Verano de 2021

 

I

Se sabe que el toque de queda o el estado de sitio son disposiciones autorizadas por la Constitución para situaciones excepcionales. También se sabe que ese tipo de declaraciones deben ser habilitadas por el Congreso. Se trata de una decisión grave, la preferida por los regímenes de facto, por lo que no puede depender de la voluntad del Poder Ejecutivo. ¿Se justifica o no el toque de queda en la Argentina? Mi opinión es que no, pero mucho más grave que toque de queda sí o no, es que una iniciativa de este tipo pretenda efectivizarse puenteando a las instituciones. Tal como se presentan los hechos, daría la impresión que no habrá toque de queda, pero es interesante observar cómo funcionan los reflejos de los gobernantes en los momentos difíciles. O sea, que no habrá toque de queda, no porque el oficialismo no se muera de ganas por hacerlo, sino porque no pudieron, lo cual, como se podrá advertir, no es exactamente lo mismo.

 

II

Admitamos, de todos modos, que la promesa o la amenaza del toque de queda responda a una realidad complicada -el «retorno» del coronavirus- pero incluso en esas condiciones es saludable que la población no acepte como manso rebaño decisiones que amenazan sus libertades. Para decirlo con otras palabras: ciertas decisiones en momentos difíciles no dejan otra alternativa que cumplirlas, pero lo que los gobernantes deben saber es que los ciudadanos no están dispuestos a darles un cheque en blanco. ¿Por qué tanto recelo? Porque la historia nos enseña que desde el poder la tentación de suprimir libertades está siempre latente, y mucho más en gobiernos cuya relación con la libertad es confusa, cuando no consideran que se trata de un valor que debe estar sometido a otras consideraciones: la seguridad, la razón de Estado o la primacía de la «comunidad» o el «pueblo» sobre el individuo.

 

III

Los argentinos compartimos el principio de que hay que cuidarse. Las diferencias están relacionadas con los énfasis y sobre todo con la mayor o menor credibilidad de los gobiernos. Convengamos que un gobierno que alienta a las multitudes a salir a la calle para despedir a un muerto famoso, no puede reclamar mucha credibilidad para que días después haya que extremar cuidados y comportarnos como monjes de clausura. Convengamos que la vacuna es una buena iniciativa, la más importante para librar la lucha contra el coronavirus, pero admitamos que en un tema tan delicado la información que el gobierno debe dar a la gente es en el más suave de los casos confusa. Convengamos que cuando el ministro Sergio Berni amonesta a los jóvenes y les reprocha no tener el comportamiento heroico de los soldados que pelearon en Malvinas no solo sacrifica la verdad histórica sino que además vuelve a instalar la comparación entre guerra y pandemia, comparación que habilitaría decisiones de diversos tonos autoritarios.

 

IV

Es verdad que hay que cuidarse del coronavirus, pero no es menos cierto que en estas situaciones excepcionales también hay que cuidarse de las tentaciones de ciertos gobiernos. No deja ser sintomático, y en cierto modo irónico, que los argentinos admitamos que la situación sanitaria es delicada, una certeza que asumimos no tanto por lo que nos dice el señor presidente como el conocimiento de que en realidad en el mundo la situación se ha complicado. Dicho con otros términos: le creemos más a los gobiernos de Alemania, Francia, Canadá, Israel y Uruguay que a nuestro gobierno. Nos hacemos cargo de que la segunda ola ha llegado o que le virus mutó no por que lo dice Alberto Fernández o sus funcionarios sino porque lo dice Ángela Merkel. Así son las cosas en estos pagos. Mientras escribo esta nota escucho en la radio que el señor Santiago Cafiero proclama que la Argentina es el país que aplicó mas vacunas en el mundo. En el acto los periodistas le refutan con números en la mano que es mentira y una mentira grosera. Hemos vacunado al 0,09 % de la población cuando los países responsables ya superaron el uno por ciento y algunos ya llegaron al quince por ciento. ¿Por qué esa tendencia compulsiva a mentir? ¿Obedece a impulsos psicológicos o es un estilo de relación política?

 

V

La semana política el presidente de la Nación la inició anunciando que había que meterle mano a la justicia. Podría haber dicho: hay que abrir un debate acerca de la justicia en la Argentina o acerca de la relación del Poder Judicial con las otras instituciones e incluso su relación con la sociedad. Pero no, prefirió recurrir al término «meterle mano». Y ustedes me perdonarán, pero yo al uso de las palabras le doy importancia y mucho más si ese empleo está a cargo del presidente de la Nación. «Meterle mano» no es asimilable a debate, deliberación, reflexión académica. «Meterle mano» o meterse de prepo o a lo guapo puede ser más o menos lo mismo. Al giro «meterle mano» hay que contextualizarlo. Esto ocurre en el país donde los más diversos voceros del oficialismo promueven reformas judiciales, incluyendo la manipulación de las instituciones destinadas a habilitarlas. Esto sucede en el país donde el oficialismo manipula el concepto de lawfare para impugnar a cualquier juez que no falle según su voluntad o interés. Esto ocurre en el país donde el oficialismo no disimula sus deseos de asegurar la impunidad de su jefa política. «Meterle mano a la justicia», entonces, es una frase que en boca del presidente tiene contenido y contexto, significado y significante. Es un deseo y un deseo a realizar atropellando a uno de los poderes del Estado. ¿Lo hará, podrá realizarlo? No estoy tan seguro, aunque sí estoy seguro de que si no lo hace no será porque esté en desacuerdo o porque sus escrúpulos republicanos no se lo autoricen, sino porque la sociedad argentina, por lo menos los ciudadanos con conciencia republicana, no se lo permitirán.

 

VI

Las diferencias entre Donald Trump y Cristina Kirchner son visibles. Diferencias de contextos nacionales, diferencias de tradiciones políticas, diferencias de intereses a representar, pero al mismo tiempo resulta interesante observar las coincidencias que también son visibles. Admitamos en principio que se pueden establecer distinciones entre populismo de derecha o de izquierda (si es que le consentimos al kirchnerismo la pertenencia a ese espacio) pero dicho esto, señalemos a continuación que el populismo es entre otras precisiones un estilo de gobernar, un estilo de relacionarse con «la masa» y las instituciones y en particular, más que un estilo, una obsesión para condenar los valores del liberalismo o, como les gusta decir, el neoliberalismo, una suerte de coartada consignista para expresar su rechazo a la modernidad y su nostalgia por sociedades rebaño sometidas al líder, duce, caudillo o jefa. Los recientes acontecimientos en el Capitolio de EE.UU. me recuerdan mucho, pero mucho, al intento de las turbas y la canalla de asaltar en diciembre de 2017 al Congreso, turbas y murgas debidamente azuzadas por sus jefes políticos. Y como frutilla del postre: la decisión de Trump de no asistir a la ceremonia de asunción de Joe Biden, ¿acaso no evoca la iniciativa de la Señora de no entregar los atributos del poder a Macri? ¿Coincidencia o identidad? ¿Todos los populismos en algunos temas centrales se parecen? Convengamos que el tema habilita algunas reflexiones.

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