Clases medias, causas y consecuencias deseables de las clases medias

Si la propiedad privada de losmedios de producción es el rasgo económico distintivo del capitalismo, bien podría postularse que el mayor o menor desarrollo de las clases medias merece ser considerado su expresión social más visible y, por qué no, más deseable, por lo que no es arbitrario suponer que un capitalismo «exitoso», un capitalismo que funcione o un capitalismo sustentable se expresa en un escenario de amplias clases medias. Si este logro proviene de la libertad económica o de los estados de bienestar o de la mayor o menor gravitación del mercado, es un tema a debatir, pero convengamos en principio que la prosperidad de las sociedades modernas y su creciente democratización fue la clave de la victoria cultural del capitalismo contra el comunismo y las diversas versiones de despotismos y autocracias que asolaron el siglo XX y siguen acechando en la actualidad.

Fuente: LA NACION – Crédito: Sebastián Dufour

Innecesario decir que esta «ventaja» histórica del capitalismo y las sociedades abiertas es al mismo tiempo una exigencia interna, en tanto que valores como calidad de vida, libertades o prosperidad no son principios conquistados «para siempre». Por el contrario, están siempre amenazados, siempre puestos en tela de juicio porque la posibilidad del retorno a la barbarie nunca está cerrada. Y al respecto, conviene advertir que el nombre o el signo actual de esa barbarie se llama Venezuela, el lugar hacia donde el actual gobierno intenta -con las contradicciones internas del caso- arrastrarnos, ya sea por decisión ideológica, ya sea por torpeza económica.

Uno de los argumentos históricos más persuasivos acerca de una Argentina que alguna vez fue pujante y justa es el de la constitución de sus amplias clases medias urbanas y rurales. A la inversa, el síntoma más visible de la decadencia es la debilidad de estas clases medias, su disgregación y, como consecuencia, el crecimiento de la pobreza y la indigencia

Uno de los argumentos históricos más persuasivos acerca de una Argentina que alguna vez fue pujante y justa es el de la constitución de sus amplias clases medias urbanas y rurales. A la inversa, el síntoma más visible de la decadencia es la debilidad de estas clases medias, su disgregación y, como consecuencia, el crecimiento de la pobreza y la indigencia. Los índices sociales en ese sentido son más que elocuentes. De los años de movilidad social ascendente hemos arribado al tiempo de la movilidad social descendente. Si la aspiración del trabajador de principios del siglo pasado fue la del hijo «doctor» como emblema de logro económico y estatus social, arribamos a la encrucijada en la que el actual «doctor» teme de su hijo el derrumbe hacia la lumpenización o, en el mejor de los casos, el exilio. «Mi hijo el exiliado» parece ser la alternativa, cien años después, al deseo formulado por la inspiración de Florencio Sánchez.

La mirada melancólica hacia una Argentina con altos índices de ocupación y clases medias pujantes que construyeron nuestros abuelos, disfrutaron nuestros padres y alcanzamos a conocer nosotros no habilita la ilusión del retorno a un pasado imposible, pero nos interpela no solo acerca de la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, sino sobre los desafíos prácticos respecto de objetivos culturales vigentes en la actual lucha política y que de su actual desenlace depende no solo el presente, sino el futuro de los argentinos.

Imposible pensar en una movilidad social ascendente sin la certeza de que el destino de esa movilidad social tiene como objetivo la inserción en la clase media, lo que significa decir empleo, ingresos dignos, educación, hábitos democráticos y afirmación de una cultura individualista fundada en el mérito, es decir, el esfuerzo, la ambición y la esperanza, valores que en las sociedades abiertas no están reñidos con la solidaridad, sino que en más de un caso su presencia la fundamenta y le otorga una indispensable cuota de realismo.

Se trata de transitar del mundo de la necesidad al mundo de la libertad, la libertad pensada como autonomía o como exigencia para superar los condicionamientos del «origen» o la «clase». En definitiva, la expansión de las clases medias da cuenta de una sociedad que con más o menos errores ha accedido a la mayoría de edad, una sociedad en la que las personas son tratadas como adultos, es decir, como ciudadanos y no como mendigos atados a la humillación de la dádiva o a las diversas variedades de limosna que los populismos implementan (con los más tiernos argumentos humanistas) para someter a los pueblos.

Todas estas consideraciones serían innecesarias si no existiera un verdadero dispositivo cultural de ataque hacia las clases medias, hacia lo que ellas significan y representan. Incluidos los valores que la definen. Si para la izquierda las clases medias merecen la peor de las condenas porque la contradicción real del capitalismo es entre proletarios y burgueses, por lo que toda alternativa a esa antinomia es una ilusión, cuando no una trampa destinada a eludir la inevitable revolución social, para las diversas versiones del populismo la clase media merece la más dura descalificación, incluido el desprecio y la burla, por su supuesta tendencia a ser manipulada por las clases altas o por su rechazo al mundo de la pobreza, pero por sobre todas las cosas, por su execrable individualismo, por sus innobles aspiraciones a defender una libertad que se confunde con la detestable propiedad privada. Finalmente, las clases medias suelen ser condenadas por las versiones «pobristas» de ciertas corrientes católicas que las identifican con el pecado y la perdición, mientras ponderan las virtudes morales de la pobreza, un operativo «teológico» que en más de un caso los conecta con sus antepasados del mundo antiguo, quienes también les recomendaban a los pobres que se resignaran a su condición, se conformaran con la limosna y las oraciones y no cedieran a las tentaciones pecaminosas de la prosperidad, el consumo y los placeres prohibidos de la vida.

La existencia de las clases medias impugna el dogma marxista del agente histórico liberador, es decir, el proletariado, en tanto que las duras lecciones de la historia han probado que la creciente proletarización evaluada por la izquierda como un desenlace inevitable de las contradicciones del capitalismo no conduce a la deseada revolución social protagonizada por vigorosos «hombres nuevos» decididos a liberarse ellos y en un mismo acto a toda la humanidad, sino a una creciente lumpenización de la sociedad con su cuota de disgregación, decadencia, hábitos delictivos y dolor, mucho dolor para las víctimas desheredadas.

Asimismo, los rechazos de las clases medias a los mesianismos del líder, duce o conductor la transforman en el blanco favorito de los populismos en sus versiones de derecha o izquierda.

A las ilusiones ideológicas, los dogmas políticos y las tentaciones por imaginar el futuro con las anteojeras del pasado, se imponen los datos reales que dan cuenta de sociedades abiertas, con movilidad social ascendente y protagonistas de una vida cotidiana forjada alrededor de la cultura del trabajo y el ejercicio de la libertad. Ni agente histórico liberador ni candidata al paraíso, las clases medias son causa y consecuencia deseable de las sociedades modernas; son, si se quiere, la creación más trascendente de las sociedades capitalistas y, en particular, son el síntoma, la expresión de la mayor o menor capacidad de prosperidad e integración de las sociedades modernas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *