Crónicas santafesinas

 

I

Son las ocho de la noche del martes 29 de diciembre de 2020. El año se va y lo mejor que puede hacer es irse lo más rápido posible. Nada personal pero, con perdón de la palabra, fue un año de mierda. Y para todos. Para ricos y pobres, para lindos y feos, para hombres y mujeres. El mundo la pasó mal y de una manera u otra la pasamos mal todos. Algunos más que otros, por supuesto. Hasta acá llego. No voy a dedicar esta columna a derramar espesas y cálidas lágrimas por lo que fue, entre otras cosas porque no hay ninguna garantía de que el 2021 no sea diferente, más allá de nuestros deseos y de las promesas de los gobiernos. Por lo pronto, chau 2020. Si no hubieras existido todo habría sido por lo menos un poco mejor. Lo seguro es que de vos nos vamos acordar. Y es muy probable que nuestros hijos y nuestros nietos también se acuerden. Por lo que comprenderás que los recuerdos de tu paso por el tiempo no serán buenos. Y cada vez que alguien te mencione, la mención irá acompañada de un adjetivo que no será precisamente agradable.

 

II

Más allá de desventuras y calamidades el fin de año alienta a pesar de todo ciertas esperanzas, muchas de ellas infundadas pero inevitables. También la nostalgia. La nostalgia por otros fines de año que percibidos desde las ruinas del presente adquieren el tono, la textura de algo que se parece a la felicidad. Pienso en una noche, una noche de diciembre de 1980. La última noche del año. Lugar: el local del Coro Universitario Independiente, en la esquina, si la memoria no me engaña, de Castellanos y República de Siria. Unos personajes de entonces –para imaginar esas «patriadas» hacía falta ser algo personaje- decidieron brindar sesiones de jazz después de las doce de la noche. ¿A quien se le ocurrió? Después de relevamientos apurados arribé a la conclusión de que no hay acuerdos al respecto. Algunos hablan de Chaleco Céspedes, otros dicen que el responsable fue el Pato Maurer. Se mencionan los nombres de Llusa, de Casis. Lo más probable es que cada uno de ellos haya hecho lo suyo. Hablo de cosas que ocurrieron hace cuarenta años y sin embargo aún subsisten recelos que dan cuenta de diferencias cuyos motivos nos resultan desconocidos. Maurer en una de sus incursiones ensayísticas no vacila en responsabilizar de lo sucedido al Turco Carlos Deb. Y sin pelos en la lengua le imputa haber creado «Jazz después de los pitos» justo para fin de año, con el avieso e inconfesable objetivo «de arrancar a los músicos de la compañía de sus seres queridos la noche misma del año nuevo y después del brindis». Imputación grave que insinúa divergencias más profundas además de golpear en el costado más sensible de los mitos familiares. Por su parte, Deb hasta la fecha no ha refutado estas imputaciones, tal vez porque prefiere desentenderse. O, sencillamente, porque no está dispuesto a sostener un duelo bajo el sol con un contrincante de las agallas de Maurer. Digamos que palabras más, palabras menos, los temores de Maurer, cuya adhesión a los valores familiares son más que conocidos, se revelaron efectivos. Y no solo entre los músicos, porque a partir de ese año, 1980, lo que podríamos calificar como «la gente como uno», apenas se iniciaba el año abandonaba las mesas familiares y marchaba o peregrinaba (había algo de vocación religiosa en tono laico en esas reuniones) a escuchar jazz y «algo más» en los diferentes lugares de convocatoria. De esos momentos musicales y de ese «algo más», hablaré en los siguientes capítulos.

 

III

«Jazz después de los pitos», así se tituló la convocatoria. No sé quién fue el autor de la consigna, pero lo cierto es que se extendió. En la Santa Fe de fines de 1980, (y de allí en más hasta entrada la década del noventa) todos sabíamos que después de las doce de la noche había una cita, una cita de honor. Partícipes de las más diversas «tribus»: el teatro, la música, el cine, la política, la pintura, allí se encontraban. Gobernaba en la Argentina una dictadura militar, una feroz dictadura militar. Pero las señales de la resistencia a la dictadura ya se insinuaban, con timidez, con miedo, de manera sesgada, pero el compromiso estaba. Y la dictadura empezaba a retroceder. Bien podría decirse, entonces, que política y vida cotidiana estaban íntimamente ligados. Hacer cine, música, pintura, teatro era, de manera deliberada o no, un modo creativo, inspirado, de resistir a un régimen político asfixiante. Bocanadas de aire puro y limpio después de los años de fuego de la dictadura con sus prohibiciones, sus manos manchadas de sangre, sus encierros, su tendencia a identificar juventud con delito, creatividad con subversión.

 

IV

Para fines de 1980 los aires de la libertad empezaban a respirarse. Se notaba en la calle, se notaba en el bullicio de las noches, en las películas que se proyectaban sin pedir permiso, en las obras de teatro que se representaban en salas improvisadas, en las discusiones diurnas y nocturnas de los bares, en una renovada militancia política. Pues bien, «Jazz después de los pitos» no es posible entenderlo al margen de ese contexto. Y cuando digo que estaba toda «la gente como uno», me refiero a esa gente: a la gente joven, a los intelectuales, a los grupos de teatro, a las bandas musicales, a la renovada militancia política. Les aseguro que era lindo verlos a todos juntos, del mismo modo que aseguro que hoy ese tipo de reunión sería impensable. Otros tiempos, otras expectativas, otros desencantos, pero sobre todo, la presencia profunda y palpitante de una grieta cultural y política que hasta el momento parece imposible de eludir. Todo arrancó, decía, en diciembre de 1980. Y cada año la convocatoria fue más amplia. Al principio fue en la sala del Coro Universitario Independiente, después en casas de familia. Recuerdo un año frente a una casona al lado del Patio Catedral, Café de La Flor creo que se llamaba. Recuerdo otro fin de año en el Patio Catedral . En los últimos tiempos, el lugar del encuentro era el Club Regatas o la Casa de las Artes de calle 9 de Julio. Íbamos a escuchar jazz, por supuesto, pero el jazz era en más de un caso un pretexto para estar juntos, para conocernos y reconocernos. También para quererse, porque todos éramos muy jóvenes y la sangre corría con fuerza por las venas. Se compartía el vino, la cerveza, algunos porros, aunque yo siempre fui partidario del vino y mis exclusivos cigarrillos de entonces eran los Particulares, cuando andaba bien de plata, porque sino la posibilidad se llamaba Clifton o Colmena. ¿Cuántos amoríos de una noche se tramaron en esas jornadas de sexo y saxo que se prolongaban casi hasta al madrugada? ¿Cuántas amistades se forjaron alrededor de un trombón, una trompeta, un bajo, una guitarra, un piano? ¿Cuántos recordamos ese inicio musical cuando el Turco Deb y el Pato Maurer arrancaban con «Cuando los santos viene marchando»? ¿Cuántos amores se frustraron? ¿Cuántas risas se perdieron en el aire? ¿Cuántas lágrimas se derramaron? ¿Cuántas borracheras? ¿Cuántas madrugadas desveladas? Sí, claro, pasaban cosas. Y pasaban cosas porque éramos jóvenes y vivíamos. Vivíamos a mil por hora. Los pibes porque empezaban a descubrir la vida; los más grandecitos, porque queríamos recuperar el tiempo perdido; los veteranos, porque aspiraban a vivir sus años con dignidad. Y todo ello con «Sentimental Journey» o «St. Louis Blues» o «Rata paseandera» de música de fondo.

 

V

«Jazz después de los pitos», nació en el clima del Coro Universitario Independiente y su tiempo de origen coincide con la formación de esa banda pionera que fue Jazz Ensamble, un grupo de músicos, de esforzados militantes clandestinos y semiclandestinos del jazz que se reunían con las mismas precauciones y contraseñas con las que se reunían los maquis en Francia o los partisanos en Italia. En este caso, la cita de honor era en una casona de la vereda este de avenida López y Planes, una suerte de jabonería de Vieytes en el corazón de Barranquitas. Doy los nombres de estos esforzados y aguerridos militantes de base del jazz local: Raúl Goldsack, Pedro Casis, Roberto Maurer, Daniel Darras, Pata Pereyra, Carlos Avvedutto, Mariano Acosta, Tito Bruschini, Armando Grazzini, Cacho Hussein, Ricardo Llusa, Robi Currado y Alejandro Valis. Si algún nombre quedó en el tintero, disculpas. No soy un investigador (si alguien quiere ejercer el mecenazgo conmigo no rechazo ofertas) pero recordemos que «Jazz después de los pitos» arrancó en diciembre de 1980. Dos meses después, «casualmente», debuta en la ciudad de Rafaela la banda que ahora se anima a llamarse Jazz Ensamble. Dicen que esto sucedió un 21 de febrero de 1981 en la Plazoleta Centenario. El nombre de la banda fue todo un tema. Se trataba de muchachos guapos, bien plantados, decididos a hacerse respetar por las buenas o por las malas, dispuestos a discutir todo, los permitido y lo prohibido, el pecado y la virtud, los placeres del sexo y los beneficios de la castidad. Y todo ello en reuniones de hacha y tiza en las que no se pedía ni se daba cuartel. La leyenda narra de una reunión en una casa clandestina de barrio Roma donde hombres que sabían muy bien lo que querían en materia de arte, debatieron para el presente y la posteridad (con mirada recelosa y labios plegados) acerca del nombre de la banda que finalmente se llamará hasta el fin de los tiempos, «Jazz Ensamble».

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/275625-jazz-despues-de-los-pitos-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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