«Estás desorientao y no sabés…»

 

I

Para decirlo de manera frontal -ya habrá tiempo para relativizarlo- un vecino tiene derecho a resistir el ingreso de un ladrón a su casa. ¿Es necesario decir que le asiste el derecho a defender lo que es suyo: su familia, sus bienes, sus propia vida? ¿Es desopilante agregar que ese derecho incluye el derecho a repeler el ataque e incluso matar -sí, matar- para defenderse? Después podemos permitirnos sumar algunas consideraciones que relativicen lo dicho: la defensa propia tiene un límite, una proporcionalidad, un alcance, tal como lo señala la ley y hasta como lo podría admitir el más lógico sentido común. Ahora bien, convengamos que no es fácil establecer criterios de mesura, prudencia, sabiduría oriental a una persona que acaba de ser sometida a esa violencia sorpresiva, inaudita, visceralmente injusta y bárbara que significa un asalto, la irrupción sorpresiva de delincuentes armados a una casa decididos a provocar todo tipo de daños. Alguien está en su casa, solo o con su familia, rodeado de las personas y las cosas que quiere; y de pronto el infierno, la irrupción de tipos decididos a romper con todo: con la tranquilidad, con la seguridad, con la vida. ¿Puede pensarse una violencia mayor? La casa alguna vez alguien la comparó con la “cueva” que desde el origen de la humanidad es el lugar seguro, el lugar del refugio, el lugar íntimo. A la persona que súbitamente fue sometida a esa violencia incalificable, ¿cuánta prudencia, mesura y ecuanimidad se le puede exigir? Pregunto porque hay jueces y fiscales, abogados y periodistas que parecieran muy dispuestos exigirle a esa víctima que además de padecer lo peor debe disponer de la sabiduría de un monje budista y entender que el ladrón pudo haber tenido una infancia difícil, que si roba es porque tiene necesidades y, por su fuera poco, debe disponer, mientras recibe una lluvia de golpes o amenazan con violar a su hija o le apoyan un bufoso en la cabeza a su nieto, de la lucidez necesaria al primer golpe de vista de que estos buenos muchachos no usaban armas de fuego o que las armas de fuego estaban descargadas o que el cuchillo con el que lo amenazaba no era tan filoso, y en esa mínima fracción de segundo debe deliberar el carácter proporcional de su defensa. Eso y decir que en la relación establecida entre el ladrón y el vecino, la víctima es el ladrón, es más o menos la misma cosa.

 

II

Desde un punto de vista sociológico, se debe admitir que cuando las sociedades se empobrecen, cuando las crisis económicas se profundizan, el delito crece. Los datos de la realidad, las estadísticas en ese sentido son elocuentes. Podrá decirse, y está bien que se diga, que no todos los pobres son delincuentes e incluso observar que hoy en tiempo presente, en los barrios realmente pobres, la opción por el delito es minoritaria, minoritaria pero “ruidosa”. Y letal. Ninguna de estas objeciones refuta el hecho cierto de que en condiciones de penuria económica hay más delitos contra la propiedad y más violencia. ¿Y entonces? Entonces, como le gusta decir a tío Colacho, “hay que aprender a caminar y masticar Chiclets al mismo tiempo”, sin temer por semejante ejercicio intelectual la posibilidad de ser víctima de un derrame cerebral. Esto quiere decir que una vez más estamos ante una relación que al primer golpe de vista parece contradictoria: el derecho de los propietarios o de una familia a defenderse y la admisión que la pobreza crea condiciones favorables al delito. ¿Qué hacer? Por lo pronto, algunas verdades elementales se impone establecer: cuando hay ladrón y un robado, la víctima es el robado; cuando hay un asesino y un asesinado, la víctima es el asesinado; cuando hay un violador y una violada, la víctima es la violada. ¿Obvio? Claro que lo es, pero ha llegado la hora de dejar bien en claro los fueros de lo obvio porque pareciera que en estos tiempos trágicos de urgencias y oprobios lo obvio es la condición que primero se pierde. Segundo: un dueño de casa, un jefe de familia, un hijo o una hija, un padre o una madre tienen derecho a defender lo suyo y si ese derecho incluye la situación nunca deseada de la muerte, la ley debe zanjar en principio a favor de la víctima y no del victimario. No digo “siempre”, digo en principio. El padre tiene el derecho a defender su familia; y el ladrón tiene el “deber” de saber que si decide entrar a una casa a robar y si es necesario a matar, en el camino puede perder la vida. Creo que hasta el más elemental cálculo de riesgos admite estos márgenes de posibilidades. Arreglados estaríamos en una sociedad o en un mundo donde los delincuentes no corren ningún riesgo y por esos “pases” de magia social sus condiciones de villanos devienen en condición de víctimas sociales, cuando no, de héroes.

 

III

Nunca me gustó la sociedad “Amigos del rifle” a las que, por ejemplo, ciertos norteamericanos adhieren con tanto entusiasmo. Adhiero a sociedades pacíficas, libres y justas. Pero el problema no son mis aspiraciones, sino los datos duros de la realidad. Un comerciante que fue asaltado nueve o diez veces y la policía nunca llega, o llega tarde, o no encuentra a nadie, o si encuentra al delincuente a la otra semana se pasea por la calle chocho de la vida, ¿se le puede decir a ese comerciante en nombre de la paz y las buenas costumbres que no tiene derecho a armarse aunque más no sea con un matagatos? Y no obstante ello, seguiré bregando en una escala social y política por una sociedad que brinde más oportunidades, que reduzca los niveles de pobreza. No va a desaparecer el delito, pero se va a reducir, y esto ya es importante. Ni hablar, si además contamos con una policía eficiente y con jueces y fiscales que se olviden de sus lecturas de Zaffaroni y, sobre todo, que algunos de ellos abandonen sus relaciones carnales con delincuentes y abogados socios de los delincuentes. O sea, que más allá de los rigores cotidianos de la realidad, sostengo que no es contradictoria una práctica social en la que los vecinos estén protegidos de la violencia y el delito, una sociedad en la que los delincuentes paguen por sus delitos y un gobierno que se esfuerce por construir una sociedad más justa y más libre. No se me escapa que el objetivo es difícil de lograr, pero no solo es posible y deseable, sino que además tenemos el deber de bregar por algo parecido.

 

IV

Respecto de la pandemia, digamos en principio que el problema más serio está situado en lo que se conoce como AMBA, un problema no menor ya que entre pito y flauta compromete a la mitad de la población del país. Dicho esto, admitamos que la cuarentena, tan preferida por algunos funcionarios del gobierno nacional y de la provincia de Buenos Aires, ha llegado a su límite por la sencilla razón de que por este camino la cuarentena será más dañina que el coronavirus, motivo por el cual la sociedad ya no tiene ni ganas ni deseos ni recursos de seguir cumpliendo con la cuarentena permanente o con la penúltima cuarentena. Convengamos que la cuarentena como tal ya no cumple ni siquiera con los objetivos que declama y con la que se pretende legitimar. Y convengamos que no hay cuarentena posible si la sociedad decide no cumplirla o no cree más en ella o considera que entre la posibilidad remota de morir por contagio y la posibilidad cierta de morir de hambre o de tristeza, la gente razonablemente opta por correr un riesgo remoto a hundirse en un riesgo cierto. Nos guste o no (en principio no me gusta) debemos admitir que el coronavirus ha llegado a este mundo para quedarse y que deberemos acostumbrarnos a convivir con él, como de hecho la humanidad se ha habituado a convivir con los riesgos del caso con virus, bacterias y las más diversas pestes. Habrá que cuidarse, habrá que usar barbijos por más tiempo que el deseado, habrá que seguir prendiendo velas a San Antonio para que llegue la bendita vacuna o habrá que seguir confiando en el talento de los hombres para combatir las pestes que nos acechan, pero lo que no podemos hacer es renunciar a vivir porque, como alguna vez me dijera un amigo, a la muerte la podemos postergar pero no impedir, pero lo que nunca podemos renunciar es a vivir, y me temo que los argentinos ya hemos arribado a la conclusión de que lo más parecido a la muerte en el sentido existencial y físico de la palabra, no es el coronavirus sino la cuarentena permanente.

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