Domingo 27 de diciembre de 2020

Durante tres años y tres meses, en una frecuencia de por lo menos una vez por quincena, el señor Julio Di Santi se dedicó con bizarro entusiasmo y recoleta perseverancia a insultarme y amenazarme de muerte. Durante tres años y tres meses, Di Santi fue para mí una voz y un insulto, hasta que en la mañana del pasado jueves 24 de diciembre pude saber al fin cómo se llama y a qué se dedica este buen señor que eligió “divertirse” conmigo practicando lo que sospecho es lo que mejor sabe hacer: insultar sin dar la cara. A decir verdad, la situación no dejó de asombrarme. Me guste o no, está visto que yo para Di Santi soy alguien “importante” o tal vez “peligroso”. En todos los casos, lo seguro es que yo –juro que sin proponérmelo- significo algo en su vida. Dicho en términos lingüísticos, para Di Santi soy un “significado”, situación que me incomoda porque para mí él es exactamente lo opuesto, es decir, la insignificancia, calificación rigurosamente objetiva y liberada de cualquier pasión personal porque hasta el 24 de diciembre yo no sabía cómo se llamaba, ni a qué se dedicaba, aunque sí sabía por experiencia propia de su vocación de insultador callejero desde la condición anónima.
Dicho de una manera más cotidiana, debo admitir que Di Santi siempre me llevó una ventaja: me conoce; yo no. De mi vida sabe hasta los detalles, mientras que en estos días yo el único detalle que pude conocer de su vida es un antecedente policial del año 2011 por violencia. Digamos que el compañero en estos menesteres no es un improvisado.
Palabras más, palabras menos, lo cierto es que esa célebre mañana del 24 de diciembre, me enteré que mi matón preferido era actor, y, a decir verdad, alenté una esperanza que con el paso de los días juzgué de mi parte un tanto frívola y pretenciosa. “Después de todo el que me amenaza de muerte es un actor”, me dije en tono de confidencia. “A Abraham Lincoln, nada más y nada menos, lo mató un actor, Booth creo que se llamaba”. Vanidad de vanidades, dijo el Evangelio. Yo no soy Lincoln, del mismo modo que Di Santi está muy lejos de ser el actor que interpretó a Shakespeare. Acto seguido se me ocurrió que atendiendo a sus fantasías interpretativas y a las fantasías que en algunos casos suelen alentar los aspirantes a actores, el señor Di Santi podría haberme confundido con Julio César, mientras él se arrogaba el rol de Marco Bruto, un personaje histórico que me temo que Di Santi no esté muy familiarizado con su existencia, aunque es muy probable que ese apellido por razones para mí previsibles pero insondables, lo haya fascinado.
Al momento de ser interrogado por la policía, Di Santi admitió orgulloso que era kirchnerista y peronista. Más que evidente, pensé, pero acto seguido y practicando un ejemplar ejercicio de autocrítica, me dije a mí mismo: “Los kirchneristas podrán ser de izquierda, de derecha, corruptos, populistas, nacionales y populares y ángeles de la redención, pero hasta tanto alguien me demuestre lo contrario, imbéciles no son, mientras que, dicho con el mayor de los respetos y con el tono más pudoroso que soy capaz de emplear, colijo que Di Santi es un imbécil y que el kirchnerismo y el justicialismo no son responsables de sus arrebatos de matón esquinero. Un imbécil importante cuya declarada identidad con los pobres lo transforma, en el mejor y mas optimista de los casos en un pobre imbécil.
Nunca hasta esa mañana del 24 de diciembre había intercambiado palabras con Di Santi. Lo único que sabía de él eran sus insultos. Alguna vez intenté decirle que discutamos y recibí otra catarata de insultos. Difícil entenderse con el compañero. De todos modos, y leal a mi vocación de maestro Ciruela, al momento de declarar ante la policía intenté explicarle que el oficio de insultar en la calle a alguien que discrepa con sus ideas es propio de fascistas. “Me está insultando”, le dijo al policía. “No lo estoy insultado, le expliqué al agente, lo estoy definiendo, o, como ciertos psicoanalistas, le estoy dando la oportunidad socrática de que se conozca a si mismo”. Creo que ni él ni el policía me entendieron.
Como Santa Fe es una ciudad chica y más o menos todos en algún momento tenemos un conocido común, ayer me enteré que el señor Di Santi alguna vez trabajó de extra en la película “Quien mató al Bebe Uriarte”, basada, salvo que alguien demuestre lo contario, en la novela que alguna vez escribí, lo que, dicho sea de paso, debería haber provocado en él algo parecido al agradecimiento porque gracias a mi inspiración estuvo, aunque más no sea unos segundos o unos minutos, en una película nacional. Error de mi parte. Parece que vaya uno a saber por que ignotos motivos relacionados con Eros, Tanatos o Príapo se enojó más conmigo.
De todas maneras, algunas experiencias este señor obtuvo en su paso por la gran pantalla. Por ejemplo, declaró en un ocasión que él comparado con Federico Luppi era un “pigmeo”, afirmación que además de obvia es más que evidente, pero me parece que Di Santi no sé si será un buen actor pero de lo que me parece estar casi seguro es que dispone de un singular talento para las obviedades y los lugares comunes.
Efectivamente, Di Santi es un pigmeo al lado de Federico Luppi pero también es un pigmeo al lado del conocido gorila y vendepatria llamado Luis Brandoni. Recuerdo al respecto que durante la filmación de “Derecho Viejo”, Brandoni, con casi ochenta años, en menos de seis horas se aprendió de memoria un parlamento de ocho páginas para interpretarlo en una escena. Pues bien, en “Quién mató al Bebe Uriate”, a Di Santi no le dieron un parlamento de ocho páginas sino de ocho palabras y, a juzgar por sus propias declaraciones, lanzado a la vorágine de la escena se olvidó de la mitad del texto. Lo siento mucho por él, pero no me deja otra alternativa que coincidir con su caracterización de “pigmeo”.
Alguna vez. Di Santi declaró que su mayor ambición como actor era ser convocado por Alberto Migré. Cáspita. Convengamos que para un militante de la causa nacional, popular y antiimperialista sus aspiraciones actorales más que modestas son un tanto frívolas, aunque a decir verdad, admito que a principios de los años setenta, los martes a la noche yo dejaba todo lo que tenía que hacer –que no era mucho- para ver “Rolando Rivas taxista”. ¿Di Santi en lugar de García Satur? Me parece que en algún punto que no alcanzo a precisar estamos siendo algo injustos con García Satur.
Lo cierto es que sin proponérmelo me he ganado un enemigo que dice estar furioso conmigo porque no está de acuerdo con lo que escribo o digo. ¿Sabe un cosa amigo Di Santi? Yo también más de una vez, a la hora de repasar lo que dije o dejé de decir, no estoy de acuerdo con lo que dije y me lo he reprochado seriamente, pero introspecciones al margen me parece no ser ni tan importante ni tan peligroso para que por ejercer el derecho de expresarme me amenace de muerte.
Pregunto a mis resignados y pacientes lectores: ¿Qué hacer con un señor que durante tres años y tres meses se dedica a amenazarte de muerte cada vez que te ve en la calle? Los amigos, que siempre dan consejos que después uno se empeña en no seguir, me dicen que no le lleve el apunte a un imbécil. En eso, admito que una ventaja Di Santi me lleva: yo no necesito fama, pero Di Santi me parece que anda algo escaso de esos mimos. ¿Necesito explicarle al compañero que por más cartelera que gane insultándome a mí, todo será en vano si no se decide alguna vez en su vida a ser un actor y entre otras cosas a no olvidarse los breves parlamentos que le encomiendan? Otro amigo, que siempre están para dar opiniones, me preguntó si no se me ocurrió pensar que en algún momento se le ocurra cumplir su promesa y me achure al mejor estilo barrabrava. Mi sensibilidad literaria se regocijó en algún momento imaginándome algo así como el personaje de Borges en el “Poema conjetural”. Pensé en “el íntimo cuchillo en la garganta” y en “que vencen los gauchos, los bárbaros vencen”. Lo pensé estilo flash o ráfaga, pero después padecí un ataque de realismo y puse los pies en la tierra y presenté la denuncia ante la policía
Repito la pregunta: ¿Qué hacer con un tipo, Julio Di Santi, que durante tres años y tres meses cada vez que te ve te amenaza? En el siglo XIX lo hubiera retado a duelo, pero no sé por qué presiento que Di Santi no hubiera aceptado el campo de honor porque sospecho que está más cerca del mazorquero o del matón amigo de la puñalada trapera que del caballero. La otra posibilidad la brinda el entrevero pugilístico espontáneo y arrebatador, emprendimiento que como ustedes comprenderán no estoy en condiciones propicias de ejercer con mis setenta años.
Conclusión: con su empeño diligente, con su pulsión instintiva, con su vocación por el escupitajo verbal, Di Santi no me dejó otra alternativa que denunciarlo a la policía. Y a decir verdad, eso no se lo voy a perdonar nunca. Durante treinta y cinco años de periodista soporté insultos de los fanáticos de turno, pero en algún momento o yo me olvidé o ellos se olvidaron de mí. Y jamás fui a la policía a quejarme. No pasó así con Di Santi. Y lo que no le voy a perdonar es que con su obcecación, sus fobias, sus arrebatos de matón de siete suelas, no me haya dejado otra alternativa. Digo a mis lectores a modo de despedida y sin ningún afán dramático, que si alguna vez me atropella un auto, se cae una teja de un techo y me rompe la cabeza, o un caballo me patea, o una palometa me muerde en la Setúbal o alguna bala perdida me manda a mejor vida, eleven los creyentes una oración a mi memoria, tiren una flor en mi tumba, pero antes que nada, hablen con Julio Di Santi.

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