Martes 5 d enero 2021

Es probable que, como advierten las informaciones oficiales, la pandemia no se haya ido, una información que parecería corroborarse observando lo que sucede en el mundo donde lo que predominan son los toques de queda, los confinamientos y diversas medidas consideradas excepcionales pero que objetivamente, y en nombre de la facultad de los gobiernos de “cuidarnos”, limitan de manera más o menos grave nuestras libertades. A estas prevenciones acerca de estrategias orientadas a mantener a la humanidad en un estado de cuarentena eterna, se suma en la Argentina la poca confiabilidad en un gobierno cuyas tentaciones de manipular información, sobreactuar situaciones, mentir en más de un caso descaradamente, son harto conocidas. A lo que habría que sumarle el empecinamiento de las autoridades en no predicar con el ejemplo, es decir, exigirle a la sociedad esfuerzos, sacrificios, renunciamientos, menos para ellos que se reúnen, pasean, se divierten como en sus mejores tiempos y, cuando lo consideran políticamente beneficioso, no vacilan en autorizar que cientos de miles de personas salgan a la calle. Admitiendo incluso la gravedad de la situación, la exigencia indispensable para contrapesar las adversidades de la pandemia es la credibilidad de los gobiernos. En Angela Merkel, creo, en Lacalle Pou, creo, en Alberto Fernández no creo. Miente, miente y miente. Él y sus principales colaboradores. Las oscuridades de las gestiones, las contradicciones flagrantes, los silencios sospechosos, los fraseos irresponsables y las maniobras de tono turbio respecto de la vacuna, son una de las tantas muestras acerca de un gobierno muy poco confiable para asumir una crisis como la que nos acecha.
No nos llamemos a engaño ni neguemos lo evidente: LA PANDEMIA EXISTE y hay que tomar precauciones sencillas y efectivas para enfrentarla, precauciones que nada tienen que ver con la reiterada tentación del gobierno de transformar al país en una suerte de campo de concentración o comunidad organizada en nombre del argumento clásico de todos los totalitarismos de la historia: la excepcionalidad. La excepcionalidad que en manos de gobiernos inescrupulosos se transforma en excepcionalidad permanente. Como sostiene el filósofo Giorgio Agamben, estamos asistiendo a la configuración de una nueva religión fundada en el principio de la “bioseguridad”, la alianza entre ciencia y poder. Una religión que actualiza el anuncio del Apocalipsis amenazante del mundo antiguo. Una religión fundada en un presunto conocimiento científico sin los beneficios humanistas que suelen acompañar a las religiones. Como en toda religión, esta alianza del poder con la ciencia anuncia finales trágicos de la mano de demonios (virus y bacterias) que mutan permanentemente por lo cual nos acompañarían hasta el fin de los tiempos. Una religión pagana que dispone de sus propios sacerdotes que en lugar de hábitos negros lucen guardapolvos blancos, reemplazaron los crucifijos por microscopios y prometen premios, castigos y temporadas en el infierno a los que no se someten a la nueva fe.
¿Exagero? Prefiero exagerar, aunque más no sea para advertir y poner límites a un poder que librado a su lógica no tiene otro objetivo que el disciplinamiento y la dominación con un toque de alienación y locura. Reclamo que los gobiernos se hagan cargo de sus responsabilidades de cuidar la salud de la gente, pero a la ciudadanía le reclamo que no baje la guardia, que no nos transformemos en un manso rebaño. Desconfiemos de este poder, CONFIEMOS EN EL VALOR DE LA CIENCIA pero recelemos de la tentación a la infectocracia. Y sobre todo no renunciemos de buenas a primeras al ejercicio de libertades sin las cuales la vida tal como merece vivirse se transforma en una pesadilla.

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