Viernes 25 de diciembre de 2020

No soy creyente. No me jacto de esa condición. Tampoco intento predicar o convencer a alguien. Alguna vez me dijeron que no fui “tocado” por el don de la fe. Puede ser. Mala suerte para mí. Por si importa saberlo, confieso que en muchas ocasiones me esforcé por creer en Dios, pero debo admitir que he fracasado. Repito: no estoy satisfecho de mi condición. Como todos, me interrogo acerca del significado de la vida y si hay algo después de la muerte, o si somos apenas una combinación más o menos ingeniosa de moléculas y átomos. Lo cierto es que somos los únicos seres vivos en este planeta que sabemos que vamos a morir. Interrogarse acerca de la Salvación o de la trascendencia más allá de la muerte es inevitable y necesario. Por lo menos para mí lo es. Y en este punto, la llegada de Jesús un 25 de diciembre tiene mucho que decir. Amigos que comparten mi agnosticismo admiten que las enseñanzas del “filósofo de Nazareth” son ejemplares. ¿Pero es el hijo de Dios? No estoy en condiciones de responder a esta pregunta, pero debo admitir que la hipótesis de un hijo de Dios enviado por el Padre para salvarnos es muy sugestiva. Dios deja de ser una abstracción o un juez severo que desde las alturas nos reta o nos premia, para expresarse a través de un hijo que vive, sufre y entrega su vida para asegurarnos la posibilidad de la Salvación. Una Salvación que incluye la resurrección del cuerpo y del alma y que es, y esto es lo importante, personal.
La exigencia para que esto funcione es la fe. Ese don que a mí por lo visto me ha sido negado porque lo que para el creyente el mas allá es una presencia, para los agnósticos es una ausencia. Y a esa ausencia no es fácil asumirla. Como sospecho que tampoco esa presencia es una luz verde para cualquier cosa. Y sin embargo….Y sin embargo algo ocurrió en la historia de la humanidad un 25 de diciembre en Belén. Algo que se inició en un humilde pesebre y con modestos pastores y con curtidas mujeres del pueblo como exclusivos testigos. Interesante. El rey de reyes no nacía en el cuarto de un palacio, ni su ajuar era “de oro y plata”, ni era atendido por un servidumbre sumisa, ni recibía los halagos de los poderosos de la corte. Hay algo conmovedor en esa escena del pesebre donde la Palabra se hizo carne. Como hay algo sabio y bello en esas parábolas con las que luego Jesús se expresará para dar una esperanza a los hombres y a las mujeres de su tiempo. Toda persona vale, nos dice. He aquí sentado el principio fundante de la humanidad y del humanismo. Todos valemos y todos seremos juzgados por nuestros actos. Humanismo y libertad. Es cierto que en su nombre se levantaron hogueras y se persiguieron inocentes y se quemaron libros y se predicó el fanatismo y las virtudes del sacrificio. Es cierto, mas no es toda la verdad. Creo que alguna vez un Papa admitió que un soplo divino debe efectivamente recorrer la historia de la iglesia para que a pesar de todos los errores de sus representantes terrenales la iglesia haya sobrevivido. No sé si será tan así, pero el humor siempre me predispone a favor.
¿Pero hay vida después de la muerte? La pregunta de fondo. Podemos responder que no o que sí, pero en todos los casos es muy difícil probarlo. Como alguna vez dijera Atahualpa Yupanqui: “Yo no soy creyente, soy dudante”. Y supongo que la fe vivida como debe necesariamente vivirse esta sostenida o acechada por la duda. Creyentes o no, el misterio existe. Desconocerlo sería necio. Hay algo más allá o más acá de nosotros a lo que no estamos en condiciones de darle respuesta con el saber que hemos sido capaces de ir elaborando. Aunque no lo admitan, el agnóstico y el creyente, cuando son consecuentes con sus saberes y convicciones, tienen más puntos en común que los que a ellos mismos les gustaría admitir. Hablo del agnóstico que no se cierra al misterio y del creyente que no se aferra al dogma con la pasión alienada y sombría del fanático. Sobre estos temas, que son en definitiva los grandes interrogantes de la humanidad a lo largo de la historia no hay respuestas definitivas y está bien que así sea. No hay respuestas definitivas, pero hay indicios, señales, huellas, a las que podemos prestar atención sin esperar a cambio revelaciones categóricas, sino apenas una gotitas de asombro, o de sorpresa, o de felicidad. Ese cielo con estrellas contemplado una noche de septiembre desde la ventana de mi cuarto, esa caída de la tarde en una calle arbolada y un horizonte ceniza, esa luz del amanecer suspendida en el aire, la sonrisa o la mirada de la mujer que alguna vez amamos y que persiste en el recuerdo, el rumor del mar que se confunde con la tormenta y una cabaña y unos amigos y un rasgueo de guitarras y una copa de vino, nos dicen cosas. O nos sugieren que la vida es algo más que un monótono y sombrío transcurrir de días. Un poema de Hoelderlin o de Baudelaire o de Cavafis, una novela de Faulkner o Virginia Woolf o Thomás Mann, un relato de Borges, de Kafka o de Carver, una pintura de Caravaggio o de Goya o de Hooper, la música de Bach, de Schubert, de Mozart, intentan persuadirnos de que la creación de la belleza es algo más que una habilidad mecánica o genética. No se trata de ganar o perder un debate sobre la existencia o la no existencia de Dios, se trata de negarse a admitir que la muerte gana la batalla. ¿Pero acaso no la gana? No lo sé, pero me gustaría que no la gane. ¿Y qué importancia tiene para la inexorable señora Muerte lo que a vos te guste o te deje de gustar? Sospecho que la relación que sostenga con ella marcará alguna diferencia. Y sospecho que esa diferencia es importante, por lo que –y dejo la “primacía de lo espiritual” para otro momento- digo que en nombre del realismo, en nombre de la eficacia y del valor de lo práctico, debo admitir que la fe es la única posibilidad objetiva de impedir que la muerte tenga la última palabra. Sobre esta apuesta, Pascal alguna vez dijo algo muy ingenioso. No soy teólogo ni me interesa serlo, pero mientras un 25 de diciembre húmedo y caluroso escribo en soledad estas líneas, me gusta pensar que Jesús, además de ser la presencia real de la fe en la historia, vino al mundo para decirnos que no todo está dicho y no todo está escrito.
Mary Tevez, Donato Moi y 139 personas más
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