Viernes 4 de diciembre 2020

Quiero suponer que el actual Ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Solá, cada vez que ingresa al Palacio Anchorena, sede de su ministerio, no ignora que ocupa el despacho que en su momento inauguró Carlos Saavedra Lamas, uno de sus ilustras antecesores en el cargo, el mismo que fue honrado con el Premio Nobel de la Paz por sus gestiones para poner punto final a la guerra entre Bolivia y Paraguay y diseñar una estrategia global destinada a asegurar la paz en el mundo. Saavedra Lamas era bisnieto de Cornelio Saavedra y marido de la hija de Roque Sáenz Peña, aunque no necesitó de esos pergaminos ilustres para ser uno de los grandes cancilleres de su tiempo. Señor Solá, si en su correspondencia Nicolás Maquiavelo nos informaba que después de cenar con su familia, se retiraba a su despacho y se vestía con los atuendos más distinguidos para dialogar con los fantasmas ilustres de Grecia y Roma, no estaría mal sugerirle un ejercicio espiritual parecido a los solos efectos de otorgarle a su cargo la dignidad que merece y de la cual hay motivos para temer que no sabe o no puede estar a la altura de él. En la misma línea de evocación histórica y honrar al pasado o, simplemente, hacerse cargo de la responsabilidad de su actual investidura, no está de más recordarle que la cartera que ocupa contó, entre tantas personalidades ilustres, a Tomás Guido, el discípulo de Mariano Moreno y el testigo de su muerte en altamar. Tomás Guido se inició en las patriadas combatiendo contra los ingleses cuando aún no había cumplido 18 años. Y después fue la mano derecha de San Martín en sus campañas guerreras, al punto que un hombre parco para los elogios como el Libertador lo consideró, junto con Bernardo O’Higgins, su íntimo amigo, «mi amado lancero». Pues bien, Guido fue el gran Ministro de Relaciones Exteriores de Juan Manuel de Rosas, de quien podrá decirse con toda justicia que fue un déspota, condición que no le impidió saber que esa cartera era decisiva para un gobierno que mereciera ese nombre, motivo por el cual designó para representarlo en el mundo a una de las inteligencias más agudas de su tiempo, el mismo que tuvo el coraje de decirle, nada más y nada menos que al Restaurador, que se aleje de la Mazorca, «esa banda de forajidos degolladores y desalmados», porque como buen patricio, Guido sabía que la dignidad de su persona no incluía la sumisión o la servidumbre. Felipe Solá también debe saber que esa cartera la ocupó el autor del Himno Nacional Argentino, don Vicente López y Planes, padre de ese otro gran historiador que fue Vicente Fidel López y abuelo del autor de «La gran aldea», Lucio López, injustamente muerto en un duelo en manos de un canalla. Pero si una personalidad debería tener en cuenta el señor Solá a la hora de asumir la responsabilidad de su cargo y sobre todo a la hora de asumir las exigencias de la discreción y el cuidado puntillosos del lenguaje, esa persona es don Bernardo de Yrigoyen, el mismo que convocó Urquiza después de Caseros para convencer a los gobernadores de marchar a San Nicolás y firmar los acuerdos que habrán de forjar la Constitución Nacional. Don Bernardo ocupó el cargo que hoy ocupa Solá durante las presidencias de Avellaneda, Juárez Celman y Roca. Fue el ministro diplomático por excelencia. Sutil, claro, discreto. Cuidaba con esmero sus palabras y jamás se supo que haya perdido la línea. A un senador que lo interpeló con retórica altisonante le respondió con palabras que además de precisas eran la definición de un estilo que él cultivó con el esmero de un artista: «El señor senador me ha de permitir que no comparta con el mismo calor sus opiniones». ¿Entiende señor Solá la estatura de quienes lo precedieron en el cargo que hoy ocupa? A don Bernardo, su delicadeza y sigilo no le impedían ser enérgico cuando las circunstancias lo exigían. Así lo fue, por ejemplo, con Manuel Quintana, ese señor que, al decir de Alfredo Palacios, obtenía de los ingleses el vestuario que lucía y los clientes de su estudio jurídico. Quintana tuvo el tupé de insinuarle a don Bernardo, conservador y católico, que si no se satisfacían ciertos reclamos de empresas inglesas, la flota británica se encargaría de hacerlos cumplir. Sin dudarlo, don Bernardo le ordenó que se retirase de su despacho, «porque no puedo permitir que un argentino sea el vocero de una potencia extranjera». Recuerde señor Solá, recuerde uno de los consejos de don Bernardo: «En diplomacia se debe escuchar sin abrir la boca y no hacer hoy lo que pueda hacerse mañana». Don Bernardo fue tres veces candidato a presidente de la nación y, además, un íntimo amigo de Leandro N. Alem, con quien temperamentalmente estaba en las antípodas, pero Alem respetaba su hombría de bien. Cuando murió, don Bernardo fue uno de los oradores designados para despedirlo en el cementerio, una ceremonia en la que solo participaban «los elegidos» por el muerto. ¿Entiende señor Felipe Solá? ¿Entiende que su cargo también lo ocupó Roque Sáenz Peña, uno de los grandes reformistas del «antiguo régimen conservador»? ¿Sabe que esa cartera la honró una de las personalidades más lucidas y progresistas de nuestro liberalismo: Joaquín V. González? Piense señor Solá, piense y actúe en consecuencia. No hable de más, pero sobre todo nunca pierda de vista que la Argentina merece ser respetada en el mundo. Imagine estrategias lúcidas, programe objetivos de largo alcance, aprenda a escuchar, mida el alcance de sus palabras, pero por favor deje que el arte de la invención de diálogos lo practiquen los dramaturgos. No sé si me explico.

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