Suecia.
III
A los argentinos la cuarentena nos sorprendió en medio de una de nuestras crónicas crisis. Si queremos ser rigurosos en el análisis, debemos admitir que el país repta de crisis en crisis por lo menos desde 1975, es decir, desde hace casi medio siglo, por lo que las responsabilidades políticas no son exclusivas, están repartidas, pero no estoy del todo seguro que esa suerte de repartija sea igualitaria. Algunos hicieron más, otros hicieron menos; algunos gobernaron más tiempo, otros apenas fueron un episodio. Hay una cuota de verdad cuando se habla de la responsabilidad de una nación por sus desgracias, pero hay algo injusto cuando se afirma como verdad absoluta que “todos somos responsables”, cuando en realidad las capacidades de decisiones, las cuotas de responsabilidades fueron diferentes, y en algunos casos muy diferentes. No es la misma la responsabilidad de un gobernante que la de “un criollo pata al suelo”, o la del simple ciudadano. Y no es lo mismo por la evidente razón que en política lo decisivo es el poder y el poder no se distribuye de manera igualitaria. Para no extraviarnos en abstracciones, vayamos a los ejemplos que suelen ser más elocuentes que las teorizaciones más complejas. Si Gildo Insfran gobierna desde hace casi treinta años en la provincia de Formosa, está claro que él debe responder por lo que haya de bueno o de malo en esa desdichada provincia. Y si en el estragado partido de La Matanza el peronismo gobierna desde 1983, o desde 1973, las responsabilidades principales no son de toda la “clase” política, sino del peronismo.
IV
En este contexto, a nadie le debería llamar la atención que la pandemia manifieste sus expresiones más duras, más descarnadas, en el denominado Conurbano, la base social electoral del kirchnerismo. El Conurbano, uno de los territorios más conflictivos del país, es la zona que concentra las tragedias nacionales más profundas: corrupción institucional, clientelismo salvaje, complicidad entre funcionarios políticos y hampa, pobreza estructural y las más diversas, sórdidas y despiadadas formas de violencia. ¿Alguien puede sorprenderse que hoy sea el Conurbano el territorio donde las manifestaciones de la pandemia sean más dolorosas? Se dirá que algo parecido ocurre en la ciudad de Buenos Aires. No lo creo. No exageraba un periodista cuando dijo que en esta cuarentena la ciudad de Buenos Aires fue arrastrada por las presiones del gobierno nacional y del gobierno de provincia de Buenos Aires. Cuando el ministro Ginés González García declaró con su expresión más plácida que la prohibición para salir a correr en la CABA fue más una cuestión de imagen, estaba diciendo con otras palabras que los porteños debían practicar esta original creación del populismo: la cuarentena solidaria. Con el más ecuánime de los ánimos, admitiría que Kicillof, que llegó hace seis meses el gobierno de la provincia de Buenos Aires, no es el responsable personal de ese desastre que es el Conurbano. Él no lo es, pero sí lo es la fuerza política que él representa, salvo que se suponga -insisto una vez más en La Matanza, pero hay muchos más ejemplos- que gobernar durante décadas un territorio lo libera de responsabilidades.
V
El talante impávido, la gestualidad estilo “yo no fui” del populismo criollo para lavarse las manos, es conmovedor; en definitiva, esa vocación por pretender igualar en el barro. Sus críticas contra la empresa Vicentin obedecen a diversas obsesiones ideológicas y políticas, pero en medio de ese amasijo de pasiones, resentimientos y alienaciones, late limpio y virtuoso el afán por instalar la idea de que los empresarios de la empresa del norte santafesino se parecen a Lázaro Báez o a Cristóbal López. “Somos todos iguales o parecidos”, es su objetivo trascendente. En el camino, un ladrón de gallinas y un asesino serial son lo mismo. “Todos somos corruptos”, es su consigna. Imposibilitados de explicar La Rosadita, o el revuelo de bolsos o la alucinante expropiación de Ciccone, o el involucramiento de sus jefes, Néstor y Cristina, en el saqueo de los recursos nacionales, intentan forzar los hechos y las leyes con el objetivo
de embarrar la cancha y asegurar su impunidad.
VI
Alguna vez se dijo que los servicios de inteligencia son los sótanos de la democracia o por qué no, las cloacas de la democracia. En todos los casos, lo que predomina es la oscuridad y el mal olor. Supongo que habrá diversas teorías para justificarlos en nombre de la seguridad o el orden. Hasta que alguien me demuestre lo contrario, seguiré creyendo que no hay servicios de inteligencia democráticos o republicanos. Y, en nuestro caso, ni siquiera eficientes en los objetivos que justificarían su razón de ser. En la historia política contemporánea los servicios en tiempos de democracia (en tiempos de dictadura son un capítulo aparte) han sido un factor de desorden, inestabilidad y corrupción, es decir, lo opuesto a lo que proclaman. En este tema, todos los gobiernos han sido responsables y en más de un caso víctimas. El doble agente, los servicios que escapan al control de sus jefes políticos son un clásico de la intriga política y el pretexto para numerosas novelas y películas. Una anécdota que le atribuyen a los presidentes Arturo Frondizi y John Kennedy. El presidente argentino lo llama a su colega para expresarle cordialmente su queja porque la CIA está operando en la Casa Rosada. A la queja le suma la cordial solicitud de que la retire. John Kennedy le contesta con su habitual encanto y sentido del humor: “Presidente Frondizi, a la CIA no la puedo sacar de la Casa Blanca y usted me pide que la saque de la Casa Rosada”.
Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/247777-contra-el-destino-nadie-la-talla-cronica-politica-opinion.html]