Crónicas santafesinas

 

I

El bar Torino funcionó durante muchos años en la esquina de bulevar y San Lorenzo. Se podía entrar por una calle o por la otra, pero la salida no siempre solía ser tan prolija como la entrada. Era un bar como merecían ser los bares de aquellos años: abierto las veinticuatro horas. Se podía desayunar, almorzar, tomar el café de la siesta, disfrutar del aperitivo de la tarde y cenar desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana, hora en la que, como ya lo recordé en su momento, se juntaban los que iban y los que volvían, es decir, los que iban a trabajar y los que volvían de las inclemencias de la noche. Siempre fui cliente o parroquiano del Torino, pero entre los años 1969 y 1976 no exagero si digo que mi asistencia a su salón fue perfecta o casi perfecta. Tampoco exagero si aseguro que las cosas más importantes de mi vida en aquellos años ocurrieron allí o las pensé, o las disfruté o las padecí allí. Mi última noche en el Torino fue la del 23 de marzo de 1976. Allí estuve con unos amigos mirando un noticiero de televisión en la que se anunciaba que apenas pasada la medianoche los milicos tomaban el poder. Pagué la cuenta y me volví silbando bajito a casa. Recuerdo que la ciudad esa noche parecía un paisaje lunar. También recuerdo que esa madrugada los muchachos del ejército me pasaron a buscar para ofrecerme una pensión de un par de años con cama y comida en Coronda.

 

II

El balance de los años me dice que no tengo por qué arrepentirme de las horas transcurridas en un bar, una afirmación que contradice la imputación de «la pérdida del tiempo», a una edad en la que precisamente el tiempo no existe o, a la inversa, cada hora en tiempo presente tiene una importancia decisiva, porque el Torino entonces era algo así como esa «escuela de todas las cosas» que alguna vez ponderó Discépolo, con sus sabiondos y suicidas incluidos. Yo en particular en ese bar representé a todos los personajes posibles que puede encarnar alguien que a los veinte años aspira a ser un sabio, un benefactor social, un hombre de la noche, un revolucionario a tiempo completo, un escritor maldito, un tahúr de casino de trasatlántico, un amante latino, un camorrero profesional o un personaje salido de una película de Fellini con guion de Ennio Flaiano. En las mesas del Torino, y según las horas, me veo leyendo a Charles Williams, a John O’Hara, a Néstor Sánchez o al príncipe de Lampedusa; o escuchando a un levantador de quiniela que me asegura que lo mejor de Thomas Mann no es «La Montaña mágica» sino «Muerte en Venecia»; o que el peor Stefan Zweig es superior al mejor Hesse; o reunido con amigos de mi misma edad planificando la revolución social con los libros de Althusser, Rosa Luxemburgo y Gramsci apoyados en la mesa; o chamuyando a una mina para darme cuenta a la vuelta del camino que en realidad la que me chamuyaba era ella.

 

III

En el Torino lo conocí a Carlos Monzón. Entró acompañado por unos amigos y lo primero que me llamó la atención –presunción confirmado luego en otras noches- que Carlos disponía de la virtud o el encanto de lograr que todos los que compartían la mesa con él se le parecieran. ¿Raro no? Pero era así. Solos, sus amigos podían ser flacos o gordos, morochos o rubios, lindos o feos, pero cuando se juntaban con Carlos todos tenían los gestos, las expresiones, los ademanes de él. En el Torino miré el partido cuando Holanda goleó a la Argentina en 1974; también allí vi la pelea de Cassius Clay con Bonavena. Una noche de febrero de 1974 vimos en el televisor del bar la paliza que Monzón le dio a Mantequilla Nápoles. El mismo que había estado no hacía mucho tiempo compartiendo un porrón de cerveza en la mesa del lado, ahora peleaba en París y antes de que se iniciara el séptimo round Mantequilla tenía la cara llena de dedos. Los festejos duraron hasta la madrugada. Calculo que esa noche todos nos parecíamos o queríamos parecernos a Monzón. Calculo que hasta Alain Delon fue alcanzado por esa magia. No mucho tiempo después lei «La noche de Manteqilla Nápoles», un formidable relato de Julio Cortázar. No lo leí en el Torino, pero mientras lo leía mis imágenes eran las del Torino, la de una mesa de amigos mirando la pantalla del televisor sin saber que en la platea se fraguaba un ajuste de cuentas entre gangsters.

 

IV

Abusaría de la paciencia de los lectores si contara las veces que desde los ventanales del Torino contemplé la salida de un sol que yo aseguro, aunque los entendidos me contradigan, que salía a la altura de la cancha de Unión e iluminaba esos escenarios de madrugadas, en ese momento en que la noche se retira pero la luz del día aún no se anima a hacerse presente. Yo a esa hora la conozco. Y no es azul; tiene el tono oscilante de un cuadro de Munch o de Grosz. Después regresaba a casa caminando por calle San Lorenzo, motivo por el cual hasta el día de hoy digo que esa calle con sus árboles y sus veredas, con su cielo y sus horizontes, es mi calle preferida. En el Torino estuve con mi amigo Miguel aquella noche en la que insistía con su retórica florida y trágica que, según sus palabras, las había obtenido de Baudelaire, que se iba a suicidar. Y yo lo escuchaba confiado en el principio que postula que los que amenazan con el suicidio nunca lo hacen. Como a las cuatro de la mañana, Miguel se levantó y se fue. Solo. Lo vi salir por la puerta de calle San Lorenzo en dirección a calle Crespo: los hombros algo cargados, el saco azul oscuro de corderoy con parches claros en los codos, la camisa celeste de cuello abierto, el peinado a la gomina y un libro en la mano. Fue la última vez que lo vi. Dos días después leí en el diario que se había suicidado. Tenia veintisiete años y yo veintiuno. En el recuerdo lo tengo presente como una persona mayor. Miguel se quedó para siempre en sus veintisiete años, pero cincuenta años después yo lo sigo recordando como una persona mayor. Y lo era. La «vejez» de Miguel no era fingida; como tampoco fingía cuando aseguraba que su destino era el suicidio, a pesar de que le faltaban dos materias para recibirse de abogado, a pesar de que su inteligencia deslumbraba y a pesar de que muchas mujeres estaban secretamente enamoradas de su pinta y su labia.

 

V

Deben ser las cuatro o las cinco de la mañana. Probablemente de un viernes o un sábado. El bar es un jolgorio. Todos se han hecho presentes. No falta nadie. Y hay buenos motivos para sospechar que el que falta es porque está enfermo, preso o con pedido de captura. Timberos de algún escolaso armado en barrio Candioti o en barrio Roma; jugadores de billar del Chanta Cuatro o el Centro Español o el Sirio Libanés; maridos respetables que esa noche se han reunido en alguna peña, alrededor de un asado o una boga, en Rincón, Sauce Viejo o Monte Vera y ahora rebotaron en esta esquina de bulevar y San Lorenzo; calaveras que vienen del segundo show del salón de don Víctor, del local del Turco, del tugurio de Nando o de algún subsuelo atendido por el Ruso; chicos jovencitos que están haciendo sus primeros palotes en la noche en lugares que se llaman Bambina, O7, La Volanta, Milord, Tía María; dos tipos de traje oscuro, bigotito recortado y mirada atenta, tipos que no hace falta preguntarles ni decirles nada para saber que son canas y que si bien parecen estar descansado, nunca se debe ignorar que los canas que merecen ese nombre nunca descansan y menos un viernes o un sábado a la noche en el Torino donde todos, o casi todos, por un motivo o por otro, por una causa o por otra, son dignos de ser sospechados; mujeres salidas de algún tango cantado por Rivero o por el Negro Belussi, «chicas bien de casas mal, con aquellas chicas mal de casas bien»; dos o tres enfermeros que seguramente salieron del Hospital Piloto; algunos muchachones que vienen de alguna pista de baile de Piquete La Flores, República del Oeste, Sargento Cabral o Villa María Selva; estudiantes que suspendieron la sesión de estudio y comparten un café que, como aconsejará Metternicht, a esa hora debe ser negro como el demonio, caliente como el amor, dulce como el pecado y puro como los ángeles. Yo estoy solo enredado con el penúltimo vaso de vino servido en esos pingüinos que nunca más volví a ver. Mi ventana da hacia ese espacio abierto que se organiza entre bulevar Pellegrini y avenida Freyre. Y fue esa noche, o una parecida, cuando juro y perjuro por la salud de mi mejor enemigo, que ese señor de edad mediana, alto, de gabardina gris, que camina como si estuviera algo cansado en dirección a López y Planes es Philip Marlowe, un momento después de pronunciar su eterno largo adiós.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/270215-el-bar-torino-entonces-nunca-cerraba-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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