Miércoles 30 de diciembre

Mi posición a favor de la interrupción legal del embarazo es conocida. Por lo menos yo la conozco. He publicado sobre este tema numerosas notas en El Litoral, en Clarín y en La Nación, por lo que si a alguien le importan mis fundamentos les recomiendo que consulten mi página rogelioalaniz.com.ar. Quiero decir que no considero necesario abrir un debate filosófico o cultural o religioso sobre un tema en el que sé muy bien que no nos vamos a poner de acuerdo con quienes se oponen al aborto. Agrego a continuación que mi punto de vista sobre la legalidad del aborto no incluye ni el odio ni la falta de respeto a quienes piensan diferente. Los “celestes” no son mis enemigos, porque sostengo que las identidades de las personas no se reducen exclusivamente a ser verdes o celestes. Y sobre todo, porque rechazo por principio considerar que la clave política de una sociedad se revela en la dialéctica perversa de amigo-enemigo. Detesto los fanatismos de un color u otro. No creo que una mujer que aborta es una asesina, como tampoco creo que la mujer que se opone al aborto es una reaccionaria o una oscurantista. Hablo sobre un tema que desde hace décadas tengo una posición tomada, pero admito que conozco posiciones en contra del aborto inteligentes y dignas de ser escuchadas.
Hechas estas consideraciones, digo que la flamante ley concluye con el aborto clandestino y pone punto final a los negocios de los médicos aborteros que todos conocemos y por lo general , y en el contexto de una cultura hipócrita, nunca han tenido problemas con la justicia. Un aspecto central importa señalar aunque parezca obvio: la ley no obliga a abortar a nadie. Las mujeres que por motivos religiosos, éticos o científicos deseen continuar con su embarazo podrán hacerlo e incluso contar con la asistencia del estado tal como lo contempla la denominada ley de los 1000 días. La ley se aprobó y está en sintonía con leyes vigentes en los países con ordenamientos jurídicos y estilos de vida que nosotros respetamos y consideramos. Para citar un ejemplo, señalo naciones de larga tradición católica como Italia, España, Irlanda y Francia. Por supuesto, la aprobación de la ley modifica un ordenamiento jurídico que incluye consecuencias prácticas pero no clausura el debate. Los “celestes” ya anunciaron que apelarán a la justicia, pero más allá de las decisiones judiciales la polémica continuará como así ocurre en los países en los que el aborto está legalizado desde hace décadas. No se me escapa, porque no me chupo el dedo, que el gobierno presentará esta ley como una victoria política de su parte. De todos modos, no estoy del todo convencido de que esta ley le permita mejorar sus posibilidades electorales para mediados de este año. A nadie se le escapa –más allá de mis posiciones personales- que la sociedad sobre este tema está dividida y seguirá dividida sin que las aguas se salgan de su cauce. El gobierno nacional ganará o perderá las elecciones por temas cotidianos más centrales como la realidad económica, la gestión de la pandemia, la preservación de las libertades. Capítulo aparte es la reacción del Papa y sus principales colaboradores. Con todo respeto les pregunto: ¿Que esperaban? El gobierno de Alberto Fernandez incluyó en su campaña electoral la legalización del aborto. Como se dice en estos casos: «El que avisa no es traidor». Y los curas estaban avisados. Por lo menos en este tema no lo es. Señalo que mientras se debatía en la Cámara de Senadores la legalización del aborto en Diputados se aprobaba una ley que lesiona el poder adquisitivo de los jubilados. No creo en las teorías conspirativas. No creo que el aborto se haya tratado para ocultar el debate de los jubilados, pero si estoy convencido de que los legisladores peronistas le han metido la mano en el bolsillo a los viejos después de arrojar toneladas de piedras contra un gobierno que hace dos años aprobaba una ley que tal como lo demuestran los hechos resultó ser mucho más benigna y justa que la actual.

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