I
La amistad con mi profesor don Luis de Córdoba y del Amos la forjé para siempre el 20 de agosto de 1972, es decir, el día que él celebró sus cincuenta años en el comedor de la Quinta Asturiana, la de «Urquiza al fondo», como decíamos entonces. Fue un cumpleaños organizado hasta en los detalles. Todo estaba previsto, incluido las refriegas. Un grupo de estudiantes de ambos sexos, entre los que me tocó ser el organizador, servíamos en las mesas. Los invitados incluían a personas que en otras circunstancias jamás hubieran compartido una mesa. Había, por ejemplo, dos sacerdotes: Leyendecker y Rosso; seis o siete profesores que en la facultad no se saludaban por sus diferencias políticas y académicas; el director de un diario de aquellos años de reconocidas posiciones conservadoras; un coronel retirado de púbica filiación nacionalista; un reconocido dirigente del Partido Comunista acompañado de su señora esposa, camarada, por supuesto; un activista –él único en la ciudad- del Partido Obrero Trotskista, línea Posadas, que no se privó, antes de iniciarse la cena, de dejarnos al lado del plato un número de su periódico «Voz Proletaria»; el secretario general del gremio de la Construcción de entonces, el mismo que alguna vez lo había acusado a Vandor de comunista; dos destacados timberos del Club Argentino; un pastor evangelista; una honorable delegación de veteranos del movimiento estudiantil, entre los que recuerdo a Cacholo Romero, el Negro Mujica, Marcelo O’Connor, Alejandro Lamothe, Chijí Bertone. Los docentes de la comunidad española brillaban por su ausencia porque don Luis estaba peleado con todos ellos y, a su vez, ellos entre sí también estaban peleados. Menú: chorizo a la sidra de entrada; y luego, fabada asturiana. Vino a granel, como para que «bebáis como cosacos», según palabras de don Luis. La música de fondo ya rebelaba algunas contradicciones irresolubles de la reunión: «La Marsellesa», «Cara al sol», la «Internacional», mechado con coplas de la guerra civil cantadas por Rolando Alarcón, más acordes sueltos de la marcha peronista y la marcha de la Libertadora. Fue un sábado a la noche. Lloviznaba y hacía frío.
II
Las refriegas se insinuaron a los inicios, mientras llegaban los invitados. Después la buena educación pareció imponerse por lo menos hasta el momento de los postres. La batalla campal se inició a la hora de los discursos. Para ese momento el aire se cortaba con cuchillos. Menudearon algunos insultos, primero en voz baja, luego a los gritos. Algunos invitados optaron por retirarse. En cierto momento se cortó la luz, (alguien la cortó) y desde el sector estudiantil se oyó un «Viva Santucho», refutado por un sonoro «Viva Perón», proferido, sospecho, por el dirigente de la UOCRA. Cuando habló don Luis en su condición de duque de Liri, los desórdenes adquirieron nivel cercano a la trifulca. Reivindicó a Manuel Azaña y José María Gil Robles, a los Requeté y al Quinto Regimiento. Y advirtió que si bien sus simpatías republicanas eran evidentes, pronosticaba para el futuro de España una monarquía, pronóstico que a todos nos pareció disparatado, pero como después la historia se encargó de confirmar, fue exacto. Después reivindicó al Gran Acuerdo Nacional de Lanusse, lo que no le impidió expresar su solidaridad a los muchachos que acababan de fugarse de la prisión de Trelew, sin saber que dos días después, el 22 de agosto, serían ametrallados en la base Almirante Zar. En el patio del club dos contrincantes se «fueron a las manos». A una amiga la encontré llorando en un rincón porque acababa de descubrir que su novio era casado y estaba en la reunión con su señora esposa, llanto que luego derivó en un ataque de furia lanzado contra el inspirado don Juan, con lo cual verifiqué que las chicas sesentistas podían ser muy partidarias del amor libre, pero a la hora de verdad se comportaban como arrebatadas gitanas celosas. Don Luis, por su parte, no sé por qué motivos se consideró ofendido por otro invitado y lo conminó a que eligiera armas. Y yo tuve el honor de ser su padrino, revelando allí insospechadas condiciones diplomáticas, porque logré que los duelistas se consideraran satisfechos sin necesidad de ir al campo de honor. No recuerdo bien dónde terminamos rebotando esa noche. Sí tengo presente lo que me dijo Marcelo O’ Connor: «Sospecho que el loco no es el Gallego de Córdoba… los locos somos todos los que fuimos allí». Después agregó: «Somos como los duques que pretendieron burlarse del Quijote… hasta el momento en el que los lectores descubren que el más sensato de todos es el Quijote, y que los locos de remate son los duques que se suponen muy normales». Confieso que me dejó pensando.
III
Así se inició mi relación con don Luis. Y con ese tono se mantuvo hasta el último día. ¿Loco? Tal vez. Pero el personaje que representaba era encantador. Y a veces temible. Alguna vez me mostró los borradores de su proclamada novela «El último quirófano». Era una mezcla de los esperpentos de Ramón del Valle Inclán y las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, con algunos arrebatos de José de Espronceda, su admirado Espronceda, y en particular su poema, «El estudiante de Salamanca», que hemos recitado tantas veces en los más insólitos lugares. Don Luis también fue el primero en hablarme de la «tuna estudiantil», los estudiantes serenateros y galanes que en ciertas temporadas, «a la pálida luz de la luna», le cantan canciones a las niñas enamoradas, jornadas que se acompañan con mucho vino y promesas de amor que nunca se cumplen. «Triste y sola/ sola se queda Fonseca, triste y sola sola la Universidad/ y los libros, y los libros empeñados, en el Monte, en el Monte de Piedad». Después seguía: «Yo recuerdo cuando te decía/ a la pálida luz de la luna/ yo no puedo querer más que a una/ y esa una mi amor eres tú». En realidad, los muchachos más que querer a una parecían querer a unas cuantas. La serenata concluye: «Las calles están mojadas/ si parece que llovió/ son lágrimas de una niña/ porque su amor no volvió».
IV
Don Luis de Córdoba y del Amos. Así iniciaba sus clases «Yo no sé si conmigo aprenderéis economía, pero lo que os aseguro es que les daré unos formidables puntapiés en los cojones de vuestros cerebros». Y por supuesto que don Luis enseñaba a pensar. En sus delirios, en sus furias, en su verborragia, en sus desplantes, en sus inspiraciones, siempre estimulaba la inteligencia. Lo juro. De ese año 1972, en plena euforia del retorno de Perón, aún recuerdo el inicio de esa clase con una cita del verso 20 del Cantar del Mío Cid, el momento en que el Cid es expulsado del reino por Alfonso VI, cuando se retira con su pequeña corte, íntegro y leal. Aún escucho a don Luis recitar en clase esa estrofa: «Ya por la ciudad de Burgos el Cid Ruy Díaz entró./ Sesenta pendones lleva detrás el Campeador./ Todos salían a verle, niño, mujer y varón,/ a las ventanas de Burgos mucha gente se asomó. /¡Cuántos ojos que lloraban de grande que era el dolor! / Y de los labios de todos sale la misma razón:/ «¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!». Allí don Luis hizo una pausa. Era una maestro de pausas teatrales. Después agregó. «Pues bien, os digo a las juventudes peronistas (usaba siempre el plural y remarcaba las S) habéis sido excelentes vasallos, y desde ya os advierto que «vasallo» es una mención de honor, y vosotros, como el Cid, habéis sido valientes, osados, comprometidos, jugasteis la vida, la libertad, por vuestro Señor…». Entonces otro silencio mientras camina por la tarima; y en cierto momento se detiene y dirigiéndose a la platea exclama: «Pero debéis saber de una buena vez que al igual que al Cid, el que les ha fallao ha sido el señor, ese señor que mora con su mujercita tonta, su bufón siniestro y sus perritos falderos en Puerta de Hierro».
Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/257033-cronicas-santafesinas-opinion.html]