Crónicas santafesinas

 

I

Fue el lunes a la noche. Hablo de la noticia. Llegaba al Comedor Universitario y un amigo, Coco, me dice que Miguel había sufrido un accidente. Tenía en la mano la edición de El Litoral y me mostró el artículo. Breve pero claro: el señor Miguel sufrió un extraño accidente cuando operaba con su calentador. Tiene quemaduras en el cuerpo y está internado en el Hospital Piloto, decía la crónica. Más noticias no había pero para mí eran suficientes. Nadie sale en el diario porque se quemó la punta del dedo con el calentador. Tampoco lo internan en el hospital. Conociéndolo a Miguel consideré legítimo alentar otras sospechas. Dejé la cena para otro día y con Juan, amigo mío y de Miguel, tomamos un colectivo en la esquina de bulevar y 4 de enero y nos fuimos al hospital. Era un lunes del mes de abril de 1972. El número exacto no lo recuerdo. Tampoco creo que ese detalle tenga importancia. Sobre todo, teniendo en cuenta las noticias que nos aguardaban.

 

II

Descendimos en avenida Freyre a la altura del Regimiento 12. Hacía algo de frío y ya era noche cerrada. Entramos por la puerta grande del hospital, cruzamos el hall y a una enfermera le preguntamos por Miguel. Nos miró con algo de recelo y algo de pena y nos indicó cómo teníamos que hacer para llegar al lugar donde estaba internado. Juro que a esta altura del relato sabíamos que algo grave había ocurrido. No me pregunten por qué, pero esa sospecha funcionaba en nosotros con la fuerza de una certeza. Después de caminar por unas galerías llegamos a un patio cerrado, reconocimos a algunos familiares de Miguel y supimos que no estábamos equivocados en pensar lo peor. La madre, una señora mayor sobre todo para un tipo de 21 años que eran los que yo tenía entonces, me abrazó llorando. El padre, un gallego robusto, hermético estaba en un rincón y nos saludó con un gruñido dándonos a entender con el gesto que no tenía ganas de hablar con nadie. Ni a la madre ni a él les hice preguntas sobre lo que había pasado. No era necesario. Un flaco con campera, nariz grande y ojos saltones, con el que alguna vez compartimos una copa con Miguel, se acercó y nos puso al tanto de todo.

 

III

Hablamos a un costado del patio. A distancia de familiares y vecinos reunidos en grupos, con las consabidas caras de circunstancias y hablando en voz baja como suele ocurrir en los velorios. El accidente ocurrió el domingo a la siesta. Esa tarde jugaba Colón con Boca en el barrio Centenario. También tengo presente que era un fin de semana de Pascuas, algo más que un detalle religioso porque con motivo de la fecha los padres de Miguel habían ido a misa o a una procesión o a algo parecido, motivo por el cual Miguel estaba solo en la casa. De aquí en más los detalles son controvertidos. El informe oficial hablaba de un calentador que le había estallado cuando intentó prenderlo. Por supuesto nadie creyó en esa versión. A Miguel no le estalló el calentador, lo que le estalló fue el cuerpo después que se arrojó el combustible del calentador en el cuerpo, encendió un fósforo y se convirtió en algo así como una tea humana. La casa de Miguel, la casa de sus padres, la casa donde tengo entendido que nació, está sobre calle Crespo, entre Urquiza y Francia. Casa antigua con zaguán, hall y galería. Casa «chorizo» que le dicen. El ultimo cuarto, casi sobre el patio era el que ocupaba Miguel, el lugar donde muchas veces conversamos del mundo y sus alrededores compartiendo el mate o una copa de grapa o cogñac. En ese cuarto Miguel dormía y estudiaba. Estudiaba Derecho y al momento del «accidente» tenía veintisiete años y le faltaban dos materias para recibirse de abogado.

 

IV

En algún momento una enfermera nos dijo que podíamos pasar a verlo. No recuerdo si a esa visita la pedimos, lo que sé es que Juna y yo entramos juntos a la sala en la que Miguel estaba internado, vendado desde los pies hasta la cabeza. Lo único que lo hacía reconocible eran los ojos, sus ojos, oscuros, inquietos, con una expresión rara, con un toque de asombro y de susto. El diagnóstico que nos dieron era demoledor: quemaduras de tercer grado en más del sesenta por ciento del cuerpo y sin ninguna expectativa de vida. Miguel nos reconoció en el acto. «Juan…Turco…» nos dijo y aún tengo presente el tono de su voz. Nosotros no supimos qué decirle, Tampoco creo que fuera posible decirle algo. Nos extendió la mano vendada donde lo único que se reconocían eran los dedos con sus uñas «comidas» hasta las yemas, una costumbre acerca de la cual un psicólogo tendría algo para decir. Nos quedamos con él cuatro, cinco minutos, no más. Tampoco tenía mucho sentido estar allí. Un enfermero que Juan conocía no sé de dónde nos dijo en voz baja que le quedaban día o día y medio de vida. No más. Nos quedamos en el patio conversando entre nosotros hasta que nos dijeron que el tiempo de visitas había concluido. Salimos como dos fantasmas y nos instalamos en el bar, que entonces funcionaba en la esquina del hospital, a tomar una copa. Recuerdo fragmentos de esa charla. Nos acordamos que el viernes a la noche habíamos estado en el Miami de bulevar y 1ª de Mayo después de cenar en el Comedor Universitario. ¿Haciendo qué? Lo de siempre: hablar de política y otros menesteres de la vida. Yo en particular recordaba que el sábado a la tarde estuve con Miguel en el Torino y aún hoy tengo presente la imagen de cuando se fue por la puerta que daba sobre calle San Lorenzo: el saco azul de corderoy, el pantalón gris, el pelo castaño peinado hacia atrás. Como suele pasar en estos casos, no sabía que esa sería la última visión que tendría de él, o la penúltima, porque la última fue en el hospital, pero Miguel ya se estaba retirando de este mundo .

 

V

Miguel vivió un día y medio más. Juan y yo fuimos al hospital el martes a la siesta pero ya no nos dejaron pasar para verlo. El enfermero amigo de Juan nos contó que esa mañana había pasado por el hospital la doctora Angelita Romero Vera, la Gallega, nuestra profesora de Sociología y amiga de Miguel con quien compartían mesas de café en el bar de la facultad y en los bares de las inmediaciones; la misma que alguna vez le dijo que los que hablan de suicidarse nunca lo hacen y la misma que ese martes de 1972 asistía al último tramo de su agonía con los ojos llenos de lágrimas, ella que hasta los momentos más incómodos los afrontaba con una sonrisa y algún comentario irónico, burlón y siempre inteligente. Pues bien, ahora no pronunció una palabra pero estuvo a su lado y, según nos contó el mismo enfermero, Miguel se dio el gusto de decirle con un hilo de voz que él había cumplido con sus palabra, es decir, se había suicidado.

 

VI

Miguel murió el miércoles a la madrugada. Por lo menos eso fue lo que nos dijeron. Estuvimos en el brece velorio y lo acompañamos hasta el cementerio. Éramos pocos, pero estábamos allí los que teníamos que estar, los que siempre lo quisimos a pesar de sus desbordes. Cincuenta años después digo lo que siempre dije: fue mi amigo y uno de mis maestros. Inteligente, derecho y noble. Y autodestructivo, sistemáticamente autodestructivo. A Oscar Wilde, a Tomás Mann, a César Pavese, me los presentó él. También a Nietzsche y a Baron Biza. Era mayor que yo en una edad en la que cinco años constituye una diferencia importante. Sin embargo no nos cansábamos de hablar en su casa, en los boliches, caminando por la ciudad o sentados en plaza Constituyente. Hasta el día de hoy, después de casi medio siglo en mi cabeza el eco de los diálogos con Miguel están presentes. Como aún escucho su fraseo, el tono de su voz, pero sobre todo sé muy bien que puede responder a las preguntas que les haga. A los veinte años yo tenía la pedantería y la soberbia propia de un joven marxista que convencido de hallar en Marx las respuestas más importantes de la vida. Miguel nunca había compartido mis posiciones ideológicas; se definía como anarquista, recelaba del marxismo y de su pasión totalitaria. Su muerte puso en cuestión mis seguridades de marxista. Marx no explicaba «todo» y mucho lo que acababa de vivir con Miguel. Y si Marx no daba repuestas a lo que consideraba lo más importante de mi vida, significaba que su universalidad no era tal, que en la vida ocurrían cosas que «El Capital» o «La ideología alemana» no explicaban «todo». La tragedia de Miguel fue dolorosa, sospecho que hasta el día de hoy no terminé de superarla, pero por el más trágico de los caminos me ayudó a pensar; a mirar el mundo y la vida desde otro lugar. Aún me parece escuchar su voz: «No son pocas las lecciones que te di, pendejo de mierda».

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