Los previsibles recelos que suscita la reforma judicial

La reforma judicial ha suscitado previsibles recelos porque late la sospecha de que para el peronismo la independencia de la Justicia es, en el más suave de los casos, un principio demasiado condicionado por las necesidades del poder. En homenaje a la historia, recordemos que fue el propio Perón quien a pocos días de haber asumido por primera vez la presidencia de la Nación dio las instrucciones para iniciar el juicio político a la Corte Suprema.

Por si alguna duda había al respecto, Perón se encargó de disiparla, observando que la división de poderes y los controles de las instituciones «eran ridículos escrúpulos, propios de liberales que han vendido el alma al diablo»

«Pongo el espíritu de justicia por encima del Poder Judicial», dijo, afirmación que obliga a preguntarse quién habría de encarnar esa delicada y vaporosa espiritualidad. Interrogante innecesario, me temo, porque la respuesta en junio de 1946 era más que obvia. Y por si alguna duda había al respecto, Perón se encargó de disiparla, observando que la división de poderes y los controles de las instituciones «eran ridículos escrúpulos, propios de liberales que han vendido el alma al diablo».

Fuente: LA NACION – Crédito: Sebastián Dufour

Quiero suponer que no merecería ser imputado de indiscreto si les preguntara a los actuales seguidores de Perón si tienen alguna observación que hacer a esta suerte de declaración de principios. La respuesta que dieran permitiría evaluar la calidad de la reforma judicial que hoy promueven con tanto entusiasmo. Por lo pronto, en aquellas jornadas de 1946 Perón no se redujo a desgranar alguna que otra frase pintoresca respecto de la opinión que le merecía la Justicia independiente.

Al mes de haber asumido la presidencia, Rodolfo Decker, jefe de la bancada de diputados peronistas, presenta el pedido de juicio político para todos los integrantes de la Corte Suprema, pedido que incluye, por las dudas, al procurador general de la Nación, Juan Álvarez. El único excluido de esta vindicta fue el doctor Tomás D. Casares, designado casualmente por el entonces presidente Farrell. De Casares apenas sabemos que antes de colocarse la toga de juez había sido algo así como un entusiasta compañero de andanzas de Gustavo Martínez Zuviría, luciendo para la ocasión la toga de inquisidor en la Universidad de Buenos Aires, auspicioso anticipo de lo que tres décadas después ejercerían con parejo entusiasmo los señores Ivanissevich y Ottalagano.

La primera dificultad que se le presentó al peronismo fue hallar una causa que diera lugar al decidido proceso de destitución. Nada nos cuesta imaginar las frenéticas cavilaciones de los legisladores hasta arribar a la prueba concluyente: los jueces en cuestión habían sido responsables de la acordada que justificó el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930. Estamos hablando de una acordada que fue el argumento jurídico que legitimó, de allí en más, todos los golpes de Estado que llovieron sobre este desdichado país.

A la satisfacción intelectual por haber descubierto algo así como el pecado original de los cortesanos, le siguió un inesperado contratiempo, porque un diputado opositor les recordó que los mismos jueces que ahora estaban dispuestos a condenar a los fuegos eternos, fueron los que legitimaron, con la misma acordada, el golpe de Estado del 4 de junio de 1943.

He aquí a los diputados oficialistas colocados ante una suerte de paradoja de difícil resolución. Sin embargo, pudieron resolverla, fundando, como al pasar, un estilo que luego hará historia y sentará cátedra: desconocer lo evidente sin sonrojarse. Después llegaron las palabras: a diferencia del de 1930 -pontificaron- el pronunciamiento de junio de 1943 es popular y los jueces son responsables por partida doble, es decir, por haber recurrido a una acordada infame y a continuación haberse opuesto al gobierno popular nacido de esa asonada militar. ¿No hay alguna contradicción irreductible en este razonamiento? Es posible. Pero precisamente una de las virtudes del nuevo poder popular consiste en resolver estas contradicciones sin necesidad de dar explicaciones.

Como para justificar el postulado de que la oposición al peronismo de entonces era irreductible a las evidentes verdades populares, a uno de los abogados opositores se le ocurre la peregrina idea de convocar como testigos a los señores Perón, Farrell, Sosa Molina y Silva, militares oficialistas que casualmente fueron protagonistas de las asonadas de 1930 y 1943. A esta suerte de celada, el peronismo la resolvió a través del recurso que conjuga el silencio y la astucia.

El otro protagonista destacado de aquellas jornadas que muy bien merecerían calificarse de bizarras, fue Alfredo Palacios, quien siempre dispuso de un singular talento para estar colocado en el lugar y en el momento oportunos para exhibir sus dotes escénicas. En la ocasión, y en su rol de abogado defensor del juez Antonio Sagarna, desobedeció la disposición que le ordenaba presentar sus alegatos por escrito. Las crónicas señalan que ese personaje pintoresco que fue el vicepresidente Jazmín Hortensio Quijano, se puso muy incómodo cuando Palacios, desobedeciendo la orden de silencio, intentó hablar, pero la fuerza pública no le permitió ir más allá de dos o tres frases. Indignado, este mosquetero del socialismo, como lo calificó un escritor que lo estimaba, salió a la puerta del Congreso y mientas sus amigos proclamaban a coro: «No hay justicia», Palacios levantó su vozarrón y se le escuchó decir: «Lo que aquí no hay es vergüenza, carajo».

Fue así como «la Corte conservadora» fue desplazada por «la Corte peronista», entre cuyos integrantes se destacaba el doctor Justo Álvarez Rodríguez, quien a sus indudables atributos jurídicos sumaba su condición de cuñado de la flamante señora del presidente de la nación. Habría que agregar, para confirmar la imputación de «Suprema Corte peronista», que entre algunos de los logros jurídicos de los nuevos magistrados merecen destacarse la acordada que apoyaba el Plan Quinquenal, o la adhesión al duelo por la muerte de la señora Eva Duarte de Perón.

Algunas refutaciones puedo permitirme imaginar. Se dirá que el peronismo de 2020 no es el de 1946, que no es correcto comparar una época con otra o, lisa y llanamente, que los peronistas han aprendido a reconocer el valor de las instituciones. Más allá de mis dudas, debo admitir que los argumentos son razonables, aunque me permitiré insistir que en política ciertas representaciones simbólicas suelen ser más consistentes que lo que estamos dispuestos a admitir. Sin ir más lejos, más de un historiador no vacila en afirmar que las imágenes de José Mármol acerca del Buenos Aires de 1840 no son muy diferentes a las que Victoria Ocampo o Jorge Luis Borges tenían del Buenos Aires peronista de 1950. En la misma línea, la obsesiva eficacia de funcionarios como Apold para clausurar el diario La Prensa no difiere demasiado de los obsesivos deseos del kirchnerismo para intentar liquidar a Clarín sesenta años después. Si estas asociaciones imaginarias suelen ser constitutivas de la identidad política, puedo permitirme sospechar que los actuales promotores de la reforma judicial de una manera si se quiere sesgada, oblicua, pero no por ello menos consistente, se sienten inspirados en aquellas jornadas de 1946 que tuvieron como protagonistas no solo a Visca, Decker, Guardo o Quijano, sino, y en primer lugar, a quien ya para entonces era conocido como «El primer trabajador».

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