«Facho», «gorila» y «odiador», emblema del diccionario populista

El populismo no suele ser escrupuloso con el lenguaje. Su relación con las palabras merodea la manipulación, porque se supone que la conquista política del «sentido común» suele permitirse estas licencias. Ocurre que una concepción de la política que establece una diferencia definitiva entre amigo y enemigo exige el uso y, si es necesario, el abuso de palabras que cumplan con ese objetivo.

Palabras como «facho, «odiador serial» o «gorila» suelen ser emblemáticas en el lenguaje del populista actual

Palabras como «facho, «odiador serial» o «gorila» suelen ser emblemáticas en el lenguaje del populista actual. Sin ir más lejos, la imputación de «facho», que el nuevo populismo emplea en más de un caso con impávida ignorancia, puede ser un ejemplo elocuente de los inesperados sentidos que cobra una palabra que en su momento se inició para designar a los simpatizantes del régimen creado por Benito Mussolini. Entonces, «facho» y «fascista» se les decía a quienes, según palabras de su fundador, ponderaban los beneficios del Estado sobre la actividad privada, repudiaba la economía de mercado, condenaba al liberalismo en todas sus formas y proclamaba las virtudes creativas de la violencia. Las asombrosas paradojas de los procesos históricos han permitido que los lejanos herederos de los exponentes locales del fascismo criollo hoy atribuyan a sus declarados enemigos neoliberales las patologías de esta cultura política. El asombro deviene perplejidad cuando imputan a los supuestos «fachos» la condición de cómplices de la «corpo», es decir, las corporaciones, cuando, la verdad sea dicha, la fantasía de un régimen gobernado por las corporaciones está presente en los orígenes mismos del populismo criollo.

«Odiador serial», incluye dos palabras que se refuerzan mutuamente. Sin ánimo de incursionar en laberintos psicológicos, convengamos en que la palabra «odio» está cargada de percepciones negativas. Puede que para bien o para mal el odio sea una pasión humana, pero quienes la emplean no están preocupados por los alcances de las hipótesis de Freud y Lacan, sino en hacer realidad las hipótesis de Carl Schmitt alrededor de la necesidad de forjar un enemigo. Y si al «odiador» se le suma el adjetivo «serial», los resultados son de una espléndida eficacia, la conjugación de una conmovedora metáfora que facilita el desplazamiento desde «odiador serial» hacia «asesino serial».

Pero admitamos que la creación históricamente más exitosa del populismo criollo ha sido el término zoológico de «gorila», palabra que puede ser un adjetivo, un sustantivo, pero en todos los casos opera como un insulto que en términos políticos se ha instalado en el «sentido común» de los argentinos con la precisión y la deliberada ambigüedad de todo insulto.

Puede que a lo largo de la historia de nuestro desdichado país la palabra se haya resignificado, pero, más allá de esas oscilantes vicisitudes, nos consta que «gorila» se instituyó después de 1955 para designar a los mismos que durante el régimen peronista derrocado eran calificados como «contreras».

Según quienes se ocuparon de rastrear el origen del vocablo, «gorila» pertenece a la inspiración de la Revista Dislocada de Delfor y a las audacias rítmicas de un baión interpretado por Feliciano Brunelli. Hay motivos para sospechar que los responsables de atribuir a la casi extinguida familia zoológica de los gorilas una modesta dimensión existencial jamás imaginaron las peripecias políticas que la historia le asignaría a su criatura, por lo que «gorila» muy bien puede ser pensado como una metáfora cuyo mérito exclusivo, al decir de Borges, sería el ejercicio más o menos arbitrario de diversas entonaciones.

No deja de contribuir al asombro «universal de la infamia» que una orquesta que en sus buenos tiempos pobló de anhelantes bailarines las pistas de barrios de nuestras ciudades y campañas, y una revista que proféticamente se reconocía como «dislocada», hayan aportado a nuestra indigente cultura política un término que transitó desde los arrabales de nuestro lenguaje hasta conquistar una ruidosa centralidad.

Estimo innecesario advertir que «gorila» no es un concepto político ni una construcción teórica. No sé de ningún politólogo o cientista social que use esa palabra con objetivos de investigación o para echar luz a las complejidades de la realidad contemporánea, pero su marginalidad en el mundo académico no la excluye de ser una de las palabras más populares de la jerga política, al punto de que el historiador Daniel James lo calificó como el más poderosos símbolo político del peronismo. Importa señalar que, a diferencia de «odiador serial» o «facho», «gorila» suele incluir un componente burlón y festivo, aunque me temo que en más de un caso la «fiesta» se aproxima a aquella otra fiesta que urdieron en su momento Borges y Bioy Casares en un aguerrido relato de cuyo nombre no quiero acordarme. O a las expansiones de los bisabuelos de los actuales barrabravas decididos a liquidar al joven unitario tal como lo intuyó Echeverría en un impecable relato.

Desde 1955 en adelante, a ningún presidente se le negó el honor de ser calificado de «gorila». «Illia gorilón, rajá de la Rosada que la casa es de Perón». «Traigan al gorila de Alfonsín, para que vea.». En algunos casos, el coro adquiría tonos sombríos: «Perón, mazorca, gorilas a la horca», tal vez un homenaje melancólico a don Juan Manuel y su enternecedora consigna: «Mueran los salvajes, inmundos, asquerosos unitarios»

«Gorila» logró ser una imputación capaz de anegar todos los territorios de la política y la sociedad. Si «gorila» solo designara a los antiperonistas, sería un vocablo más de la jerga política, pero su originalidad reside en su destreza para extenderse y atravesar todas las barreras sociales y política. Por lo pronto, «gorilas» pueden ser todos, incluso los peronistas. «¿Qué pasa general que está lleno de gorilas el gobierno popular?», preguntaban desolados los jóvenes de la «juventud maravillosa» a su jefe, cuando de hecho el gobierno estaba integrado no por antiperonistas, sino por severos y amenazantes peronistas ortodoxos. Desde 1983 hasta la actualidad no hubo un presidente peronista que no haya recibido los beneficios de esa imputación. «Traigan al gorila musulmán.», decían los peronistas antimenemistas, aunque ello no impidió que años después los peronistas opuestos a Néstor y Cristina consideraran que el kirchnerismo expresaba una desenfadada experiencia gorila, sin olvidar, ya que estamos comentando intimidades, que la revista peronista El Caudillo nunca se privó de considerar a Montoneros una versión gorila infiltrada en el peronismo. Y que en aquel lejano y desangelado 1º de mayo de 1974, los «imberbes» no se privaron de acusar de «gorila» al propio Perón, con lo que el término cerró este singular círculo dantesco de manera magistral. Y «gorila» devino una imputación repartida tan generosamente que nadie en ningún momento pudo eludir esa celada tendida por el peronismo y que concluyó por incluirlos a ellos mismos, por lo que muy bien podría postularse que el único ser a quien hasta el momento nunca le alcanzó ese brulote fue Dios, hipótesis que -sospecho- Chesterton no vacilaría en aprobar.

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