I
Pasamos muchos momentos juntos. Alrededor de una mesa de café, una botella de vino o una jarra de chopp. Discutimos mucho pero nos divertimos mucho. Tenía la edad como para ser mi padre, pero fuimos amigos. No obstante la confianza y los excesos orales, siempre lo traté de «usted. Fue mi profesor y de alguna manera mi maestro. Un maestro raro, un maestro alejado de las reglas pedagógicas del maestro, pero correcto o no, aprendí mucho a su lado. Y, repito, me divertí mucho. Era español. Muy español. Había nacido en agosto de 1922 en Madrid. Si todavía hay porteños que nunca salieron de la General Paz, él era un madrileño que jamás había salido de Madrid. Me jacto de haber sido el único santafesino que estuvo con él en Madrid. En 1995. La única vez que regresó a Madrid luego de casi cuarenta años de ausencia. Compartimos una sangría en un bar cerca de la Puerta del Sol. Y por supuesto, discutimos, aunque, como le dije en la ocasión: «Perdóneme doctor, pero en esta discusión madrileña el que llama la atención a los parroquianos del bar soy yo con mi tonada argentina». Observación atinada, porque en las habituales escenas en bares, o esquinas en Santa Fe, su tonada española seducía a los ocasionales oyentes. Muchos en Santa Fe lo conocieron. Creo que fue más querido que resistido, pero me permito decir que para los estudiantes, por lo menos para dos o tres generaciones de estudiantes, a su vida estudiantil le faltaría algo sin su presencia. Yo no podría hablar de mis años de estudiantes sin incluirlo. ¿Lo extraño? Claro que lo extraño.
II
Estoy hablando de don Luis de Córdoba y del Amos. El Gallego de Córdoba, como lo conocimos los estudiantes y los santafesinos que lo frecuentaron. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral. Enseñaba «Economía Política», pero en las tenidas nocturnas, en las tertulias alrededor de los bares de la facultad, los bares de bulevar o de calle San Jerónimo o de 9 de Julio, dictaba cátedra de cine, de historia, de política o de religión. Sí, de religión, porque siempre se reconoció cristiano, siempre se definió como un caballero español de fe. Un detalle: para estar con él había que estar dispuesto a escucharlo. Con don Luis era muy difícil dialogar. Él hablaba, dictaba cátedra, interpretaba a un personaje porque efectivamente era un personaje. En el mano a mano era posible conversar con él, pero no bien registraba al público (y por su estilo siempre había público a su alrededor) iniciaba sus actuaciones. Y era brillante. A veces genial. Pero, claro, había que estar dispuesto a escucharlo. Cuando se inspiraba pasaba de la oralidad al canto. Las principales coplas republicanas de la guerra civil española las aprendí a su lado. También a su lado aprendí a leer el Quijote. Él en realidad era –entre tantas cosas- un personaje quijotesco. Su «locura» era la del Quijote. Aún recuerdo la conferencia que dio en el aula Vélez Sarsfield de la facultad de Derecho acerca de la vocación americana de Cervantes. O esa clase improvisada que brindó en el hall de la facultad la tarde o la noche en que Krieger Vassena anunció su plan económico. Inspirado, era un orador extraordinario, pero a ese inusual don de la palabra le aportaba su estilo: delgado, rasgos afilados, ojos oscuros encendidos, habitualmente de barba o bigote, siempre de traje y corbata. Y esos modales de viejo profesor, que según él los había adquirido admirando a Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Salvador Madariaga o Gregorio Marañón.
III
Por supuesto, odiaba a Franco. Decía que Caín y Franco eran la misma cosa. Y alguna vez dio una conferencia en la que explicó por qué Caín fue el primer fascista. El otro blanco de sus diatribas era el cardenal Richelieu. Nunca supe bien por qué se las agarraba con el pobre cardenal, pero lo cierto es que vuelta a vuelta le pegaba unos cuantos revolcones. De todos modos, su obsesión era Franco. Siempre hablaba del «cabrón de Franco». Y cuando pronuncian la palabra «cabrón», acentuaba deliberadamente la «O». Después de Franco venían al galope Mola, Sanjurjo y Queipo del Llano. Políticamente, don Luis era una mezcla de cosas aparentemente irreconciliables: laico y católico, anarquista y conservador, liberal y nacionalista, republicano y monárquico. No sé cómo se las arreglaba, pero a su manera nos convencía de que esa ensalada era digerible y además sabrosa. Tenía días, por supuesto. Brillante y colérico era siempre. Eufórico también. Pero su humor variaba y como él mismo me lo admitiera, su sistema nervioso entraba en crisis. ¿Loco? Puede ser, pero auténtico. Y desbordado de talento. Por su «locura» pagaba un precio. Y a veces alto. Pastillas, internaciones, tratamientos. Un detalle importante: las crisis personales se acentuaban con las crisis políticas. Su sensibilidad percibía la llegada del golpe de Estado. Y entonces caminaba por los pasillos de la facultad con pasos largos y despotricaba a los gritos contra los militares y sus séquitos de civiles.
IV
Imposible entenderlo fuera de su condición de personaje. Mezclaba las canciones republicanas con la reivindicación del carlismo. Él mismo se calificaba de duque de Liri. Y alguna vez, una noche de esas que se extienden hasta la salida del sol, me ordenó en mi condición de marqués de Sigüenza y vizconde de Recreo. En esos años caía a nuestra vieja casa de estudiantes casi todas las noches. Vivíamos entonces en una planta alta. Un viejo caserón con aldaba, puerta enorme y florido balcón a la calle. Nuestra morada (nuestros enemigos le decían «aguantadero») se levantaba en pleno centro de la ciudad: Mendoza casi sobre San Martín, en los altos del bar La Modelo para ser más preciso. Con bastón, traje, chaleco y corbata, se paraba en el centro de la vereda y nos interpelaba con su vozarrón: «Abran los del castillo». Y nosotros, que entonces estábamos tan inspirados o tan locos como él, contestábamos desde el balcón: «¿Quién vive?». Y entonces la presentación: «Don Luis de Córdoba y del Amos, duque de Liri y conde de la Ciudad Cordial». Y acto seguido nuestra orden: «Centinelas, tended los puentes y abrid los portones». Y toda esta escena en pleno centro de la ciudad y con asombrados, cuando no atemorizados transeúntes, que no terminaban de entender qué pasaba. El Quijote era su modelo, pero a veces podía ser el Cid Campeador o Alfonso el Sabio o el gran Mariano José de Larra. Pero su ídolo real era don Ramón del Valle Inclán, otro de los caballeros que él tuvo la delicadeza de presentarme y que se lo agradeceré siempre. A don Ramón, como le decía, lo admiraba sin reparos. Y aseguraba que él era su reencarnación. A este fragmento lo sé casi de memoria porque don Luis lo recitaba siempre con su estilo castizo. Y lo recitaba de noche y de día, en bares discretos y en bodegones ruinosos, en el aula y en la calle, con copas y sin copas. Me parece verlo. Y oírlo. El vozarrón y el tono. Y el gesto altivo, el ademán imperativo: «Éste que veis aquí, de rostro español y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba, soy yo: Don Ramón del Valle-Inclán. Estuvo el comienzo de mi vida lleno de riesgos y azares. Fui hermano converso en un monasterio de cartujos y soldado en tierras de Nueva España. Una vida como la de aquellos segundones hidalgos que se engancharon en los tercios de Italia por buscar lances de amor, de espada y de fortuna. Hoy, marchitas ya las juveniles flores y moribundos todos los entusiasmos, divierto penas y desengaños comentando las memorias amables, que empezó a escribir en la emigración mi noble tío el marqués de Bradomín (…) Todos los años, el día de difuntos, mando decir misas por el alma de aquel gran señor, que era feo, católico y sentimental. Cabalmente yo también lo soy y esta semejanza todavía le hace más caro a mi corazón». (Continuará)