Crónicas santafesinas

 

I

En la última escena publicada en la edición de El Litoral el pasado jueves, estoy corriendo por calle Suipacha (en 1972 todavía no se llamaba Salvador Caputto) y no precisamente para hacer gimnasia sino porque detrás de mí a no más de diez metros arremete con un machete en la mano un policía de esos que el chamamé «La guardia de seguridad» hizo célebres. Una aclaración corresponde. Una aclaración en la que se superponen tiempos diferentes. En un tiempo que por comodidad vamos a llamarlo «presente» yo camino por calle Salvador Caputto, una caminata realizada en los primeras días de septiembre de este año, una caminata solitaria y nocturna cuyo recorrido se ha iniciado en la casa de un amigo en barrio Roma a la que asistí a comer un asado, hasta mi casa ubicada casi al borde de la peatonal San Martín. Al momento que cruzo la esquina de calle San Lorenzo «llega» desde algún lugar de la memoria la escena ocurrida una tarde de agosto de 1972, cuando realizábamos una marcha para despedir los restos de un joven santafesino asesinado en Trelew el 22 de agosto de 1972. Precisamente en esa esquina atacó la policía, a pesar de nuestros esfuerzos corales por entonar las estrofas del Himno Nacional. Y eso explica que, al momento de iniciar esta nota, esté corriendo como un gamo en dirección a calle Saavedra escapando de un policía correntino que supongo no alienta deseos humanitarios hacia mi persona.

 

II

Si bien estos acontecimientos ocurrieron hace casi cincuenta años, los lectores compartirán conmigo que no resulta fácil olvidarlos, pues compartirán conmigo que no siempre a uno el destino lo coloca en la situación de salir disparado para eludir la pedagogía del garrote. A mi favor, cuenta el hecho de que entonces pesaba menos de setenta kilos y efectivamente, y a pesar de los dos paquetes diarios de cigarrillos Particulares, era ligero. Y si a ese don físico de la edad, se le sumaba la adrenalina que produce el miedo, puede entenderse que cuando corro por calle Suipacha y doblo por calle Saavedra en dirección al norte, el policía ya empieza a admitir que no le va a resultar sencillo alcanzarme, pero no obstante, fiel a su deber, continúa en su empeño, mientras que, para mi alarma, alcanzo a advertir con el rabillo del ojo que otro servidor publico se ha sumado a la captura, decisión que más que molestarme me rebela por la evidente injusticia del caso, ya que en la manifestación originaria, motivo de mi actual persecución, participamos alrededor de tres mil personas, motivo por el cual me parece absolutamente desproporcionado que dos policías se dediquen con tanto entusiasmo a cazarme a mí, un imberbe de 21 años de vaqueros gastados, mocasines sin medias, camisa verde oliva arremangada y pullover rojo al cuello.

 

III

Mientras corro en dirección a Bulevar Pellegrini, no sé por qué motivos o por qué extraños reflejos del inconsciente, me acuerdo de mi tía Victoria, presidente entonces de la revista católica más leída de la Argentina. Y mientras apuro el paso pienso si mi tía sabrá que a esa hora del crepúsculo su querido sobrino, estudiante santafesino de la carrera de Derecho, es corrido por dos agentes de la ley decididos a ajustar cuentas con él y no de manera delicada. Tampoco me consta cómo reaccionará tía Victoria al enterarse del episodio que lo tiene a su sobrino como protagonista villano central, sobre todo teniendo en cuenta su amistad con generales y obispos de la época. He aquí un dilema de hierro –pienso mientras cruzo a toda velocidad calle Santiago del Estero- entre los deberes del espíritu y las debilidades del corazón. ¿Cómo resolverá tía Victoria semejante dilema?, es una respuesta que considero, mientras avanzo haca Obispo Gelabert, que no es el momento adecuado para responder. Juro, aunque no me crean, que también en esos instantes de legítima desesperación, momento en que todo mi Ser debería estar dedicado a la fuga, se me hace presente la imagen de mi profesor de Derecho Penal, doctor Terán Lomas, y me pregunté si él sabrá que el alumno que el lunes siguiente examinará en la mesa constituida a tales efectos, ahora está huyendo del duro garrote de la ley por las calles oscuras de la ciudad plagadas de baches y de veredas con baldosas rotas.

 

IV

Cuando llego a Bulevar Pellegrini advierto, con ese singular radar que instala el miedo, que los policías han renunciado a prenderme, probablemente porque se les ha cruzado algún otro desacatado en el camino –al otro día me entero que en esa jornada han detenido a más de cincuenta personas- que no corre tan rápido como yo. Recuerdo que me trepo a un colectivo, creo que de la línea 5, que me traslada hasta las inmediaciones del cementerio, el lugar al que, previendo la dispersión policial, nos hemos citado para despedir los restos del joven asesinado en Trelew. Corte. Cámara. Acción. Ahora regreso a la noche de septiembre de 2020, cincuenta años después, la noche en la que camino por calle Salvador Caputto en dirección a San Martín a las dos de la mañana, en una ciudad algo fantasmal en donde las pocas personas que caminan a esa hora llevan barbijo cumpliendo con las disposiciones legales, detalle que, atendiendo la sintonía de mis recuerdos, me trasladan una vez más a 1972, porque en esa jornada agitada muchos de los manifestantes llevamos barbijos, algunos para no ser reconocidos por la policía; otros, para eludir los efectos asfixiantes de las bombas de gas lacrimógeno. No deja de ser interesante para un futuro ensayo esa asociación libre entre los barbijos subversivos de 1972 y los barbijos ordenancistas de 2020.

 

V

Ahora la caminata solitaria por calle Suipacha habilita que los recuerdos se confundan con las reflexiones. Sin proponérmelo, el ex izquierdista devenido en pacífico conservador que ahora camina por calle Suipacha, porque ya cruzó avenida Urquiza, recuerda escenas de aquella jornada que se inició cerca del mediodía en el Comedor Universitario que entonces funcionaba en Bulevar Pellegrini entre 1º de mayo y 4 de Enero, ocasión en que en el mentidero político de ese formidable recinto de noticias y chismes, de amores sagrados y amoríos perros, que es el Comedor, se habla con indignación de los sucesos de Trelew. Después, una hora después, mi memoria me traslada al bar de Ferreyra, ubicado en la esquina de Bulevar y 9 de Julio, el lugar donde ahora funciona una muy civilizada oficina del Correo Argentino. Y tengo presente el ventanal desde donde se ve el edificio de la Universidad y la mesa de madera pero con sillas de lata que compartimos con Cacho, Luis, Raúl y Liliana, porrón de cerveza de por medio y una picada de chorizos fríos que han sobrado de la parrillada de la noche anterior y que Ferreyra reserva no sé si a sus mejores clientes pero seguro a los más perseverantes. Allí es donde quedamos encontrarnos a las cuatro de la tarde en la esquina de San Martín y Tucumán para ir a la manifestación o marcha fúnebre organizada para despedir los restos de Jorge Ulla. La mesa del bar Ferreyra, como siempre, se extiende casi hasta las cuatro de la tarde. Y tengo presente que se suman a los porrones, a algún pingüino con vino, y la picada de chorizos asados, otros amigos y amigas, porque en aquellos años uno se reúne con los amigos todos los días, conoce gente todos los días y en un día le pasan cosas que a algunas personas no le ocurren a lo largo de una vida. Sin ir más lejos, esa nochecita en el cementerio donde nos citamos después del desparramo de San Lorenzo y Suipacha, volvió a dispersarnos la policía y me recuerdo corriendo por los terraplenes de una vía de trenes por la zona de Barranquitas acompañado de una flaca de vaqueros y remera celeste, muy delicada, muy linda, muy encantadora, pero que putea a los milicos con el lenguaje de un carrero, la misma flaca con la que esa noche vamos a continuar la jornada en una peña armada no sé por quién (entonces todas las noches había «serenata») en la que van a abundar los vinos, las canciones de «protesta» y los amoríos tan improvisados como breves, tan ardientes como olvidables. Corte. Cámara. Última escena. Ser joven, me digo, mientras estoy llegando a calle San Martín, es precisamente eso, conocer gente todos los días, estar dispuesto a salir corriendo todos los días, reunirse con los amigos todos los días y, por qué no, enamorarse sin esperanzas todos los días.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/262436-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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